(31/05/2020)
Por: Fabiola Torres
A cinco meses de la aparición del nuevo coronavirus, América Latina se ha convertido en el epicentro de la pandemia que angustia al mundo entero. Después del primer caso detectado en Brasil a fines de febrero, la plaga tardó menos de un mes en extenderse por toda la región. Hasta ahora no hemos podido controlar la ascendente curva de contagios y muertes por varios problemas de fondo: la desigualdad social, nuestros sistemas de salud precarios, la pobreza y la informalidad laboral. La cuarentena —la principal regla sanitaria de los gobiernos para ganar tiempo y adecuar los hospitales a la emergencia— se hace cada vez más difícil de cumplir cuando el hambre amenaza la vida de poblaciones enteras.
Una de las consecuencias más notorias de esta crisis es la evidencia de que los hospitales latinoamericanos no estuvieron (ni lo están aún, pese a la compra urgente de equipos) preparados para atender a un número tan alto de enfermos que necesitan hospitalización y cuidados intensivos en tan corto tiempo. La mayoría sigue al límite. El coronavirus evidenció el estado de calamidad en que los servicios públicos de salud han subsistido durante décadas, relegados al extremo por modelos económicos y autoridades que nunca pusieron como prioridad el bienestar de sus habitantes. “No podemos enfrentar un virus del siglo XXI con sistemas de salud del siglo pasado”, dice Elmer Huerta, reconocido experto en salud pública.
La pandemia nos está dejando escenas imborrables: féretros de cartón en las calles de Guayaquil, presos desnudos y amontonados en una cárcel de El Salvador y hasta el presidente del país latinoamericano con más contagios, Jair Bolsonaro, paseando por sus calles sin mascarilla. Pero si hay una escena que se repite sin importar las fronteras es la del personal de salud reclamando por sus vidas. La muerte de cada doctor, enfermera y técnico asistente en los hospitales de nuestro continente es prueba irrefutable de que nuestros gobiernos no han podido proteger siquiera a los que están en la primera línea.
América Latina ha empezado a salir a las calles porque quedarse en casa ya no es una opción segura. La aparición de banderas improvisadas en los techos de distintos barrios de nuestra región —blancas en El Salvador, Guatemala y Perú, rojas en Colombia— advierte que la pobreza de nuestras familias no aguanta cuarentenas. El Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas calcula que solo este año alrededor de 14 millones de latinoamericanos no tendrán garantizada una comida al día por la pandemia. Además, este 2020 unas 17 millones de personas en el continente habrán perdido su empleo, según la Organización Internacional del Trabajo. La entrega de bonos de asistencia social ha sido insuficiente. Toda estrategia para contener este nuevo virus ha tenido que enfrentarse a nuestra enemiga de siempre: la desigualdad social. En la región hay quienes pueden abarrotar sus alacenas con alimentos mientras que otros no tienen un refrigerador para preservar su comida.
En medio de la emergencia, la corrupción se volvió aún más escandalosa: se supo de compras de equipos e insumos médicos con sobreprecios en varios países. En Perú, la Fiscalía investiga adquisiciones de mascarillas y artículos de limpieza fallados destinados a los policías que resguardan las calles en el toque de queda. Mientras que en Bolivia el ministro de Salud, Marcelo Navajas, fue detenido por la compra de respiradores con un sobreprecio millonario. En Colombia, la Fiscalía solicitó la detención de 10 alcaldes por presuntos delitos en la suscripción de contratos de productos relacionados a la atención de la pandemia.
Los países de América Latina compartimos fortalezas y debilidades, pero cada realidad sigue siendo única. Por eso, Salud con Lupa ha convocado a periodistas de diez países de la región para comprender mejor este cambio en nuestras vidas e investigar los impactos de la pandemia de la COVID-19. Este equipo trabajará de manera colaborativa por los próximos seis meses a través del Programa Lupa, un proyecto que creamos con el apoyo del Centro Internacional para Periodistas.
