(04/11/2020)
Por Ingrid Ramírez Fuquen (@_iramir_) y David González (@Davo_Gonzalez)
En medio del confinamiento, cansados de tantos meses sin poder ver a sus amigos, Sara y su primo empezaron a jugar al escondite por videollamada. En vez de correr y ocultarse detrás de un arbusto o de un muro como lo hacían antes de la pandemia, ahora se hacen a un lado del teléfono y esperan a que el otro adivine si está a la izquierda o a la derecha de la pantalla. Antes, en el colegio, Sara solía jugar con sus amigos a las cogidas, a zambullirse en la piscina de pelotas o al escondite, pero ahora, luego de sus clases en línea, no sabe muy bien qué hacer. “Me da tristeza porque, como no tengo con quién jugar, juego sola con mis muñecas —comentó la niña de ocho años—. A veces imagino que salen de paseo a algún lugar o que al día siguiente tienen que ir a estudiar, a trabajar, o a comprar a una tienda”.
El confinamiento obligatorio por el Covid-19 no solo arrebató a los niños la posibilidad de asistir al colegio, sino que también les ha quitado algo más preciado e irremplazable: el espacio del recreo, ese momento libre de padres y profesores en que aprenden a relacionarse entre ellos y desarrollan sus aptitudes sociales.
El colegio no es sólo el lugar en donde uno estudia biología o matemáticas —en retrospectiva, casi ningún adulto recuerda el día en que aprendió las partes de una célula o las leyes del teorema de Pitágoras, pero sí guarda en su memoria el instante en que rompió una ventana jugando fútbol o el momento en que se declaró a la muchacha que le gustaba—, sino que en el fondo también es el sitio en donde establecemos nuestros primeros vínculos más allá de la familia y asimilamos una serie de experiencias que comienzan a formarnos como individuos.
“Juego sola con mis muñecas. A veces imagino que salen de paseo a algún lugar o que al día siguiente tienen que ir a estudiar, a trabajar, o a comprar a una tienda”, contó Sara, una niña de 8 años.
El recreo y el juego “permiten desarrollar destrezas motoras y también favorecen las capacidades cognitivas y el razonamiento lógico. Ayudan a aprender habilidades sociales y de tipo moral, por ejemplo, frente a la trampa y al seguimiento de las reglas. También abarcan elementos vinculares porque a través del juego se aprende a confiar en otras personas”, explicó el psicólogo clínico Andrés Lasso, especializado en psicología infantil.
De repente, todo este aprendizaje vital se ha suspendido. Aislada en un apartamento de 52 metros cuadrados, la pequeña Sara juega con sus muñecas como una suerte de proyección de sus propios deseos. “Siento que yo soy ellas”. Para Lasso, al crear una realidad alterna que no puede vivir, la niña está manifestando una sensación de tristeza y soledad que le cuesta expresar en palabras. De algún modo, jugar también es eso: una forma de exteriorizar deseos o temores que a veces el lenguaje verbal es incapaz de transmitir.
Además del recreo, una de las cosas que más extraña Sara es poder escuchar, tocar y abrazar a sus compañeros y profesores. En las clases virtuales a menudo ella se distrae dibujando cualquier cosa en un papel o jugando con su gata Morgan.
La pandemia y su inevitable cuarentena podrían generar severas consecuencias a largo plazo en los más pequeños. “Cognoscitivamente se podrían presentar ciertos estancamientos en áreas del desarrollo intelectual. Y emocionalmente, es posible que se perjudiquen la seguridad y la autoconfianza del niño”, explicó Bernardo Useche, presidente del Colegio Colombiano de Psicólogos (Colpsic). Para un niño el aislamiento es una pérdida de diversos estímulos sensoriales y, sin que nadie se dé cuenta, esto limita poco a poco su capacidad imaginativa.
Tras un par de meses de confinamiento, los papás de Sara comenzaron a notar algunos cambios en la actitud de su hija: se puso más consentida, quiere que ellos estén a su lado en cada momento y les pide tiempo de calidad. Ahora, cuando se enoja alza la voz y golpea las cosas sobre el escritorio. Aunque los padres no consideran esto como un motivo de alarma, Bernardo Useche cree que los cambios en el comportamiento deben atenderse antes de que aumenten o se agudicen.
