El cuartito de los migrantes en Ciudad de México

(26/01/2022)

Durante los últimos tres años, cientos de viajeros latinoamericanos que entran al país azteca tendrán que pasar la noche en una celda sin comida, sin ventanas, hacinados y con la incertidumbre de no saber cuándo volverán a ver la luz del sol. Esta es la crónica en primera persona del fotoperiodista Juan José Jaramillo.

Octubre de 2021. Me llegó un mensaje al celular: “Confirmado el viaje a México”. Se me bajó todo. Recordé que Ricardo*, un compañero de trabajo, me había contado que a comienzos de 2021 tuvo que vivir tres días en una celda en el aeropuerto de la capital y que era algo que le sucedía a otros viajeros colombianos que iban seleccionados al azar. “Eso es lo peor que he vivido en la vida”, me dijo aquella vez. Yo no quería pasar por algo así: el miedo, la incertidumbre, el hambre. En mi mente, lo que le ocurrió parecía más un secuestro. 

Luego mi compañero en ese viaje, Antonio*, mencionó que estaba estrenando su pasaporte colombiano. Me volvió a invadir el pánico, por un lado porque el documento no tenía un solo sello que indicara visitas a otros países y, por otro, porque Antonio nació en Caracas, así que cargaba el doble estigma de tener documentos colombianos y ser venezolano. El motivo del viaje era una grabación periodística y lo que antes me hubiera producido emoción, me llenó de miedo.  Me imaginé teniendo que ir a sacarlo de Guantánamo… o peor, que nos llevaran a los dos. Así opera el miedo, irracional, absurdo. Recordé entonces con detalle la anécdota de mi amigo.

***

“La verdad quedé traumado”, dijo Ricardo. Viajó desde Bogotá en marzo de 2021 a presentar su examen de admisión a un doctorado en la Universidad Nacional Autónoma de México. Él es un hombre joven, privilegiado, con una hoja de vida envidiable, y aún así vivió un tormento en el Aeropuerto Benito Juárez en la capital mexicana.

Arribó confiado al aeropuerto azteca porque llevaba consigo la carta del centro educativo en la que certificaron que él iba a presentar un examen estatal. Mostró el vuelo de ingreso y salida del país y el documento que le dio la universidad, pero cuando entregó el soporte del lugar en el que se hospedaría comenzó el suplicio. Según Ricardo, el agente de Migración le dijo que una reserva en AirBnB no era válida, y que, además, tenía unas noches sin especificar hospedaje, porque Ricardo y su pareja planeaban viajar a un lugar todavía sin determinar. Fue así como lo hicieron a un lado de la fila y lo metieron a una sala, al famoso cuartito, como le suelen llamar a esa tenebrosa habitación. Esa expresión fue corroborada luego por unos conductores mexicanos, que nos dijeron que en todo el país le decían cuartito a esa habitación.

Fueron tres días en los que recibió solo un refrigerio de la aerolínea y agua por parte de los agentes de Migración. Estuvo en lo que para él fue una celda de prisión, completamente cerrada, sin ventanas y con una luz encendida las 24 horas. El baño de ese lugar, recuerda, no tenía puerta y se veía todo desde los camarotes, hedía como en la vida real y como suele presentarse en las películas. La diferencia es que no era una prisión sino un lugar que servía de dormidero para viajeros detenidos arbitrariamente por agentes de Migración.

Mientras Ricardo me contaba su experiencia, yo solo podía imaginarme un campo de concentración.

Durante los tres días que estuvo en la celda le retuvieron el pasaporte. Ricardo me comentó que le sacaron de su billetera y, en sus narices, 700 pesos mexicanos (34 dólares) que el agente de Migración se embolsilló sin pudor, le quitaron su celular y no lo dejaron comunicarse con su pareja que aguardaba a unos cuantos metros, justo afuera del filtro de Migración. Ella lo esperó durante 72 horas en el aeropuerto.

Medio año después todavía estaba devastado.

***

Vista de la Ciudad de México desde el avión, una mega urbe de más de 20 millones de habitantes. Madrugada del 20 de octubre de 2021. Fotografía: Juan José Jaramillo.

Aterrizamos. Ciudad de México, Aeropuerto Benito Juárez, Terminal 2, octubre del 2021. Los cubículos de Migración son en línea recta. Los agentes están sentados tras un vidrio, sobre una especie de plataforma que hace que queden más elevados que los viajeros y que haya que levantar la cabeza para poder mirarlos a los ojos. Detrás de ellos se ve un pasillo, el que lleva al cuartito.

La fila, que puede ser eterna según la hora de llegada, serpentea. Si cualquier ingenuo saca el celular, llueven escarnios. Durante mi tránsito me tocó un mexicano bajito, flaco, sin ningún tipo de imponencia más allá del ímpetu de su voz: Guarde el celular. No cell phones.” Caminaba de un lado para el otro, como un león enjaulado. Rabioso.

