(29/05/2020)

Por: Juan José Jaramillo

Son personas sin techo que recorren las calles con una libertad peculiar: ser casi invisibles. Sin embargo, la mayoría tiene otro grillete. El 90% de los habitantes de calle son dependientes del bazuco, una mezcla brutal del sobrante de la cocaína, éter, cloroformo, pintura y hasta huesos. Una papeleta de esta sustancia psicoactiva puede costar $500 pesos y, con el tiempo, va comiendo los huesos hasta llegar a aniquilar la mente. Es la droga más adictiva después de la heroína. Es el infierno.

Tan solo en Bogotá hay 9.538 habitantes de calle, según registros del Departamento Administrativo Nacional de Estadística. Cuando estalló el pánico por el COVID-19 en Colombia, el Distrito de Bogotá se enfrentó a un reto nunca antes vivido: ofrecer a estas personas una opción para vivir la cuarentena lejos del asfalto. Más o menos 150 se apuntaron. Dos meses y medio después, quedan cerca de 140. 

El éxito: la confianza que se ha ganado el Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud (Idipron) gracias a los procesos que inició, en los años 80, el padre Javier de Nicoló.

En El Oasis, como se llama este espacio, los habitantes de calle hacen frente a la guerra más dura de sus vidas: la lucha contra la ansiedad.

Las jornadas de meditación en El Oasis son dirigidas por una psicóloga comunitaria. Nueve exhabitantes de calle aprenden ejercicios de respiración.

 ¿Cómo hacer que 140 personas drogodependientes que, además, están acostumbradas a caminar las calles a su antojo, puedan convivir en un solo lugar?

Tres participantes de la jornada de relajación se acuestan en el piso para hacer proyecciones mentales.

La solución que encontró el Idipron fue triplicar los esfuerzos y procesos que llevaban desde 1967. Algunos son convencionales, pero le apuestan con especial ahínco a terapias fuera de lo común: meditación, acupuntura, boxeo y dietas específicas. Son prácticas costosas, comunes en una élite, pero exóticas para estos jóvenes que deambulaban por las calles sin pavimentar detrás de la zona industrial en Puente Aranda. Solo verlos produce fascinación: es lo imposible en las fotografías.

La psicóloga pasa por cada uno y les aplica un aceite debajo de la nariz y entre las cejas para ayudar a la relajación.

Este salón hace las veces de sala de meditación por la mañana. Acompaña la escena ritmos de nueva era. Desde afuera llega el sonido de una actividad deportiva. Se crea una mezcla musical extraña, como si cruzara un pasillo que separa un consultorio odontológico y un gimnasio. Pero nada desconecta a estos ‘pelados’. No brincan sus cuerpos. No hay movimientos involuntarios. Ninguno abre el ojo para ver en qué está el vecino. Concentración total.

Adrenalina, reconciliación y purificación en el ring

“Tssst, pollito. Ufffff”, se escucha. Nadie puede olvidar dónde está. La calle aún se siente como un perro guardián con bozal. Pero ella se ríe, sube al cuadrilátero y se goza el puesto de modelo. Camina y exagera los ademanes femeninos, da diez pasos con cara seria y al undécimo se destornilla de la risa. Ellos, todos fuera del cuadrilátero, se vuelven locos cuando camina con seriedad y la acompañan en la carcajada cuando estalla la suya. Ella se llama Angela Paola Correo y tiene 22 años. Vivió un año en la calle, pero nunca ha dejado su sueño de ser veterinaria. 

Preparación de un exhabitante de calle para una pelea de boxeo. Un joven lo motiva mientras el otro venda su mano.

El club de la pelea 

Todo el que quiera boxear puede hacerlo. Esa es la máxima. Así que la jornada puede llegar a ser de hasta 50 combates en un día. Algunos vienen, queman energía y se van. Otros se observan y hacen las veces de público, y otros permanecen en la esquina y se dedican a preparar a los siguientes deportistas: vendan las manos, ponen rodajas de naranja como si fueran protectores bucales, los preparan mentalmente. Por unas horas se convierten en Micky Goldmill, el entrenador de Rocky Balboa, el legendario boxeador.

Un boxeador en posición de alerta con los brazos a la altura del pecho.

¡Ting, ting! Suena la campana y los luchadores salen a su encuentro en el centro del ring. Algunos como toros desbocados, otros con cuidado y recelo. Frenesí, sudor, gritos. Algunos sienten miedo, pero todos se emocionan soltando adrenalina. Transitando la ansiedad.

El juez supervisa los puñetazos lanzados en medio del primer round.

