Después de la caída del muro del Berlín, el politólogo marroquí Zaki Laidi en su brillante libro “Un mundo sin sentido” planteaba no solo el fin de las ideologías políticas como las conocíamos hasta ese momento, sino también lo que el llamó el “apagamiento de las luces” entendido como la perdida de sentido de los fundamentos que habían sostenido el progreso social y político después de los procesos revolucionarios y que habían ido consolidando organizaciones e instituciones de distinta naturaleza (políticas, sociales, religiosos, culturales, etc.) que daban sentido a la vida de los seres humanos.
Desde otra orilla, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama planteaba la tesis del “fin de la historia” donde el fin de la guerra fría suponía la victoria de la democracia liberal como ideología predominante en el mundo y la entrada a un escenario donde los sistemas democráticos y las economías capitalistas en proceso de expansión garantizarían el progreso de la humanidad.
Hoy, 30 años después, estamos mucho mas cerca de seguir viviendo en un “mundo sin sentido” que experimentando el gozo del triunfo de la democracia liberal contra el modelo soviético. En muchos países el fenómeno de la apatía hacia la política, que por mucho tiempo no reñía con actitudes favorables hacia la democracia como régimen político, empieza a dar un giro, a todas luces problemático, y es una ciudadanía que ha empezado a reactivarse políticamente pero que cada vez ve en los valores democráticos un referente imprescindible para la convivencia y la paz al interior de sus sociedades.
El estado permanente de crisis que atraviesan muchas sociedades, por distintos motivos, ha hecho que los ciudadanos descrean y desconfíen de los referentes políticos institucionales construidos históricamente por el discurso democrático liberal, especialmente los derechos humanos y el valor supremo de la libertad y la razón. Como nunca la legitimidad de los estados, los partidos políticos, las instituciones religiosas, los referentes clásicos de la estructura social, en especial la familia, los medios de comunicación, se ve resquebrajada, cuestionada y atacada. Esto no implica, sin embargo, una despolitización de la sociedad, por el contrario, estamos viviendo tiempos de extrema politización, que sumadas a la polarización y la radicalización de los discursos en el espacio público, estarían por darle la estocada final a la democracia liberal entendida en los términos teóricos clásicos.
A lo largo y ancho del mundo, la amenaza a los valores históricamente establecidos como el statu quo del establecimiento empiezan a coexistir con valores de carácter post material, como plantea Ronald Ingelhart, en donde los intangibles como la cultural, la identidad y las ideas movilizan más fuertemente a algunos sectores de la ciudadanía, y la defensa frente a esta “amenaza” hace que vastos sectores se movilicen, sobre todo en épocas electorales, para impedir cambios culturales, sociales y políticos, que bajo los fundamentos democráticos representarían mas fielmente la composición real actual de las sociedades contemporáneas. Esto nos pone en un pulso entre fuerzas progresistas y fuerzas de conservación, muchas de ellas de carácter retardatario, pero con dos elementos comunes: una cada vez mayor movilización y activismo ciudadano, y un crecimiento vertiginoso de movimientos y lideres políticos que encarnan la indignación ciudadana, especialmente desde los extremos del espectro ideológico.
Se pueden observar muchos ejemplos de este fenómeno. El caso de Jair Bolsonaro, casi nuevo presidente de Brasil y sus posiciones abiertamente xenófobas, homofóbicas y misóginas, y su nostalgia frente a los tiempos de la dictadura. El caso de Rodrigo Duterte, presidente de Filipinas, que ha encabezado una cruzada de limpieza social contra los consumidores de drogas, muy popular entre sus ciudadanos por cierto. Igualmente, las posiciones antiinmigración del presidente Trump y muchos líderes políticos europeos. Lo mas preocupante es el eco que estos políticos han encontrado eco en la ciudadanía, porque precisamente han llegado al poder a través del proceso institucional que la democracia determina para elegir a sus gobernantes, las elecciones.
En Colombia, desde tiempos de la seguridad democrática, encontramos una amplia capa de la ciudadanía que en aras de ver su seguridad garantizada estaba dispuesta a sacrificar algunas de sus libertades políticas y civiles. Hoy vemos, en contravía a la tendencia internacional, un gobierno prohibicionista en el tema del consumo de estupefacientes y con un fuerte delirio de revisionismo histórico que se llevaría por delante los derechos de las victimas del conflicto, y también fuertes intenciones de echar para atrás muchas de las regulaciones jurídicas que habían ido en favor de los derechos de grupos minoritarios en términos de genero e identidad sexual, Todo esto, obviamente, con el respaldo de amplios sectores sociales. Basta con recordar la votación del plebiscito y los múltiples intentos por convocar mecanismos de participación ciudadana para restringir derechos y endurecer penas, incluso hablando de pena de muerte, algo que en la tradición política y jurídica colombiana no es muy común.
Muchas personas a lo largo y ancho del mundo parecen estar cada vez más dispuestos a limitar derechos de otras personas en aras de garantizar los derechos propios. Esto sumado a la creciente incapacidad de las instituciones política democráticas de hacer frente a fenómenos como las migraciones humanas, el cambio climático y las nuevas agendas ciudadanas de género, identidad sexual y pluralismo religioso, entre otros, han llevado a una transformación en la forma de interpretar, asumir y aproximarse política y socialmente al cambio sistémico que implica el multiculturalismo.
Debemos cuestionar la democracia, sin que por eso seamos vistos como antidemocráticos. Los valores democráticos no pueden prosperar en sociedades marcadas por la desigualdad, el predominio de los poderes corporativos y los delirios de superioridad moral, racial, política y religiosa. La verdadera democracia debe florecer de entre la diferencia, el pluralismo y la tolerancia, pero sobre todo de la búsqueda de la igualdad y la primacía de un bien común definido por todos, no por quienes están en el poder. Por eso la democracia como la estamos experimentando no nos sirve, alimenta el poder de unos pocos y sacia las reivindicaciones emocionales de unos muchos. Rompiendo ese circulo vicioso, podríamos, quizás, reencontrar los fundamentos que vuelvan a iluminar al mundo
En un mundo cada vez mas gobernado por las emociones, los caminos conducen a lugares cada vez mas peligrosos y más oscuros. La batalla en defensa de la razón no debe cesar, hay que tratar de encontrarle sentido al mundo, así cada vez parezca más difícil.
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