Fragmento del primer capítulo de "La artillería de la libertad", el nuevo libro del periodista Gonzalo Guillén
(09/10/2023)
«Un mundo obsoleto» es el capítulo con el que el reconocido periodista abre su más reciente obra sobre los laberintos del periodismo de investigación en América Latina. Desentraña secretos de la corrupción y del poder, al revelar la valentía de aquellos periodistas que resultan la última línea de defensa de la democracia. Compartimos este fragmento.
Una mañana me correspondió el caso de un hombre con agallas y buen ojo para pescar negocios provechosos. Cargaba en un portafolio de cuero rancio y sin manijas los documentos notariales necesarios para demostrar que una pareja de embaucadores fugitivos le acababa de vender la Plaza de Bolívar de Bogotá. El notario, al que fui a buscar para dilucidar el embrollo, se limitó a explicarme que su trabajo de rigor no era más que dar fe de que dos ciudadanos, debidamente identificados y libres de cualquier apremio, comparecieron voluntariamente ante él para dejar constancia de un negocio hecho en los términos que ellos mismos convinieron sobre papel sellado y de común acuerdo.
Se hablaba con diversión del antiguo caso extraordinario de un hombre acusado de violar al pavo de un vecino hasta causarle la muerte y se habría defendido ante el comisario alegando que, sin cortejarlo, el animal fue hasta él por su propia iniciativa para picotearle los pies mientras leía una revista, «y uno tampoco es de hierro, doctor».
El buen cronista Gabrielito Cabrera, que tenía algo de Chesterton en sus narraciones urbanas y en su vida, rememoraba en las tertulias el alegato que pronunció, en su pueblo, Tenjo, una paisana exaltada y valiente a quien un hombre quiso acceder por la fuerza: «Se sacó la verga», manifestó ella iracunda, con el agresor al lado, sujetado por dos policías. El juez la amonestó enseguida: «¡Señora, respetemos este recinto de la justicia, refiérase con una metáfora!». Entonces ella, obediente, comenzó de nuevo: «Bueno, su señoría; este señor, que ahora tengo a mi lado y a quien no conozco, se sacó la metáfora y se me vino encima».
Me cayó en las manos el tema de un hombre recién apresado y bondadoso en el trato al que, con algo de ternura, llamaban «Notario». Recorría los juzgados civiles llevando su maleta de correas y su gabardina atiborrados de sellos falsificados de las notarías de Bogotá; con ellos sacaba de apuros a los litigantes espabilados. También elaboraba a precios asequibles certificados bancarios de primera calidad, así como diplomas universitarios admirables, licencias de conducción, boletas de libertad intachables para sacar reclusos de las prisiones pacíficamente, dólares de excelencia, excusas médicas por enfermedad y cartas impecables de paz y salvo con el tesoro público.
Una mañana destemplada me hallaba de visita en Ibagué y en mi camino de prisa a la oficina subsidiaria del diario fui interrumpido por dos hombres melindrosos que me rastreaban. Me invitaron con balbuceos a conversar en la trastienda de una cantina mientras las camareras desinfectaban el piso con creolina pestilente y tres clientes todavía dormían la borrachera del último amanecer, recostados sobre las mesas.
—Permítanos dos palabritas, caballero —balbuceó uno de ellos.
Ambos eran funcionarios de la Lotería del Tolima. Habían intentado en vano entregarle al corresponsal del diario pruebas de los elementos diversos sobre cómo el gerente y sus lacayos se ganaban los premios con alguna frecuencia, pero él no les recibía la información ni la publicaba porque —aseguraban— le llegaba discretamente una porción del botín en pago por hacerles el favor de esconderle la información al público.
Mi primera misión de envergadura fue como enviado especial a los arenales inmensurables, que arden a fuego lento, de la Alta Guajira. 1975. Comenzaba a florecer el comercio de la marihuana de la Sierra Nevada de Santa Marta. La mejor maracachafa del mundo: Colombian Gold. La producción viajaba profusamente a Estados Unidos acomodada en viejos aviones piratas de hélice, muchos de ellos capitaneados por excombatientes desaforados de la guerra de Vietnam. Tocaban tierra sobre el desierto colosal, donde eran cargados en algunos casos por tropas del Ejército Nacional, y partían por las rutas aéreas del Caribe hacia el estado de La Florida. Cuando se confirmaba la llegada satisfactoria de un cargamento a su destino, celebraban con ráfagas de fusiles disparadas al cielo en despoblado. Así le informaban la victoria a la comarca adyacente.
—¡Coronaron! —aclamaban quienes oían los estallidos.
Fue un servicio de comunicación sonoro como el de las campanas de las iglesias de los pueblos cuando doblaban para marcar las horas y darles a los vecinos la posibilidad de ajustar sus relojes.
Los mayores acarreos de marimba partían en vuelos que aprovechaban un enorme tramo ampliado a lo ancho de una carretera fronteriza, recta, sin ángulos ni curvas, que debe servir de pista para los aviones supersónicos de la Fuerza Aérea Colombiana cuando necesiten entrar en guerra contra la vecina Venezuela.