No sólo la cuarentena ni la imposibilidad de ver y jugar con sus amigos han afectado a Sara, sino también el miedo al contagio. En su familia se reportaron cuatro casos de Covid-19 y su abuela fuera hospitalizada por contraer el virus. Desde entonces la niña prefiere quedarse en casa porque “si una persona sale sin tapabocas o no se lava bien las manos, se puede enfermar y hay que llevarla al hospital”, afirmó con la seguridad infantil de haber aprendido una lección. El miedo llegó a su cúspide cuando su madre, una radióloga, presentó síntomas de coronavirus como dificultad para respirar y malestar de cuerpo.
La mamá se hizo una prueba de descarte y tuvo que aislarse en su propia habitación. Días después, el resultado trajo un suspiro de alivio: salió negativa. Pero el miedo ya se había instalado en Sara y tras esa falsa alarma comenzó a llorar y a pedir a sus padres que por favor no salieran. Su mamá mencionó que la pequeña “decía que si algo nos pasaba se quedaría sola. Cuando volví a trabajar, me dijo: ¿por qué no te puedes quedar trabajando aquí? No quiero que salgas”. Entonces sus papás le explicaron con más detalle sobre la enfermedad y los riesgos que uno enfrenta y las precauciones que se deben adoptar. Aunque todavía persiste el temor, Sara se ha sentido un poco más tranquila luego de esa charla pues sabe que sus padres se protegen.
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Isabella, una niña de ocho años, también tuvo que adecuar sus juegos a la nueva dinámica de las videollamadas. Extraña pasear con sus amigas por todo el colegio, ya no corretea como antes y jugar al “rey manda”, algo que hacía con frecuencia antes de la cuarentena, ya no es lo mismo. En ese juego un niño es elegido rey y puede pedir a otros que salten, corran o hagan lo que él quiera. Pero ahora es diferente porque el rey ya no pide que se muevan ni que realicen ninguna acción física. Pide que le lleven objetos. “Por ejemplo, mis amigas me dicen que traiga algo que sea gris y que tenga la letra C”, explicó Isabella.
La cuarentena podría generar severas consecuencias a largo plazo: “[…] emocionalmente, es posible que se perjudiquen la seguridad y la autoconfianza del niño”, aseguró Bernardo Useche, presidente del Colegio Colombiano de Psicólogos (Colpsic).
Sin embargo, los juegos virtuales no han saciado la necesidad de esparcimiento de Isabella. Por el contrario, se volvió más hiperactiva que antes. Cada vez que se subía a su cama, se ponía de pie sobre el colchón y empezaba a saltar, a girar y a dar botes. Su madre contó que a menudo “no sólo se sentaba sino que se paraba de cabeza sobre una silla” o se le veía brincando por el apartamento de 60 metros cuadrados. Por eso, apenas el presidente Iván Duque permitió en mayo que los niños salieran por unas horas al día, sus padres la llevaron al parque a patinar. En esas salidas Isabella patinaba y corría sin toparse con ninguna pared, pero los juegos al aire libre trajeron consigo una nueva preocupación para sus padres. “Es difícil pedirle que no comparta la botella de agua con sus amigas, que no se abracen, que no se toquen”.
Con el tiempo Isabella empezó a tener problemas para conciliar el sueño y para despertar. En las clases virtuales se desconcentraba con facilidad y se ponía a mirar videos en YouTube. También perdió la motivación y bajó su rendimiento académico, algo inusual porque siempre había destacado en los estudios.
Cuando comenzó a presentar síntomas claros de ansiedad como morder y comer lápices, papeles y borradores sus padres decidieron acudir a la psicóloga del colegio. Según Bernardo Useche, “la hiperactividad, la desmotivación, morderse las uñas y los problemas de sueño” son claros indicadores de alteraciones emocionales en un niño, quien no siempre manifiesta sus malestares de forma racional y en palabras, por lo que cada gesto y cada actitud se convierten en un lenguaje lleno de significados por descifrar.
Según Bernardo Useche, “la hiperactividad, la desmotivación, morderse las uñas y los problemas de sueño” son claros indicadores de alteraciones emocionales en un niño.