Nuestros gobiernos han colocado distintas etiquetas para el inminente regreso a las calles: nueva normalidad, cuarentena dinámica, aislamiento preventivo, nueva convivencia social, aislamiento inteligente, entre otros. Más allá de los decretos, los latinoamericanos estamos por retomar nuestras actividades cotidianas aun cuando sabemos que una mascarilla no basta para evitar el peligro. Todavía estamos en la fase aguda de la pandemia. Sin embargo, salimos con la convicción de que la ciencia pronto encontrará más respuestas y que nosotros, como lo hemos hecho antes, nos adaptaremos para seguir en pie.
Ver magnitud del coronavirus en datos
Hay lugares de Colombia que en este mismo instante son una ebullición de vendedores ambulantes, puestos de frutas, hilera de motos estacionadas a los lados, taxis en medio de la vía, romería de caminantes en las aceras o en medio de la calle.
El ambiente se inunda con bullicio, reverberación, tensión, escándalo musical, frutas en venta, olor a café, aguas aromáticas de hierbas; el domiciliario que va y viene.
Un momento: ¿Colombia no estaba en cuarentena desde el pasado 24 de marzo? Sí, pero ocurre que de a poco el paisaje dejó de ser el de las plazas emblemáticas sin gente, instantáneas de película apocalíptica.
Al ritmo de las medidas del Gobierno, que decidió activar diversos sectores económicos, el pánico del virus pareció asentarse.
Con cerca de 70 días bajo emergencia y confinados, el bullicio regresó a pequeñas dosis a las calles y con él Colombia transita hacia lo que parecen ser los últimos días de esas postales solitarias y silenciosas.
Es que por muy difíciles que sean las cifras de contagio, por más que aumenten de a mil casos por día, como está sucediendo a finales de mayo, nada parece atajar al 47 por ciento de la población que sobrevive a punta de trabajo informal.
La falta de empleo y de ingresos para comer obligó a mucha gente a sacar pañuelos rojos en señal de ayuda. Al principio eran pocas las prendas rojas que colgaban en las casas. Pero con el paso de los días, la solidaridad no alcanzó y se convirtió en una marea roja que se regó por varios barrios de la capital.
Es por eso, por la urgencia vital de llevarse algo cada día a la mesa, que en Bogotá ya salen a las calles más de dos millones de habitantes, según datos de la alcaldía.
Es por esa urgencia que el Gobierno no tuvo más opción que empezar a reactivar diversos sectores económicos desde mediados de mayo. No había manera de contener la tensión provocada por la parálisis a la que se han enfrentado micro y pequeños empresarios que clamaron por ayuda para pagar sueldos, para salvar la mayor parte del 90 por ciento del empleo que aportan al país.
Nunca hay que subestimar el poder de la angustia y la zozobra económica, el aguante de 70 días bajo emergencia.
El Gobierno ha anunciado que a partir del 1 de junio y hasta el 30 se buscará que todo retorne a la supuesta normalidad, con un registro de poco más de 28 mil 200 contagiados con el virus, según el Instituto Nacional de Salud.
Se continuará en cuarentena, sí, pero se llamará “aislamiento inteligente”, un plan mediante el cual se activarán actividades económicas como el comercio, el servicio doméstico y los servicios profesionales.
No hay cómo anticipar qué tanto cambió la vida. Por ahora es preciso decir que sin tapabocas no es posible salir a la calle. Su uso es obligatorio por disposición oficial. Aunque en las calles se puede ver gente que no lo usa.
A las entradas y salidas de espacios públicos, como los centros comerciales, se han instalado protocolos de medición de temperatura corporal con aparatos tipo pistola que apuntan a la frente y arrojan el dato para cada una de las personas que ingresan; a partir de 36º quedan registrados los datos personales en planillas. En los accesos siempre se cuenta con alcohol. Está prohibido ingresar sin una dosis en las manos.
La libre circulación se convirtió en un tema de filas con distancias de dos metros, sobre todo para acceder a lugares donde se adquieren alimentos, bancos y servicios de oficina.
Al juntar estas imágenes con la escena inicial, tenemos la portada ampliada de la cuarentena de un país en el que, al menos en el plano formal, el virus tiene la apariencia de estar controlado y vigilado. Y, por eso mismo, el Gobierno se atreve a dar pasos en las calles que reflejan más firmeza. Pero se cree que lo peor está por llegar, según expresan organizaciones como la Federación Médica Colombiana.
