La situación se agrava con la aparición de nuevos asentamientos donde falta todo; además de las pugnas que se han desatado en territorio wayuu, del lado venezolano, por los peajes ilegales donde se mueve el contrabando ante la mirada de todos y sin control de nadie.
“Allá la situación cada día es más complicada. No había trabajo, ni comida”, cuenta Ricardo Ibarra, un wayuu de estatura media, fornido y con voz fuerte que salió hace más de 15 meses de Maracaibo, Venezuela, para radicarse en el Cabo de la Vela, Uribia.
“Venimos migrando de Venezuela, pero soy wayuu. Tenemos el cementerio aquí”, dice, tratando de explicar que puede parecer extranjero en esta tierra, pero al mismo tiempo pertenece al pueblo de su madre. Ella nació y se crió en el Cabo de la Vela, y al cumplir la mayoría de edad partió hacia Venezuela.
A pesar de eso confiesa haber sentido, al principio, cierto rechazo. “Cuando llegamos nos trataron un poco mal; que los maruchos (forma de referirse a los habitantes de Maracaibo). Pero una vez conocieron que nuestros antepasados están enterrados aquí (en el cementerio), se han ido aplacando, nos han ido respetando”.
Para subsistir, Ibarra, de 64 años, vende gasolina en botellas de plástico, refrescos y gaseosas en una pequeña e improvisada vivienda ubicada a pocos pasos de la calle principal de la zona turística del Cabo.
Por aquí los wayuu prefieren hablar del “retorno” de sus hermanos más que de migración. “Están volviendo de nuevo a lo que es su territorio ancestral porque vieron la necesidad, la miseria, y porque la plata en Venezuela ya no vale nada. Nuestro pueblo está desprotegido”, dice con voz firme Cayetano Ipuana, palabrero y sabedor wayuu del Cabo de la Vela.
Aunque los wayuu, la etnia más numerosa en Colombia y Venezuela, se consideran un solo pueblo que no admite fronteras, sus asentamientos se han regado por los dos países y hoy es evidente cómo se han visto obligados a dejarlos y cruzar al otro lado por cuenta de la crisis política y económica en la nación vecina. Son unos 270 mil wayuu en el lado colombiano, según cifras del DANE de 2005, y poco más de 415 mil, en el venezolano, de acuerdo con datos oficiales de 2011.
Los indígenas retornados —que en su mayoría vivían en el Estado Zulia, en Venezuela—, se instalaron en los municipios colombianos de Uribia, Maicao, Manaure y Riohacha. Viven en asentamientos que crearon y en las rancherías de sus hermanos establecidas a lo largo y ancho del desierto.
Según datos del Registro Administrativo de Migrantes Venezolanos, realizado por la Unidad Nacional de Gestión de Riesgo entre abril y junio de este año, a La Guajira llegaron 74.874 migrantes. En todo el país, quienes se reconocen como indígenas provenientes de Venezuela suman 20.579.
Sin embargo, la cifra es mayor. Muchos no se censaron por miedo o desconocimiento. Otros no han logrado realizar un proceso de registro e identificación, lo que dificulta el acceso a servicios de salud, educación y empleo.
“Algunos cuentan con la cédula venezolana, otros no tienen ningún documento. Algunos notarios que ejercen funciones y oficinas de registro se han negado a registrar a los niños que no cuentan con certificado de nacido vivo”, explicó la Defensoría del Pueblo vía correo electrónico ante una consulta de La Liga Contra el Silencio.
Los wayuu se han trasladado a Colombia mientras otros pueblos indígenas de Venezuela, como los warao, han cruzado a Brasil buscando alimentos, medicinas, asistencia humanitaria y protección. Otros grupos como los Barí y los Yukpa también han buscado fuera del país asistencia, pero se enfrentan a desafíos mayores porque no hablan más que su propia lengua, según ha registrado la ACNUR.
“Obligados a salir de Venezuela, los wayuu, warao, barí y yukpa, entre otros, tienen dificultades para acceder a los servicios básicos debido a la falta de documentación (…) Se enfrentan a desafíos de pérdida de identidad, incluyendo su idioma, y un dramático deterioro de sus estructuras organizacionales”, alertó hace unos meses Johanna Reina, asistente de protección de la oficina de ACNUR en Colombia.