Antonio y yo decidimos cruzar separados. “Si devuelven a uno, el otro puede cruzar”, pensé. Nos subdividieron en filas. El señor que me interrogaría tenía unos 50 años, era moreno, gordo. Cuando lo vi estaba atendiendo a una joven que iba en pijama y con una almohada en forma de medialuna, de esas que se usan para dormir en avión. Ella estaba tranquila hasta que el señor abrió la puertita de su cubículo y se bajó para caminar hacia el cuartito, el mismo en el que retuvieron a Ricardo medio año atrás. Sus carnes se movían de un lado a otro. Lento. Parsimonioso. La joven, que se había quedado frente al cubículo vacío, comenzó a mirar para todo lado. Sentí su angustia.

***

Donald Trump, expresidente de Estados Unidos, declaró en 2019 una emergencia migratoria. Entre ese año y febrero de 2021 las oficinas de migración norteamericanas registraron más de 70.000 peticiones de asilo. En términos de migrantes, el Departamento de Seguridad Nacional calcula que entre 2010 y 2015 ingresaron de manera ilegal 70.000 personas, en promedio, cada año. La solución del gobierno gringo fue aterrorizar al vecino con una espada de Damocles: o frenaban la migración o le pondrían un impuesto a todos sus productos.

Desde algún sillón Trump puso un ultimátum vía Twitter el 30 de mayo de 2019. Advirtió que el 10 de junio los Estados Unidos pondrían una tarifa del 5% a todos los productos que entraran desde México hasta que este país los ayudara a frenar a los migrantes. Y de no hacerlo, el impuesto iría aumentando. Lo anunció una semana antes de la entrada en vigor del posible impuesto.

Trino del entonces presidente Donald Trump, cuya cuenta de Twitter ya no existe.

Para México era el fin: el 80% de todos sus productos manufacturados se venden en Estados Unidos. En el marco de la guerra comercial entre Trump y China, Estados Unidos estrechó sus lazos económicos con el vecino del sur para superar la dependencia asiática. Pero esta relación se convirtió en un abrazo del oso.

No hay chance que me quede yo en esta fila, pensé. Con muchísimo susto miré para cerciorarme que el pequeño agente que vociferaba no estuviera cerca a mí y me cambié para la de mi compañero: Marica, pasemos juntos. Ese man de mi fila está muy paila, le dije.

Volteamos a ver y del cuartito sacaron una hilera de personas, un número que no pude contar, con las manos por detrás. Iban esposadas o con sunchos, no se veía bien.

La señora que nos atendió a Antonio y a mí fue muy amable. Tenía unos 60 años, el pelo de color fucsia, gafas y sonreía a medias. Al final, cruzamos Migración sin ningún lío. Pero en el vuelo de regreso me encontraría con otros viajeros que no contaron con la misma suerte.

El 8 de junio en Tijuana, frontera con Estados Unidos, el presidente de los Estados Unidos de México, Andrés Manuel López Obrador, asistió a un evento convocado por el canciller Marcelo Ebrard. Sin hablar mucho, sin quebrar la noticia verbalmente, López Obrador respaldó el anuncio de su subalterno: habían logrado evitar el impuesto y se comprometían a colaborar con Estados Unidos para evitar que los migrantes llegaran a suelo norteamericano.

Los compromisos mexicanos fueron dos: el primero revivió Quédate en México, un programa que nació en la administración Trump pero que estaba suspendido, y que obliga que los migrantes se queden en territorio latino mientras un juez resuelve si le dan asilo o no en Estados Unidos. Solo en lo que restó del año, México aceptó hospedar 8.000 migrantes. Segundo, el gobierno de López Obrador desplegó 6.000 uniformados de la Guardia Nacional en la frontera con Guatemala para impedir que las caravanas de centroamericanos lograran llegar a los estados del sur.

Desde entonces México se convirtió en el último, y primero a la vez, guardia de seguridad migratoria de los Estados Unidos y las imágenes son desgarradoras.

El viaje por México fue bellísimo. Antonio y yo conocimos mujeres súper inspiradoras, vi un amigo al que quiero muchísimo, conocí al doble de Juan Gabriel, bebí mezcal del bueno e intenté superar mi separación. Ahora solo faltaba el regreso y supuestamente sería algo sin lío.

***

En octubre del 2019 la Cancillería de Colombia tuvo que emitir un comunicado porque las denuncias en medios de comunicación nacionales de maltrato por parte del gobierno mexicano se convirtieron en algo cotidiano. La última gran denuncia se hizo en marzo de 2021, cuando incluso la Cancillería colombiana envió una carta formal a la mexicana protestando, de manera diplomática, por el maltrato de colombianos principalmente en el aeropuerto Benito Juárez de Ciudad de México. Incluso el canciller de ese país, Marcelo Ebrard, se reunió en ese aeropuerto con la embajadora colombiana Patricia Cárdenas y agentes de la Policía para, según él, seguir la orden de Andrés Manuel López Obrador de atender las denuncias de abuso y maltrato.

En una entrevista radial con La W, el viceministro colombiano de Relaciones Exteriores Francisco Echeverri reconoció que solo en 2020 fueron inadmitidos 4.500 colombianos de los 600.000 que viajaron a México. También anunció que seguirán con las mesas de trabajo con el gobierno mexicano para evitar malos tratos hacia los connacionales en el ingreso al país. Mesas y reuniones bilaterales. Cartas y reuniones. Investigaciones.

