(16/07/2020)
Agenda Propia visitó las comunidades de Ibgigundiwala (Caimán Nuevo) y Tierra del Ají (Capurganá) en la frontera entre Colombia y Panamá en busca de las mujeres Gunadules y de la historia de este territorio ancestral.
Por: Edilma Prada y Olowaili Green
Nan dummad daed | Su ser abuela
Con mucho cuidado, Nan dummad (abuela), Miguelina Álvarez Bonilla corta pequeños retazos de telas de colores que convierte en diminutas figuras: triángulos, cuadrados y círculos, y las va colocando sobre una tela negra. Luego, enhebra una aguja con un fino hilo rosado. Con sus suaves manos empieza a coser. El pensamiento y el espíritu de Nan dummad se unen para crear una mola, el tejido ancestral de las Dule Omegan, las mujeres del pueblo binacional Gunadule, presente en Colombia y Panamá.
Cada vez que Miguelina o Eiliggindili (su nombre en lengua Dulegaya que significa el nacimiento del hueso de la madre tierra) teje, narra una parte de su propia vida. En las molas, que se elaboran con telas que se sobreponen en capas, Miguelina diseña caminos, montañas, pájaros volando, las olas del mar, sus días, mitos, los laberintos de protección, y lo que ocurre en su resguardo Ibgigundiwala, Caimán Nuevo en el Golfo de Urabá, Antioquia, en donde nació hace 72 años.
La mola, ropa en Dulegaya, idioma materno del pueblo, es preservada por las Dule Omegan, por ello, Miguelina teje sus propias blusas. Su vestido tradicional lo complementa con el saburred (falda), que es una tela liviana que se consigue en Panamá. La mola también tiene un efecto protector para alejar las malas energías.
Mientras da puntadas uniformes con el hilo rosado, Miguelina habla de sus raíces, añoranzas y del territorio.
– “Ancestralmente no nos decían Omegan (mujeres), nos llamábamos Nangan que significa ser madres, ser mujeres”.
Dice la abuela, en su lengua materna.
– “Nuestros creadores nos bajaron de las estrellas a cuidar los ríos, las plantas, nuestras semillas”.
Las palabras de Nan dummad suenan como poesía, al tiempo que Olowaili Green, su nieta y comunicadora del equipo intercultural de Agenda Propia, traduce.
Miguelina es el centro de la familia Santacruz Álvarez. Ella vive con Manuel Santacruz Lemus, de 90 años, quien es su sui (esposo) desde hace 55 años. Tienen cinco hijos, 20 nietos y 16 bisnietos. Su hogar es numeroso, como lo son las familias de los Gunadules. En su cultura tratan de preservar las costumbres propias, por ello, se casan entre miembros de la misma etnia; en caso de no hacerlo, no reciben la tierra y la casa que usualmente heredan de sus padres.
La casa de Miguelina es amplia y está hecha en madera. El frente está pintado de color verde como el totumo biche. Alrededor hay un gran jardín colorido; sembradíos de cacao –el fruto sagrado de su pueblo–, yuca, maíz, palmeras de coco; frutales de naranja, guayaba, mango, guamas, chontaduro, y grandes extensiones de cultivos de plátano. También hay plantas medicinales como la hierbabuena y la albahaca. Su vivienda queda muy cerca del mar Caribe, a 20 minutos de Necoclí, Antioquia.
(Izquierda). Nan dummad prefiere cocinar en su fogón de leña las comidas tradicionales del pueblo, como lo es el plátano con pescado ahumado. (Derecha) La casa de Nan dummad siempre está rodeada de cacao (fruto sagrado del pueblo Gunadule) y del totumo (fruto que da utensilios básicos para la cocina). Fotos: Pablo Albarenga.
La cocina de Miguelina es muy tradicional. Allí usan fogón de leña y ollas grandes; totumos secos y palos de madera para cernir, colar y revolver los alimentos. En grandes canastos, elaborados por el abuelo Manuel con fibra de palma de iraca, guardan los utensilios. En el hogar de Miguelina nunca falta el café, que ella prepara a las seis de la mañana, hora en la que todos se levantan para ir a trabajar al campo. Tampoco falta el madun (bebida tradicional a base de plátano maduro y cacao) y el pescado con yuca y patacón.
– “Por nuestros creadores estamos acá en esta tierra, por ello, tenemos tierra fértil para sembrar y comida. Cada vez que me baño, pienso en nuestros creadores, siempre hay que agradecer y se siente bien pensar en ellos”.
Miguelina cierra la frase con una tierna sonrisa. Y sigue con el tejido de la mola.