Un sueño premonitorio
Un niño wayuu, pastor y prodigioso, fue vendido por su hermano a un rey arijuna (no indígena). Una noche el rey soñó con unas tierras: las de la parte norte eran áridas, de color marrón y con árboles muy secos, y las del sur eran muy verdes y fértiles. También vio diez vacas flacas en el lado desértico y diez vacas gordas en la tierra verde. El rey se preguntó: ‘¿qué significa ese sueño?’. Y buscó a sabedores para que lo descifraran, pero el único con la respuesta era el niño que había comprado. Éste le dijo: “Las personas que viven en el norte van a emigrar para el sur donde está la tierra fértil, en busca de trabajo, cosechas y donde puedan pastorear las ovejas y cabras, y criar las vacas”. Pero le advirtió que debían manejar muy bien la riqueza del sur.
Con estas palabras, dichas en wayuunaiki, el idioma de los wayuu, Cayetano Ipuana, de 70 años, les narra este sueño (lapü) a niñas y niños en el colegio del Cabo de la Vela de Uribia, con quienes se reúne cada mañana para compartir las tradiciones de esta etnia. El sueño evoca el territorio wayuu que comprende toda la península de La Guajira en Colombia, hasta el lago de Maracaibo, donde termina la Serranía del Perijá, en Venezuela. Coincidencialmente también podría describir los tiempos difíciles que viven.
El sueño también recuerda cómo una parte de sus ancestros atravesó el desierto que cubre la Alta y Media Guajira en Colombia hacia Perijá y Maracaibo (Marracaya en wayuunaiki) en busca de alimentos y trabajo. Ese tránsito se repitió en los setenta y ochenta para huir de la violencia que se desató tras el cultivo y exportación ilícita de marihuana, o la también llamada bonanza ‘marimbera’, y por el auge de los carteles de la droga. Hoy los wayuu, que se asientan en 15.300 kilómetros cuadrados en el lado colombiano, y en otros 12.000 en el Estado Zulia, en la parte venezolana, están haciendo el camino contrario.
El sueño de Cayetano se presenta con más frecuencia y para él significa la crisis de Venezuela que ha traído de regreso a sus hermanos wayuu. Según cálculos de la ONU, 2,3 millones de venezolanos viven en el extranjero como consecuencia de la crisis.
Su salida responde en gran medida a la falta de alimentos, carencia severa de medicinas básicas y equipos médicos, pero en La Guajira la situación es igual de precaria. De acuerdo con el Instituto Nacional de Salud, en esa región del extremo norte de Colombia, en el primer semestre de 2018 han atendido 500 casos de desnutrición de niños menores de cinco años. Según el DANE, en el 2017, la pobreza extrema en La Guajira fue 26,5 % frente a 25,3 % en el año 2016.
Manaris López, inspectora rural del corregimiento del Cabo de la Vela, ve con preocupación que, al aumentar la población, también se incrementan las necesidades. Una muestra de ello es el agua. Por ejemplo, cada ocho días el Cabo de la Vela era abastecido con dos carrotanques que ya no son suficientes para la alta demanda. En lo que va del año, 15 familias migrantes (60 personas) se han asentado solo en este sector.
La Defensoría del Pueblo advierte que la falta de atención de derechos como acceso al agua, la alimentación y la salud se han agudizado con el aumento de wayuus venezolanos. También recordó que los programas del Estado colombiano hacia esta comunidad indígena desde 2014 han sido insuficientes, como señala en un informe entregado a La Liga Contra el Silencio.
Ocupación de terrenos
Uribia es conocida como la capital indígena de Colombia. Se ubica en la parte norte de La Guajira, al oriente del mar Caribe. Es el municipio de mayor extensión territorial de los 15 que conforman este departamento. En sus 8.200 km2 viven cerca de 186.000 personas, el 90 % de éstas pertenece al pueblo wayuu. Hasta este municipio, donde la pobreza alcanza al 97,63 %, según cifras del DANE, han llegado 9.800 migrantes, de acuerdo con datos del censo oficial.