Las exportaciones de yerba también partían en barcos pesqueros y mercantes de poca monta. Soltaban amarras esencialmente en la ensenada natural de El Pájaro, donde después sería construido Puerto Bolívar para exportar a escala industrial el carbón extraído de las nefastas y exterminadoras minas guajiras a cielo abierto de El Cerrejón, que han fecundado más depredación y decadencia que la marihuana.
En Ceporra o Cabo de la Vela pasé una noche. Me alojé en el hotel El Caracol, de cuatro habitaciones y único parador del lugar. Le pertenecía a un indígena wayúu de gafas negras de ciego y taparrabo con orlas de lana. Lo atendía con ojo avizor, ayudado por sus tres esposas. Ninguna hablaba español, permanecían acurrucadas, guarnecidas con mantas tradicionales de gasas finas, coloridas y traslúcidas. Todas fumaban cigarrillos de tabaco negro con la candela entre la boca cerrada, sacaban el humo por la nariz y había que observarlas con cuidado para verificar si también lo expulsaban por los oídos. Pasada la medianoche se desató uno de los primeros combates de fusiles a los que he asistido. Me guarecí debajo de la cama hasta el amanecer, cuando reventaron los últimos disparos y sobrevino un estado de quietud y silencio. Luego oí llantos y exclamaciones de asombro. Salí con mi libreta de apuntes y mi lápiz para recoger la noticia. Había una ametralladora y cuatro muertos sobre la arena a los que olfateaban dos perros hambrientos y huidizos. Eran los cadáveres de agentes de la policía política DAS que habían asaltado una procesión funeraria indígena para robarles a las mujeres las alhajas que exhiben en las ceremonias mortuorias. Un grupo de hombres ofendidos fue a buscar los fusiles que solían usar en sus guerras tribales y les siguieron el rastro a los detectives hasta darles alcance en el Cabo de la Vela, cuando buscaban refugio.
Al mediodía viajé hasta Maicao en un camión marimbero que partió hacia la sierra a recoger un cargamento de marihuana de exportación. Transmití la noticia de los muertos a Bogotá por teléfono y no encontré al corresponsal freelance del diario destacado en el lugar porque había caído preso en la frontera. Era un mulato resabiado, con estatura de basquetbolista, que redondeaba su pequeño e incierto salario de periodista robando carros usados en la vecina Venezuela para venderlos en Colombia.
Sucedió en otros lugares. En Cúcuta tampoco encontré, tiempo después, al corresponsal de entonces: un bailarín obeso que dejaba la credencial de periodista empeñada en las casas de lenocinio como prenda de garantía de que iría a pagar las cuentas en el momento menos pensado. Necesitaba que él me prestara el aparato de télex de la oficina de El Tiempo para transmitir la primera noticia sobre una masacre de 400 colombianos en Venezuela* que luego se convirtió en mi primer libro, Los que nunca volvieron. En el diario local, La Opinión, me pusieron al corriente: el corresponsal trabajaba poco porque dedicaba la mayor parte de su tiempo a viajar por los pueblos vecinos para extorsionar a comerciantes en asocio con un cuñado suyo que tenía el cargo de agente provincial de rentas y aduanas y le prestaba uno de sus uniformes y de sus kepis marrón de «chirrinchero», como eran llamados esos agentes de la ley debido a que, principalmente, confiscaban botellas de aguardiente «chirrinche», bebida artesanal embriagante y barata, de alto octanaje, derivada del guarapo, que no paga impuestos y es traficada sin licencia de sanidad. No obstante, pasado el tiempo, con ayuda del mismo cuñado, aquel reportero elemental y disoluto desenterró una fosa común clandestina. Sabía que oficiales de la Fuerza Aérea sepultaron en ella a un grupo de hombres a los que asesinaron durante un ajuste de cuentas patituertas. Fue la última noticia que firmó como corresponsal y, en vez del premio nacional de periodismo, recibió las amenazas de muerte que consideró suficientes como para perderse en el exilio y el olvido. Alguna vez corrió el rumor de que había muerto en un pueblo andino del Ecuador, donde comerciaba chucherías empujando por las calles un tenderete rodante.
Otra demostración de la miseria de mi oficio la encontré en Popayán: nuestro periodista se había pasado a vivir en el pequeño cuarto que servía de oficina de la corresponsalía para disminuir sus precarios gastos personales. Luego, desapareció. Fue necesario derribar el portón y únicamente encontramos un colchón de morra enrollado, un reverbero de alcohol desfondado y un talego con sobras de café. No estaban el escritorio, la máquina de escribir, la lámpara, las dos sillas de oficina ni el télex; los había vendido para financiar su escapatoria.
—Lo vi hacer el negocio —me avisó un vecino que llegó a curiosear la inspección al aposento.