Al ver el caso de Isabella, la terapeuta escolar aconsejó a los padres que la llevaran a donde un psicólogo clínico. Debido a que el trámite de atención en salud a través de la EPS resulta lento y engorroso, y que suele provocar más disgusto que alivio, los papás de Isabella decidieron buscar ayuda en el sector privado.
De inmediato se toparon con otra decepcionante realidad: las tarifas. Si bien el valor unitario por consulta era asequible, para ellos no era posible costear el tratamiento completo por la crisis económica derivada de la pandemia: si una cita costaba $50.000, un tratamiento de 10 sesiones —como lo recomendó la psicóloga que trató a Isabella— costaría medio millón de pesos.
No tuvieron más opción que encargarse ellos mismos de los síntomas de su pequeña. Para eso, siguieron uno de los consejos de la psicóloga del colegio. “Picamos pedacitos de fruta para que en momentos de ansiedad muerda el alimento en lugar de un lápiz o un papel”, explicó la madre.
El estado de ánimo de Isabella mejoró de manera notable en las últimas semanas, cuando el confinamiento menguó y Colombia procedió a la apertura gradual de centros comerciales, parques y restaurantes. Su mamá asegura que no ha vuelto a masticar lápices o borradores, que recuperó su buen rendimiento académico y que ya no es grosera. Al ver su mejoría, sus padres no insistieron en el proceso de atención psicológica y la inscribieron a una escuela de patinaje “a la que asiste tres veces a la semana para que canalice su energía”, dijo su mamá.
➤Lee aquí el especial ‘Cuando la realidad se quebró’, sobre el impacto de la pandemia en la salud mental en diferentes países de América Latina
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La cercanía con la muerte y la enfermedad del Covid-19 nos ha instalado en un escenario de trauma cuyas secuelas permanecen indelebles en la memoria. Sin embargo, cuando la experiencia la atraviesa un niño, la estructura psíquica se encuentra en pleno desarrollo y las consecuencias del impacto emocional suelen ser más permanentes e impredecibles que en los adultos. Para la pediatra Nadine Burke Harris, fundadora del Center for Youth Wellness en San Francisco, “estar expuesto a la adversidad a una edad temprana afecta el desarrollo del cerebro y el cuerpo de los niños: inhibe la corteza prefrontal, que interviene en el control de los impulsos y es crucial para el aprendizaje. Produce cambios significativos en la amígdala, el centro de respuesta al miedo”.
El 88% de los niños —de un total de 651 hogares— presentan síntomas o conductas de alteración emocional por la cuarentena.
Aunque aún es pronto para medir y comprender el verdadero impacto del confinamiento en los más pequeños, algunas encuestas parecen ofrecer ciertas luces. En junio del 2020, un informe del Instituto Colombiano de Neurociencias reportó que el 88% de los niños —de un total de 651 hogares encuestados— han presentado síntomas o conductas de alteración emocional. Un estudio de la Universidad Miguel Hernández examinó los efectos psicológicos en niños de España e Italia. Alrededor del 90% de los 431 padres encuestados describieron cambios emocionales y de comportamiento en sus hijos, incluyendo dificultad para concentrarse, irritabilidad y ansiedad.
En un tiempo con tantas incógnitas para las familias, los especialistas sugieren que, en lugar de temer al estrés de los hijos, se procure hablar con ellos y explicarles la importancia del aislamiento, preguntarles y evaluar sus necesidades. La idea de transformar el estrés en aprendizaje podría tener una repercusión más clara en los adolescentes, quienes de algún modo ya experimentaban una etapa vulnerable, de cambios y en constante lucha antes de la pandemia.
Luego de varios meses de insomnio y desánimo Antonia ha vuelto a sonreír como antes, aunque el tránsito no ha sido nada fácil. Según su padre, la muchacha de 15 años empezó a sentir un desequilibrio emocional tras un mes de confinamiento. “Se le veía agotada y ojerosa, estaba triste, perdió peso. Me decía que se le venían cosas feas a la cabeza, que tenía algunos pensamientos que no la dejaban dormir”, explicó Ciro, su padre. Casi no salía de su habitación ni se conectaba a las reuniones virtuales de sus amigas.
