(16/03/2021)

El día de su cumpleaños número 60, Hernando Arango llevaba cuatro días esperando que le hicieran la prueba de COVID-19 en una pensión en San Victorino, en el centro de Bogotá. Colsanitas, la EPS a la que estaba afiliado, no había respondido a su solicitud. Por esto y obligado por los síntomas, no tuvo otra opción que pedir que le compraran una prueba privada.  Esto fue el 27 de diciembre de 2020.

Sus pulmones emitieron crujidos al momento de recibir el resultado: positivo. Con la voz ahogada llamó a una de mis tías, la única que vivía también en Bogotá, y le contó: “Tengo Covid.” Ella avisó a los otros ocho hermanos.

Cinco días después Claudia, mi mamá, recibió una ráfaga de notificaciones de WhatsApp. Eran sus hermanos contando y reaccionando a la noticia: Hernando había muerto. 

¿Cómo entender que ese hermanito, con el que apostaba en el patio del colegio jugando a las canicas o con el que se escapa por los tejados de las casas viejas en Quindío, ya no existía?

El salto. Tres gritos cortos estando de rodillas. La histeria. El dolor en su estado más primario. “Hijueputa, se murió Hernando. Se murió. De verdad se murió,” decía para sus adentros, murmurando entre las manos que cubrían su boca y nariz mientras se balanceaba de adelante hacia atrás. 

Luego la resignación. El silencio.

Y después el vacío en el estómago. ¿Cómo entender que ese hermanito, con el que apostaba en el patio del colegio jugando  a las canicas o con el que se escapa por los tejados de las casas viejas en Calarcá, Quindío, ya no existía?

En las montañas de Samaná, Caldas, mi mamá recibió la noticia de la muerte de su hermano. En el momento exacto la acompañaron su esposo, sus dos hijos y la familia política.

***

Mi mamá viendo en redes sociales el funeral del ministro de Defensa Carlos Holmes Trujillo.

Los restos de mi tío Hernando llevaban 26 días en algún salón, o bodega, o quién sabe dónde, en Bogotá. Dio la casualidad que por esos días, el 26 de enero, murió el ministro de Defensa Carlos Holmes Trujillo, también a causa del COVID-19. Al día siguiente todos los canales de televisión y las redes sociales del gobierno colombiano transmitieron en vivo el sepelio del funcionario. Mi mamá, acostada en una silla reclinable, veía los resúmenes en redes sociales. No pudo evitar sentir la desigualdad por lo sucedido con mi tío, porque llevábamos 24 días sin poder recibir las cenizas. Ella dijo: “¡Va la madre! llenan una iglesia mientras nosotros llevamos casi un mes sin poder recibir las cenizas de mi hermano. ¡Hijueputas!”.

La funeraria Capillas de la Fe, a cargo del servicio postmortem, no había enviado el paquete con las cenizas a nuestra familia porque no tenían cómo hacerlo llegar a Armenia. Al menos eso fue lo que dijeron a mi mamá y a mis tíos en repetidas ocasiones: “En Armenia no tenemos sedes. Pero si usted vive en Cali, allá sí podemos entregárselas.”

Claudia, mi mamá, juntó las manos en señal de plegaria durante todo el recorrido para recoger los restos de su hermano.

El 28 de enero mi tío cumplió veintiún días de haber sido cremado. Solo entonces mi mamá pudo ir a recogerlo en el centro de Cali. Ella y su familia tardaron en dar el cierre a esta fase de duelo 21 días con sus  noches.

La misa para despedir al tío Hernando fue aplazada tres veces, porque tres veces Capillas de la Fe modificó la fecha de entrega de la caja con cenizas. Quince días de aplazamientos varios. Una funeraria, cero cofres, cero misas.

El recorrido hasta la sede de la funeraria tomó 30 minutos. Tiempo en el que noté que nada en la ciudad había variado. Cali seguía estando impertérrita: su mismo caos, su mismo calor, su mismo sabor. Inmerso en esta sensación me pareció tan ajena, tan distante, tan indolente. Mi mamá tenía preparada con antelación su propia lista de reproducción de canciones para la despedida de mi tío y así lo acompañó. Mientras, mi papá acariciaba con ternura su pierna, fue su manera de consolarla. En el asiento de atrás, mi prima más pequeña, que había ido hasta Cali para no dejar sola a mi mamá. Cuánto ha crecido ella, pensé.  

El 28 de enero mi tío cumplió veintiún días de haber sido cremado. Solo entonces mi mamá pudo ir a recogerlo en el centro de Cali. Ella y su familia tardaron en dar el cierre a esta fase de duelo 21 días con sus noches.

Yo también iba en el asiento de atrás. ¿Estará bien retratar este dolor?, ¿es justo con ella?, ¿si no fuera mi mamá, me estaría preguntando si es ético invadir el momento del duelo? ¿Será sano enmascarar mi propio duelo con trabajo?, pero es mi tío. Seguí el trayecto ensimismado.

Suenan impresoras, contestadoras automáticas, pitidos, dedos tecleando guías de envío (supongo) y al fin me cae la verdad de golpe: mi tío. Miles como él… Quiero decir: más de 60.000 personas como mi tío murieron por COVID-19 en Colombia durante el primer año de la pandemia.