El calendario de las universidades y sus clases por zoom vive sus últimos días. Los centros educativos plantean un regreso moderado a las sedes, con un alto porcentaje virtual.
La movilización en el sistema de transporte masivo reducirá el ritmo: sólo al 35% de su capacidad. Las fronteras siguen cerradas y por ahora no hay señales del retorno de los vuelos internos.
Se permitirá que la población salga algunos días, algunas horas, a realizar actividades al aire libre, pero los bares y las discotecas permanecerán cerradas. Los eventos masivos, públicos o privados, seguirán prohibidos.
En pocas palabras: habrá más vida productiva, pero la vida social seguirá confinada.
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Conforme pasaban los días, la sociedad colombiana se fue llenando de “perlas”, como estas tres:
1) Bajo una primera declaración de emergencia, el Gobierno emitió la alucinante cifra de 88 decretos para hacer frente a la COVID-19. Una segunda medida de Emergencia Económica, Social y Ecológica se firmó el 6 de mayo, mes en el que ya se cuentan otros 11 decretos más.
2) La población de más de 60 y 70 años fue la más sometida al encierro obligatorio desde el 24 de marzo. Para este grupo sí hay medidas estrictas de encierro que se extenderán hasta el 31 de julio. Hay denuncias de que la atención a la epidemia dejó fuera las necesidades propias del adulto mayor.
3) Unas muertes se encimaron a otras. Casi todos los días de la cuarentena se conoció el asesinato de un líder o lideresa social. Emergieron también los memes por noticias que encendieron la mecha de la indignación, como el contrato por 3 mil 500 millones de pesos para mejorar la imagen del presidente en plena pandemia. Se dispararon las alertas por carencias de equipos para el personal de salud y por la necesidad de un mayor número de pruebas rápidas, pero el presidente Iván Duque pensaba en su imagen.
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La pandemia nos ha enfrentado de nuevo con la muerte. De 1958 a 2012 el conflicto armado en Colombia causó la muerte de 218 mil personas. ¿Qué podría asustarnos más que la guerra? ¿Qué podría asustarnos más que la muerte misma?
Existen semejanzas entre la pandemia y el conflicto armado. Hay parálisis económica, por ejemplo. Más de 3 millones 200 mil personas se han quedado sin trabajo. Una cifra que se parece mucho a la de 2002, cuando el paramilitarismo se encontraba en auge.
El virus trae el recuerdo, actualizado incluso, del viento que recoge arena y polvo y corre solitariamente por calles y plazas que, a fuerza de fuego y metal, quedaron vacías e impregnadas de olor a muerte. No es lo mismo, pero se parece.
La muerte rondaba tanto por el narcotráfico y el conflicto armado que ese suceso, quizá el más importante para un ser humano, pasó a ser un número más. Muchos de los familiares de las 218 mil víctimas del conflicto armado nunca supieron lo sucedido con sus seres queridos. Tampoco lo supieron las familias de las 25 mil víctimas de desaparición forzada. Y la prensa no se preocupó demasiado en ese momento por contar sus historias.
Ahora los días son otros, pero, de igual manera, se requiere saber quiénes eran, cómo y en qué circunstancias han muerto las 890 personas que hasta el 29 de mayo han fallecido a causa de la COVID-19.
Colombia, entonces y hoy, ha enfrentado la muerte a distancia por distintas circunstancias.
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Si en Europa la vida pareció cantar como rechazo al encierro, en Colombia aún se agitan, rasgadas por el viento, las prendas rojas que aparecieron como símbolo del hambre en cuarentena.
El sonido del viento estremece los vidrios de las ventanas del apartamento que habito. Afuera, no muy lejos, se escuchan las risas de dos personas que se detuvieron a conversar. Eso no sucedía desde hace un par de meses. Me asomo a la ventana.
Una pareja se ha sentado en el parque, como en picnic. Hasta ahora son los únicos que he visto que se atreven a tomarse un rato para contemplar la tarde. Llevan tapabocas y se los acomodan para beber algo que supongo es café. Están sentados con las piernas extendidas y miran hacia adelante. Parecen disfrutar el viento que advierte que junio, finalmente, ha llegado.
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