En el puerto fluvial de Barrancabermeja, médula espinal de la agitada industria petrolera del país, el corresponsal era Raúl Chacón, gran persona y reportero consagrado en carne y hueso. Conocía más del bajo mundo y la corrupción local que la inteligencia militar y los jueces honrados. Al mediodía divulgaba un radioperiódico con noticias vibrantes que redactaba en hojas de desecho y a una velocidad heroica. En las noches recaudaba propinas tocando el
violín en un asadero de pollos, vestido de mariachi. Con los años, Raúl abandonó las penurias del periodismo y fundó en Bogotá un grupo de música popular mexicana (Mariachi Huasteco) que le daba dividendos para comer y beber a gusto. Se ubicaba entre los resplandores y las sombras nocturnas de la Avenida Caracas con Calle 60, a la espera de clientes apesadumbrados o prendados de amor, y bebi- dos, que lo llevaran a dar serenatas rancheras. Cubiertos con sus sombreros de charros de alas colosales, de forma semejante a las antenas parabólicas, Raúl rompía los sueños con su música, como un carro-bomba melodioso, con sus dos violines, un guitarrista, dos trompetas y un guitarrón, en casa de las bienamadas de sus clientes, cuando ellas dormían.
En Santa Cruz de Mompós, ciudad valerosa, varada en el siglo XVII al borde del río Magdalena, el corresponsal era Alejandro Mieles Trespalacios. Durante todo el año trabajaba a ojo cerrado en la única crónica potencialmente posible: la procesión de Semana Santa. No había en ese tiempo ningún otro acontecimiento por esas tierras hirvientes digno de mencionarse, con excepción de algún naufragio circunstancial en las vecindades fluviales. Tenía pasión verdadera por el oficio y tuve la desventurada idea de hacerlo trasladar a la vetusta ciudad de Popayán (museo y mortaja de abolengos, prosapias y blasones) para que se encargara del puesto de trabajo abandonado por el corresponsal fugitivo. Alejandro —dilecto amigo— aceptó sin saber que debería cubrir otra vez peregrinajes católicos, ensombrecidos con incienso, cofradías de flagelantes errabundos, misticismos y fe, por callejuelas españolas empedradas y pasar la vida en una monotonía atávica, anclada en nostalgias coloniales de las que venía hastiado desde Mompós. Se marchó pronto para volver a la costa norte, se instaló en Sincelejo y se enganchó a la radio comercial hasta su muerte, en 2016, cuando tenía 78 años.
Por esos tiempos me interné en el siempre olvidado Chocó, jardín de las delicias de la vida natural. Un vuelo comercial me llevó hasta Medellín y allí conseguí cupo en un antiguo bimotor de aluminio magullado que me condujo a Turbo, en la subregión de Urabá. Me acomodé en el estrecho espacio libre que dejó la sobrecarga de mercancías de contrabando subidas a bordo y llegamos sin poder escurrirle el bulto a un frente de borrascas y remolinos atmosféricos espesos que el piloto —pálido y mudo— desafió santiguándose, como última esperanza, cuando los pedales y las palancas de mando dejaron de responder adecuadamente.
Turbo está en el margen oriental del golfo de Urabá, en el mar Caribe, sobre el cual desemboca el impetuoso, vasto y profundo río Atrato, que navegué a contracorriente en una lancha de pasajeros, hasta Riosucio, pueblo pantanoso y acuático al que en ese tiempo todavía no habían llegado el servicio estatal de energía eléctrica ni el automóvil. Se encontraba —pensaba yo— en el mismo estado primitivo que tuvo cuando fue fundado, en el siglo XVI, por el colonizador español Vasco Núñez de Balboa.
Durante la semana siguiente anduve por las selvas aledañas y remonté los ríos vecinos Salaquí, Cacarica y Truandó, por cuyas aguas entonces ya bajaban flotando por cientos de miles, como cadáveres, árboles de los bosques de la región, derribados por traficantes de maderas. Nunca han dejado de depredar esos follajes nativos, sin igual en el mundo y hoy exiguos. Vi, a tiro de piedra, jaguares enormes bebiendo agua, vigilantes, en las orillas y caimanes de hasta seis metros de longitud durmiendo al sol, con las fauces abiertas, acomodados sobre árboles derribados que avanzaban con la corriente hacia los aserraderos mecanizados de Bocas de Matuntugo, en la desembocadura del Atrato, donde los convertían en tablones para negociarlos en el mercado negro. En un momento, en el Cacarica, apagamos el motor del bote durante un largo rato para complacernos con el paraíso circundante. Algunas águilas pescadoras planearon sobre nosotros sin recelos y una de ellas cayó como un proyectil, cazó una serpiente dorada que nadaba en zigzag a nuestro lado y, en un instante, remontó el vuelo forzando sus alas poderosas y llevando la presa atrapada con las garras corvas, fuertes y agudas.
Esta correría me recordó todo el tiempo El corazón de las tinieblas, donde Conrad escribió, en 1899: «Remontar aquel río era como volver a los inicios de la creación».