Para Miguelina, el lugar preferido de su casa es el pasillo que se ubica en toda la entrada. Este se ilumina con la luz natural que traen los días soleados, característicos del Golfo de Urabá. Allí hay una mesa de madera, en donde ella pone las telas, las agujas y los pequeños retazos, y en dos sillas se acomoda para tejer: mientras en una se sienta, en la otra estira sus delgadas piernas. Luego, sobre su regazo, coloca las telas y algunos hilos. Desde allí, la abuela observa el jardín, saluda a quienes llegan a la vivienda y se inspira para crear historias que luego quedan en las molas. Miguelina teje de lunes a domingo, casi seis horas al día.
En su casa, lo único que la incomoda es el ruido de los carros, que pasan día y noche a apenas dos metros de distancia. Ese ruido la lleva a conversar sobre los cambios que ha tenido el territorio. Cierra sus ojos y recuerda su infancia.
E nega | Su casa, su territorio
Miguelina nació en Caimán Alto, a seis horas a caballo de donde vive actualmente. Hace 72 años, esa parte del resguardo era selva virgen conocida como el territorio del tucán, ave de plumaje negro y amarillo, de gran pico, que abundaba en la selva. También había venados, monos tití y osos perezosos, especies que hoy se encuentran en vía de extinción.
– “Se escuchaban loros, pájaros. Podíamos comer carne de monte. No comprábamos arroz, todo lo sembrábamos. Trabajábamos las mujeres en traer el arroz, en ir a mirar la caña, cortar plátano e ir a recoger leña al monte”.
La abuela también cuenta que en su comunidad tomaban chicha de maíz, cazaban y pescaban. Entonces, había sal natural y consumían bebidas a base de maíz y plátano.
– “Comíamos sal y no era la sal normal, como la de ahora, sino que era como un cuadro, los hombres iban a buscarla, iban a desenterrarla. Ahora, hay que comprar la sal y se acaba rápido, igual que el azúcar. Nosotros no tomábamos gaseosas sino nuestras bebidas tradicionales, inna y madum, todo es cocinado”.
La abuela Miguelina menciona que su etnia viene de la selva.
Los relatos y escritos narran cómo los Gunadules tiempo atrás, hace 500 años, vivían en la selva. El pueblo es originario del Darién, también conocido como el Tapón del Darién, territorio extenso bordeado por los mares Caribe y Pacífico. No era ni Colombia ni Panamá, era la tierra de varios pueblos indígenas: Wounaan, Emberas y Gunadules. Sus hombres y mujeres se dedicaban a la caza, a la pesca, a la recolección de frutos y al tejido. Pero desde la conquista de los españoles, los Gunadules se fueron enfermando, muriendo y desplazando. Parte de sus territorios pasó a manos de concesiones mineras y bananeras. También grupos armados ilegales, como guerrillas y paramilitares, usaron sus tierras como corredores del narcotráfico, lo que terminó desplazándolos y confinándolos. En 2009, la Corte Constitucional de Colombia, en el Auto 004 declaró que 34 pueblos indígenas, entre ellos, Gunadule, Wounaan, Emberas, están en riesgo de exterminio por desplazamiento o muerte natural o violenta de sus integrantes. En la actualidad, las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo advierten que los pueblos indígenas que habitan en el Litoral Pacífico y el Darién siguen en riesgo.
Hoy, las comunidades del pueblo Gunadule se encuentran asentadas en 360 islas y arrecifes en tres comarcas indígenas en Panamá (Guna Yala, Madungandí y Wargandi), en el territorio ancestral Dagargunyala (Darién) y en las nueve provincias que hay en el vecino país, donde habitan 80.000 personas (censo oficial 2010, datos suministrados por el Congreso General de la Cultura Guna, principal autoridad tradicional de los Gunadules). En Colombia, de acuerdo con el censo 2018 del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), el pueblo tiene 2.610 habitantes, quienes viven en dos resguardos: Maggilagundiwala, en Arquía, Chocó, e Ibgigundiwala, Caimán Nuevo, sobre la región del Golfo de Urabá en Antioquia. Este último se divide en tres comunidades: Caimán Bajo, Medio y Alto.
La abuela también comenta que antes no era problema pasar de un país a otro, pues es su territorio. Desde que hay puntos de control, las personas deben presentar su cédula o documento de identidad de cada país. Esto ocurre en Sapzurro, corregimiento colombiano del municipio de Acandí (departamento del Chocó), fronterizo con Panamá, y en Puerto Obaldía, corregimiento de la comarca indígena panameña de Guna Yala, ubicado en la frontera con Colombia.