Mientras tanto el cuartito sigue siendo un hoyo negro que genera pavor.

***

Abordé el avión. Pasillo, el puesto del centro vacío y un calvo medio hipster —parecíamos hermanos—  en la ventana. Sentí que había coronado, sería un viaje tranquilo y espacioso. Duramos como 15 minutos parqueados pero con la puerta abierta. 

De pronto entró una joven llorando, sin poder respirar bien y entendí todo. Iban a montar a los colombianos que devuelven de manera forzada. Los repatriados. Según los mexicanos, los inadmitidos. Para mí, sentado en ese asiento, los que regresan a la brava. 

Cuando la joven llegó a su puesto, dos filas delante de la mía, intentó subir la maleta pero no pudo y la dejó tirada en el asiento con un gesto de desespero. El pasajero del otro lado del pasillo brincó e inmediatamente le ayudó. Sentimos empatía. 

Pasajeros colombianos ingresan al avión para el vuelo de regreso a Colombia. Muchos de ellos habían entablado relación en el cuartito y se saludaban al reencontrarse en el avión. Fotografía: Juan José Jaramillo.

Como si hubieran abierto una compuerta de una represa, tras la joven empezaron a entrar varias personas. La décima repatriada era una señora mayor, tenía una camisa mexicana, el pelo gris. Pensé en mi mamá, pues así se vería ella si fuera a visitar México. 

Detrás de ella seguía un señor mayor con su hijo, de unos 30 años. Detrás, otro hombre joven. Los tres tenían los ojos tan rojos que parecían reventados. Los siguientes siete eran todos hombres jóvenes.

Los pasajeros “con problemas en Migración” —término que usó la azafata cuando preguntamos por el retraso en el despegue— número 23, 24 y 25 en orden de entrada al avión eran niños. Uno muy pequeño, de unos cinco años, una niña de unos siete y un niño de unos doce. Los tres tenían tapabocas rosados y la mirada fría. Vacía. Parecían sentirse cansados, desubicados. 

En total devolvieron 32 personas en nuestro vuelo, según la azafata. La mayoría colombianos y algunos venezolanos que habían abordado el vuelo de ida en Bogotá. 

En el puesto a mi derecha, en el del centro, se había sentado uno de los colombianos que estaba siendo repatriado. Mi gemelo, el que iba en la ventana, no podía creer nada de lo que nuestro nuevo vecino estaba contando casi de manera catártica. “¿Y esos niños también los encierran en el mismo cuarto?”, preguntó asombrado. Gerardo, a quien llamaremos así por respeto, nos contó que se encontró con indios, rusos y haitianos dentro del cuartito.  A él lo devolvieron con la hermana, “y eso que veníamos con nuestra madrastra que vive en México, y tenemos dos hermanos de mamá y papá que viven acá. Pero no nos creyeron nada y acá estamos.”

Gerardo no tenía encima dinero siquiera para comprarse una botella de agua. Cuando otro pasajero le convidó un sánduche y unas papas, se comió la mitad y la otra se la llevó a la hermana que viajaba en la última fila del avión. Fotografía: Juan José Jaramillo.

Ninguno de ellos tenía su celular. Se los habían quitado agentes de Migración, y luego fueron entregados a los encargados del vuelo. Empezaron a llamar gente por el altavoz: Maria Cely , y alguien con acento venezolano vociferó: Que ya se sentó, que ya no se quiere bajar, ni quedarse en México, que gracias. Sorpresivamente había un dejo de humor en algunos.

Pero a pesar de un par de chistes, el sueño y el maltrato generaron un clima abrumador en el avión. Ya era tarde y ellos tenían, cuando menos 12, horas sin comer.

El avión despegó. Las luces se apagaron y debió ser una bendición pues me contó el nuevo vecino que en el cuartito hay una luz que tiene un corto y titila todo el día, o toda la noche. Todo el tiempo. Con esta nueva oscuridad mi vecino durmió. Roncaba. Roncaba muchísimo y la verdad me placía escucharlo. Ese señor duró 24 horas encerrado en una celda, acostado en un camarote en el que tenía 45 centímetros, según me contó, entre su nariz y la siguiente colchoneta. Debía estar fundido. Su sueño me reparaba.

Faltaban dos horas largas para aterrizar en Colombia. Nuestro país. Tan indolente, tan violento, tan miserable, pero nuestro al fin de cuentas. De allá nadie nos puede sacar. Tal vez matar, desaparecer, allá podemos pasar hambre y de allá nos pueden desplazar paramilitares, guerrilla o el Estado. Pero al final nadie nos puede deportar.  Y hoy eso parece mucho.

*Nombre cambiado por petición de la persona.

Créditos

Directora Cuestión Poder
Diana Salinas
Texto y fotografías
Juan José Jaramillo
Edición
Ingrid Ramírez Fuquen
José Marulanda
Diana Salinas

Cover
Heidy González
Edición legal
Camilo Vallejo
Webmaster
Valentina Hoyos G

Con el apoyo de