Con las semanas, la ansiedad y el deterioro físico de Antonia se volvieron la principal preocupación de la familia. El padre la llevó a un centro médico y una pediatra le recetó un medicamento antialérgico con efectos somníferos. Pero no resultó: su hija siguió sin dormir bien por dos semanas. Ciro comenzó a temer por su vida pues Antonia había perdido el apetito y cada día se retraía más en su propio mundo, atormentada por pensamientos.
Fue en ese momento que decidió pedir una cita en psiquiatría a través de la Entidad Prestadora de Salud (EPS), pero la espera de más de cuatro semanas se volvió insoportable y no tuvo otra opción que acudir a una psicóloga privada. A principios de mayo, la especialista remitió a Antonia a un psiquiatra infantil y recién entonces pudo empezar un tratamiento que, hasta el momento, ha logrado regular su trastorno del sueño con una mezcla de medicamentos ansiolíticos y antidepresivos que debe tomar por los próximos seis meses. A eso se sumaron cambios en su alimentación y la constante terapia cognitiva-conductual con la psicóloga. Esperanzado, Ciro dijo que ha notado un gran avance: “Ahora ya habla con los amigos por videollamada y hasta se le escucha reír”.
El padre de Antonia costea el tratamiento privado con mucho esfuerzo. Cada cita semanal con la psicóloga le cuesta $90.000 y la cita mensual con la psiquiatra infantil $280.000. Además, los medicamentos para su hija superan los $260.000 mensuales. A pesar de este costo, Ciro ha preferido ajustar la economía familiar antes que seguir esperando que el sistema de salud y las EPS respondan por la cita que pidieron hace meses. “Acá en Colombia hay que luchar para conseguir una consulta. Desde marzo venimos tratando con este problema”, reclamó.
Por desgracia, no es un caso aislado. En mayo, el Colegio Colombiano de Psicólogos envió una carta al presidente Iván Duque, en donde denunció que las EPS “no autorizan el número de citas, ni la continuidad de las mismas que son necesarias para prestar atención psicológica de calidad.”
La agenda del Gobierno parece no tener en cuenta las necesidades económicas de las familias colombianas para acceder a tratamientos para atender la salud mental de los niños. En el Conpes 3992 que destina $1.1 billón a la salud mental en el país, no se mencionan las palabra pandemia, confinamiento o Covid-19 una sola vez.
Ciro no sabe por cuánto tiempo más podrá financiar el tratamiento de su propio bolsillo. Si continúa haciéndolo, en seis meses habrá gastado más de tres millones de pesos en terapias y medicamentos para mantener estable la salud mental de su hija. “Estos tratamientos son bastante caros. Estamos haciendo de tripas corazón para sacar a mi hija adelante. Uno por los hijos lo da todo.”
Mientras él hace sacrificios enormes, la agenda del Gobierno parece no tener en cuenta las necesidades económicas de las familias colombianas para acceder a tratamientos psicológicos: en las 70 páginas de la Estrategia para la Promoción de la Salud Mental en Colombia (Conpes 3992), publicado casi un mes después del inicio de la cuarentena y que destina $1.1 billón a la salud mental en el país, no se menciona una sola vez las palabras: pandemia, confinamiento y Covid-19. Ocho meses después de la declaración de emergencia no se conoce una política y/o medida específica para atender la salud mental de los niños y adolescentes del país.
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No sólo el confinamiento ha sido un posible detonante del deterioro de la salud mental de los niños y niñas durante el confinamiento, también lo ha sido para algunos niños tener que vivir encerrado en un ambiente familiar hostil. Según Sarah Vinson, profesora asociada de psiquiatría y pediatría en la Escuela de Medicina Morehouse, para muchos niños el colegio era una suerte de refugio ante la violencia familiar que sufrían en casa y eran espacios de escape de algún papá abusivo, de una madre distante, o de unos padres continuamente enfrascados en peleas.
El psicólogo Andres Lasso explicó que “no es lo mismo estar en un espacio reducido con personas con las que el niño se siente seguro y amado, que estar en ese mismo espacio con personas agresivas o negligentes. Si la relación padres e hijos es de seguridad y protección, puede funcionar como escudo. Pero si es una relación distante o conflictiva se expone más al niño a que sufra otros factores adversos; la calidad de la relación es más determinante que el espacio físico en sí”.