En las afueras de Uribia, hacia el sur, crece con celeridad la invasión Flor del Campo. En junio pasado, unas tres mil personas —entre indígenas wayuu y no indígenas procedentes de Venezuela— se asentaron en un terreno de propiedad del Ejército para construir pequeños ranchos hechos con yotojoro —madera que extraen del cactus—, plásticos, telas y zinc. Levantaron unos mil ranchos. Allí, mujeres, ancianos y niños se resguardan del sol y de las altísimas temperaturas de Uribia, pero también de los torrenciales aguaceros que a mediados de octubre inundaron a esta población.
“Era triste ver mujeres, niños y ancianos dormir tirados en el piso, todos amontonados en la plaza de mercado La Florida. Aguantando frío. Por eso nos organizamos y ahora estamos aquí”, dice Rosa Matilde López Barliza, del e’iruku (clan) Uriana, una de las líderes indígenas de Colombia.
Para ella, la ocupación de ese terreno no es una invasión, puesto que el municipio de Uribia es reconocido como propietario colectivo del gran resguardo indígena de la Alta y Media Guajira, que se extiende por el área rural.
“Somos los dueños ancestrales de este territorio que es inajenable, invendible e inembargable. Es propiedad colectiva de la comunidad wayuu, por eso estamos aquí y no vamos a permitir que nadie nos saque”, asegura Rosa, quien también decidió construir un rancho en ese asentamiento.
Las familias que llegaron de Venezuela tienen pocas cosas para subsistir. Dentro de los ranchos cuelgan chinchorros o kanas donde duermen; cuentan con poca ropa, ollas y vasijas. Pero escasean el agua y los alimentos. “Esos niños están desnutridos. Mírelos. Necesitamos ayuda, comida, agua”, dice con angustia María de los Ángeles Fernández, líder wayuu. Se refiere a tres niños, menores de cinco años de edad, que llegaron junto a su madre provenientes del municipio de Machiques de Perijá, distante tres horas de Maracaibo, en el Estado Zulia.
*Relato de una mujer indígena wayúu que cuenta la situación del retorno.
A esta invasión se suma Villa Fausta, creada hace tres años cuando la situación en Venezuela empezó a deteriorarse con rapidez.
En este municipio, al igual que en Maicao, el hambre se calma un poco con las ayudas de organismos como el Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas, las yanamas (actividades sociales) que realizan las comunidades y el ICBF (Instituto Colombiano de Bienestar Familiar), pero es insuficiente.
La Defensoría del Pueblo explica la grave situación humanitaria poniendo como ejemplo la distribución de la comida. “Un mercado del ICBF se entrega quincenal y se divide en un núcleo familiar wayuu incluidos los padres. Hoy, ese mismo mercado se distribuye entre un mayor número de personas en las rancherías, donde ha llegado la población de Venezuela”, dice la Defensoría en respuesta a La Liga Contra el Silencio.
David Rodríguez Viloria, autoridad tradicional del e’iruku (clan) Epiayú, quien en el último año ha recibido en su casa en Uribia entre 10 y 12 familias venezolanas al mes, recuerda mejores tiempos. “Todas las semanas nos mandaban encomienda —alimentos y mercancía— en unos buses que le decían ‘termotabla’ o chirrinchera. Ahora debemos retribuirles”, añade.
“No hay control, tampoco gobierno que medie”
A 10 kilómetros del municipio de Maicao se encuentra el caserío Paraguachón o Parüchon. Allí se ubica ‘la raya’: el paso fronterizo que divide a Colombia de Venezuela. En el caserío —construido en terrenos de los wayuu— hay restaurantes, algunas residencias, casas de cambio, puntos de control de la Policía, el Ejército y sobresalen las sedes de Migración Colombia y del Departamento de Impuestos y Aduanas Nacionales, DIAN.
A diez pasos de las vallas de la policía colombiana en cemento está la V de Venezuela, y al fondo (un kilómetro) se ubica la guardia del vecino país, junto a un gran letrero con las fotografías del presidente venezolano, Nicolás Maduro, y del fallecido exmandatario Hugo Chávez.