“Uy, severa flor”, “Noooo, tiene más estilo un moco en una sopa”. No todos se llevan bien. Le hacen barra a uno u otro durante la pelea, pero los límites están claros. Alguien grita “sangre” y de repente todos se voltean y lo callan. Entre ellos, que hacen de boxeadores y de público espectador, cuidan que la jornada no se convierta en nada más que la práctica sana del boxeo. Saben que, si llega a haber algún altercado, les quitan el cuadrilátero y se acabó el deporte. Ellos mismos cuidan el decoro y el respeto por el otro.

El juez anuncia el ganador de la batalla.

El cuadrilátero estuvo guardado en una bodega del Idipron por años. Era un proyecto vencido en el tiempo, pero en el 2014 lo desempolvaron. Nuevas apuestas para poder sortear los nuevos retos en tratamientos de adicciones.

Al finalizar cada batalla, los dos deportistas se abrazan, se hacen chistes y hasta se palmean las nalgas, como en los juegos profesionales de fútbol. El boxeo es como respirar oxígeno. “Me gusta el boxeo porque siento que me quita asperezas internas y cuando me bajo del ring siento que puedo cambiar mi vida. Siento que soy capaz”, dice Jhonatan Casallas, quien vivió cinco años en la calle. No quiere siquiera imaginar volver a esa época de su vida.

Las mujeres de El Oasis

Fila para subir al segundo piso en donde se hacen las sesiones de medicina alternativa.

Son 18 las mujeres trans y siempre están juntas. Se sientan juntas para ver las peleas de boxeo, comen juntas y van juntas a las citas de medicina alternativa. Ellas son poder de la manada.

En terapia en El Oasis.

En el módulo de medicina alternativa primero las recibe una psicóloga. “Chicas, cómo están, cómo van los síntomas”, les habla un poco de la ansiedad para romper el hielo. Luego reproduce un video para ellas en el que se resumen las medidas que ha dado el gobierno para protegernos del COVID-19, luego mencionan unas recomendaciones de higiene personal y termina pidiendo que cada una se fume su cigarrillo sola. Sin compartirlo, sin andar pidiendo caladas.

Una de ellas tiene un electrodo en la mano, la cual reposa sobre su zona íntima.

Después del video pasan a las camillas de terapia. Por diez minutos les hacen acupuntura electrónica en los puntos más comunes donde se recoge el estrés y la ansiedad. Ahí ponen los electrodos, esos parches blancos que transmiten electricidad. No hay música, solo se escucha silencio. Ellas ya conocen de memoria el procedimiento: saludan, se sientan, cuentan cómo van con la ansiedad y se recuestan. Cierran los ojos y así se quedan hasta que la doctora les pide que se incorporen.

Una de las médicas en plena terapia.

Adriana Mejía es una de las doctoras que atiende a la comunidad trans, visita los centros del Idipron dos veces a la semana. Nació en Manizales y vive en Bogotá hace 26 años. Tiene cuatro posgrados y hace 27 años se dedica a la medicina alternativa.  Ella es usuaria de la medicina alternativa, por lo que cree firmemente en lo que hace: está convencida de que es la mejor alternativa para ayudar a que estas 140 personas aguanten mejor el golpe de la abstinencia. 

Ha tenido cargos importantes en multinacionales, de esos que tienen proyecciones soñadas, pero renunció a todo por esta nueva vida: nada se compara con lo que siente estando en El Oasis.  

En la oreja de ella reposan unas bolitas de metal ajustadas con un trozo de esparadrapo. Es auriculoterapia y se hizo famosa por el éxito a la hora de controlar la ansiedad. Fuera de El Oasis las personas acuden a la auriculoterapia para adelgazar, para fumar menos, para no comer tanta comida chatarra. Dentro del centro distrital se usa para quitar náuseas, taquicardia, temblores y todos los síntomas que genera la abstinencia. 

Elí llegó voluntariamente al Oasis. Ha estado varias veces en la calle por la dependencia a las drogas. “Pero yo creo en mí, ¿sabes? Yo quiero que el mundo sepa quién soy yo. Pero sé que para eso, tengo que dejar la droga. Vamos a ver si esta vez lo logro”, dice.

Cuadro de alimentos pegado en la pared de la cocina.

La cuadratura del círculo

La cuarta pata de la mesa que sostiene a El Oasis es la alimentación. Tatiana Niño, la nutricionista del centro, se encarga de planear día a día los tres golpes, las tres comidas del día. Con tabla y lista en mano, Tatiana compara el menú de la semana anterior para diseñar uno distinto y variado. Planea platos equilibrados con especial énfasis en ciertos elementos que han comprobado, ellos en la práctica, ayudan mucho a controlar la ansiedad: maní, frutos secos, banano y chocolatinas son los principales. Pero hay que medirlos, moderarlos, porque un subidón de azúcar puede desestabilizar todo el proceso. Es un trabajo muy riguroso, casi quirúrgico.

Una señora de la cocina tapa una olla gigantesca donde cada día hacen la comida para todos.

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