Es lo que sucedió en la familia de Liliana, una mujer de 35 años que vive en Usme, una localidad de bajos recursos al sur de Bogotá. Luego de que su esposo perdiera el trabajo como fabricante de tejidos y prendas de vestir debido al cierre de los comercios por la pandemia, la rutina doméstica se volvió tormentosa. Los padres y sus tres hijos tuvieron que convivir en un espacio menor a 40 metros cuadrados en donde todos comparten el mismo baño, no hay terraza ni patio y deben turnarse la mesa del comedor para usar el computador o el celular de Liliana para recibir sus clases virtuales. Tienen de mascota un gorrión amarillo que ya no intenta volar cuando lo sacan de la jaula.
En estas condiciones, el encierro exacerbó ciertos problemas latentes en la familia. El papá tuvo que irse por un tiempo de la casa luego de una serie de peleas con Liliana, que no llegaron a ser agresiones físicas, pero en la que los hijos tomaron partido por su mamá. Luego de que empezaron tratamiento psicológico y se mudaron a otro sector de la localidad las cosas mejoraron aunque la tensión por el encierro seguía latente en el hogar de Liliana.
“Eso [el Covid-19] está ahí afuera, o sea mi hija le cogió tanto temor que ni siquiera dejaba que corriera las cortinas. A raíz de eso el cuerpo se debilitó, se enfermó”, dijo Liliana.
La pandemia, el confinamiento y las disputas domésticas detonaron malestares físicos y emocionales en la hija de 13 años. Lo primero fue el miedo: “Decía, eso está ahí afuera [el Covid-19], o sea mi hija le cogió tanto temor que ni siquiera dejaba que corriera las cortinas. A raíz de eso el cuerpo se debilitó, se enfermó”, explicó su madre. La niña presentó fiebre y su rinitis se agudizó. Liliana la llevó a urgencias, pero les dijeron que regresaran a casa porque allí corrían más peligro de contraer el virus.
Ante la falta de recursos económicos (la familia dejó de cotizar al sistema de salud cuando el papá perdió su empleo), Liliana tuvo que pedir ayuda a su padrino de bodas, un oficial de la Policía, quien logró conseguir atención gratuita y temporal de una psicóloga privada para toda la familia. Pero, ante las dificultades económicas que representaba el traslado hacia el lugar donde recibían la atención psicológica, la dejaron. Al final, el ambiente de tensión menguó.
Liliana cree que el cambio de casa y el acomodo a la nueva normalidad de la larga cuarentena ha beneficiado la salud de sus hijos. A pesar de que los problemas han persistido, los niños se acomodan a una situación que no va a terminar pronto. Ahora Valentina, la niña de 13 años, sale con sus hermanos al parque, anda por el barrio, aunque le falta mucho para volver a tener una vida tranquila. Ha perdido la motivación por estudiar, lo que le ha generado problemas en su rendimiento académico, que está por el suelo. Asiste a las clases virtuales con 45 estudiantes en las que el profesor poco puede detenerse a hablar con sus alumnos sobre la crisis. “Hace unos días me dijo: ‘mamá yo ya perdí el año, no me interesa pasarlo’”, contó Liliana preocupada.
No tiene muchas personas a quienes hablarle del problema y tampoco encuentra apoyo en el colegio en el que estudia Valentina. “No hay atención personalizada, pero imagínese usted. Son más de cuarenta alumnos para sólo un profesor, multiplique eso por once cursos para una supervisora que tiene el colegio, ¿quién se va a detener a escuchar los problemas de cada niño?”
Hace menos de un mes el esposo de Liliana consiguió trabajo en una carnicería, su jornada es de 6:00 a.m. a 9:00 p.m., durante 6 días de la semana y por un pago de $1.167.150 al mes. Esa buena noticia y que el año ya está cerca a su fin, les ha dado esperanza: “Valentina va a estar bien, claro, cuando todo vuelva a la normalidad”.
Este reportaje forma parte del Programa Lupa, liderado por la plataforma digital colaborativa Salud con lupa, con el apoyo del Centro Internacional para Periodistas (ICFJ).
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