Todos los días hay un alto tránsito de personas con equipajes y mercados, aunque está restringido el paso de vehículos desde agosto de 2015, cuando Venezuela cerró el paso fronterizo. .
En ‘la raya’ el movimiento es tranquilo, pero la agitación es evidente en las llamadas trochas o rutas ilegales, por donde pasan personas y vehículos que llevan desde alimentos y medicinas, hasta mercancías y gasolina de contrabando. Se estima que a lo largo de los 249 kilómetros de frontera en La Guajira hay alrededor de 200 trochas.
“Todo el que transite por allí debe pagar en unos peajes que han instalado distintos clanes (wayuu) y venezolanos. Usan cabuyas y lazos para controlar el paso”, dice una de las líderes de Paraguachón que prefirió no mencionar su nombre. A los carros pequeños les cobran unos dos mil pesos, y a los grandes que llevan carga, desde diez mil pesos, dependiendo su tamaño y lo que lleven.
La personera de Maicao, Clara Rosa Larrada, dice que los peajes y los cobros aumentaron durante la migración masiva. “Indígenas y venezolanos comenzaron a utilizar esas trochas para que les generara un ingreso. Pero cuando se fue incrementando el paso de personas, ya entre ellos mismos se dieron las disputas por territorios porque eso atraviesa una serie de territorios donde están asentadas personas indígenas y venezolanos no indígenas”, explica.
La Defensoría del Pueblo también denuncia que el recaudo de dinero en los peajes informales “está generando una guerra entre bandas por el control territorial que ha ocasionado muertes en zona transnacional” (en Venezuela), muy cerca al corregimiento de Paraguachón.
“Los muertos han sido tanto indígenas como no indígenas de ambos países. En los últimos dos meses, tenemos información de que han fallecido diez personas. La mayoría de los casos se han dado en el sitio conocido como La Cortica, en la parte de Venezuela”, asegura Larrada.
Esos homicidios se suman a los de cinco personas, entre ellas una indígena, diez meses atrás. “La masacre se dio detrás de nuestra casa, en una zona que llamamos La Vaquera. Allí tenemos ganado”, comenta Ludis Beatriz Palmar, matrona indígena e hija del dueño de esas tierras, quien se muestra muy preocupada por lo que está sucediendo en sus predios.
“Vivir aquí se ha vuelto muy difícil”, comenta la mujer tras asegurar que ha denunciado a las autoridades lo que está sucediendo. “No hay control, tampoco hay gobierno propio que medie. Se ve la presencia de militares colombianos y de la guardia venezolana, pero no hacen nada”.
Mientras en Venezuela la situación no mejore, la realidad de los wayuu será más difícil. Esto lo tienen claro las autoridades regionales; como la Gobernación de La Guajira, que trata de gestionar recursos para fortalecer el turismo y desarrollar proyectos productivos que generen a corto plazo opciones de trabajo.
“Estamos golpeando puertas en todos lados para que lleguen ayudas. Ante el gobierno nacional, la empresa privada. Reconocemos que hay una crisis y debemos actuar”, explica Sandra Morales, del e’iruku (clan) Epiayú, y actual secretaria de Asuntos Indígenas de la Gobernación.
En medio de la desesperanza también hay voces que llaman al pueblo wayuu a la unión. Jóvenes indígenas, que viven de cerca la crisis, esperan que su proceso como pueblo se mantenga.
“Estamos viviendo un momento donde nos toca replantear cosas, volver a las tradiciones sin desconocer los cambios que trae este momento histórico para nuestra nación wayuu. Pero lo realmente importante es lograr la permanencia aquí en nuestro territorio; que no nos desplacen”, dice Mileidis Polanco, joven indígena del clan Ipuana, quien lidera procesos de comunicación en varios sectores de La Guajira.
Los wayuu se reconocen como un pueblo fuerte, e independiente, capaz de resistir en condiciones adversas. Sin embargo, aún esperan que las dos naciones donde habitan vuelvan su mirada hacia ellos.
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