El cubículo de atención al cliente de la funeraria está lleno de estanterías con pequeños objetos para vender, souvenirs para el dolor, souvenirs del dolor. Mercancía del dolor.

Protocolo de desinfección a la urna funeraria.

Además del duelo, este es el tiempo del olor a alcohol, a gel antibacterial, a desinfectante. Los restos de Hernando, que murió de COVID-19, también tuvieron que ser desinfectados. Inevitable pensar: ¿Estaría contagiado quien nos los entregó en la funeraria? ¿O el que lo transportó? ¿Nosotros? Es la paranoia que nos trajo la pandemia. La que nos impulsa a vivir o por lo menos a no querer morir así ni por culpa de un virus. Nos echamos alcohol creyendo ser la respuesta, el escudo desinfectante ante la muerte. 

Mi mamá orando en el altar que le construyó a su hermano en la casa. Puso lo que ella creía lo ayudaría a descansar: fotos de sus padres, ambos muertos; una vela que, con sus recambios, duró cuatro días encendida; un velón con la imagen del Sagrado Corazón; y flores frescas.

Por fin mi mamá pudo estar frente al altar. Cerró los ojos y le habló a mi tío por última vez: “Yo sí estoy muy complacida de que esté acá. No tenía por qué pasar por Cali, pero creo que quería estar unos días acá, que nos despidieramos solos”. Entonces entendí la expresión ‘silencio sepulcral’. Ella solo quería despedirlo.

Mi mamá puso, en el altar que le hizo a su hermano, lo que ella creía lo ayudaría a descansar: fotos de sus padres, ambos muertos; una vela; un velón con la imagen del Sagrado Corazón; y flores frescas.

Abrió los ojos. En su celular puso la canción con la que ella nos pidió que lo recordáramos: 

Escucha hermano la canción de la alegría
El canto alegre del que espera un nuevo día
Ven canta, sueña cantando
Vive soñando el nuevo sol

El dolor iba y venía. Lo controlaba a veces, a veces la desbordaba. Pero siempre su tótem fue la urna. 

Si en tu camino solo existe la tristeza
Y el llanto amargo de la soledad completa
Ven canta, sueña cantando
Vive soñando el nuevo sol
En que los hombres volverán a ser hermanos
Si es que no encuentras la alegría en esta tierra

La incertidumbre por estos días es no estar cien por ciento seguro de que son las cenizas del muerto de uno, pero ¿Hay diferencias entre cuerpos cuando quedan solo las cenizas? Al final importó poco. El poder de esa caja, la seguridad que emanó, fue la liberación absoluta. 

Que mi tío murió de una enfermedad es un hecho. Pero viendo lo que sufrió mi mamá por no poder abrazar sus cenizas durante 670 horas, me hizo pensar en las más de 120.000 familias que, según la Cruz Roja, tienen un familiar desaparecido. Son 120.000 madres, padres, hermanas, sobrinos, que llevan años padeciendo este dolor ante la incertidumbre absoluta, pensando si sigue vivo, si lo mataron, si sufrió. Son familias que quedan mutiladas emocionalmente.

Claudia Arango dando una clase de francés horas después de haber puesto la urna de madera en el altar en honor a su hermano.

Las lágrimas siempre sacan, gota a gota, el dolor. Tras la catarsis pura, su rostro pareció rejuvenecer quince años. Esas lágrimas también destilaron la amargura que pesa, pesaba. Unas pocas horas después de haber puesto las cenizas de Hernando, mi tío, en el altar improvisado, al fin mi mamá podía reírse y dar clases de francés. 

La urna espantó al yugo. 

El altar duró iluminado permanentemente una semana. “Que la luz te guíe.”

Lejos de lo esperado, cuando los restos de mi tío ya estaban en casa, esa noche fue la más pacífica del año. Él en descanso eterno y nosotros en uno necesario.

Mi mamá en conversaciones con la funeraria Capillas de Fe intentando que les pudieran agendar y confirmar una misa para despedir a su hermano.

Al día siguiente de haber reclamado la urna llegó otro atropello: la misa. Claudia, mi mamá, tuvo que volver a hablar con un representante de la funeraria. “El muchacho fue siempre muy amable, muy querido y respetuoso, pero igual siempre tuvo una excusa para decir que no se podía hacer nada: la misa no se puede hacer porque la funeraria no tiene sede en Armenia y toca organizarla en parroquias de curas aliados de Capillas… «El despelote más tremendo”, dijo mi mamá, cansada e indignada.

Finalmente, el 8 de febrero se pudo hacer la misa, el ritual religioso de despedida. Pasaron 38 días después de su muerte y 30 después de la cremación. Un par de hermanos de mi mamá pudieron asistir presencialmente, pero a la mayoría de la familia le tocó verla por internet. Es la muerte en tiempos de COVID-19.

A mis tíos les tocó pagar con recursos propios la ceremonia para despedirlo. “Pueden guardar los recibos y nosotros les reembolsamos esos costos”, dijeron desde la funeraria. ¿Y ahora teníamos que vivir el viacrucis de un reembolso por la misa como otro evento burocrático? 

Gracias, pero deje así.

Créditos

Texto y fotografías
Juan José Jaramillo
Edición
Iván Serrano
Ingrid Ramírez Fuquen

Edición legal
Camilo Vallejo Giraldo
Webmaster
Valentina Hoyos González

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