“Ahora tenemos que tener papeles para pasar la frontera. Si no tienes papeles, no puedes pasar. Antes era así: solo era montarnos al bote e irnos. Salíamos a las 3 de la mañana y dormíamos en Sapzurro, y al otro día cogíamos rumbo para llegar a Gunayala. Antes no existía Puerto Obaldía, no había Wagas, no había personas que te exigieran los papeles”, comenta.
Emis | Su presente
Miguelina, al casarse con el abuelo Manuel Santacruz, quien fue cacique mayor de la comunidad, se trasladó a vivir a Caimán Bajo, un sector más cerca al mar. De la espesa selva pasó a habitar un territorio menos verde pero de tierras fértiles y bien conservadas. Con los años, los terrenos empezaron a cambiar. Los paisajes se convirtieron en pastizales y en extensas hectáreas de plátano.
La abuela detiene un momento el tejido para ir al jardín, desde donde muestra una zanja de dos metros de ancho. Cuenta que hace 20 años, por allí corría agua pura y era una quebrada en donde cogían camarones y cangrejos, y lavaban la ropa.
– “Antes solo me sentaba a mirar a los pájaros que cantaban alrededor de la casa, no se sentía ningún ruido. Si queríamos ir al río o a la quebrada a coger camarones, lo hacíamos, había abundancia de todo, y es triste ver que ya no tenemos qué comer; los ríos y las quebradas se me secaron”.
Dice Nan dummad, la abuela, con un tono de voz pausado. Añora.
Desde la zanja, cerca del jardín, corre una cálida brisa que mueve solo hojas secas.
– “Cuando era pequeña no había carros, pero cuando tuve mi primera hija hicieron la carretera que viene desde Medellín. Por ahí hace 62 años”.
Miguelina habla de la vía que atraviesa el resguardo Caimán Nuevo y que comunica a las ciudades de Medellín en Antioquia con Montería en Córdoba. Alrededor, solo hay cultivos de plátano y más adelante potreros con ganado.
En 1950 se empezaron a talar los bosques para sembrar pastos. Diez años después, inició la siembra del plátano como monocultivo. Esas décadas las recuerda con claridad el abuelo Manuel Santacruz Lemus con su memoria prodigiosa. Manuel ha visto cómo sus tradiciones ancestrales pasaron de sembrar yuca a vivir del plátano. “Nuestros ancestros nos habían advertido que esto iba a ocurrir. En 1900 empezó a darse lo del monocultivo. Nos decían que llegaría un momento en el que los wagas (gente no indígena) llegarían a nuestras tierras a quitarlas, a coger todas nuestras riquezas (…) y los wagas empezaron el monocultivo y a usar el dinero porque antes era por trueque, el intercambio para comer”.
Una de las economías en el Golfo de Urabá es la venta de plátano para exportación. Unas 29 familias Gunadules de Caimán Bajo son dueñas de las plataneras. Ellas mismas cultivan, deshojan, limpian y cuidan los plátanos que luego empacan en cajas para la venta. Grandes camiones llegan hasta el borde de la carretera recogiendo los mejores frutos, que luego son llevados a depósitos y, finalmente, exportados a mercados internacionales, entre ellos, Europa. Además de vender el plátano, los Gunadules también lo cultivan para su alimento y preparan las bebidas tradicionales; es el principal sustento de la economía familiar. “Tenemos pocas hectáreas por familia. Yo, por ejemplo, tengo seis de plátano para exportar y comer. Trabajamos con Banacol que lleva los plátanos a Europa. Ellos pagan por caja. Ahorita [a marzo de 2020] está a 35.000 pesos colombianos por caja, aunque el valor depende del dólar, como sube y baja”, explica Yarlín Izquierdo, Gunadule de la región. Yarlín además comenta que ellos, los indígenas, ofrecen empleos a campesinos de la zona y también aportan para las reuniones que tienen con sus autoridades tradicionales, y para los bulagwe arbae o trabajos comunitarios para mejorar las condiciones de la región.
En Caimán Bajo, donde vive la abuela Miguelina, la comunidad subsiste del plátano. No ocurre lo mismo con las comunidades de Caimán Medio y Alto, en donde cultivan yuca, arroz, zapote y aguacate.
El monocultivo ha afectado la tierra. Muy cerca del resguardo indígena se observan avionetas que esparcen pesticidas por los aires, sin ningún control. Algunos pobladores aseguran que las fumigaciones contaminan los terrenos, aguas y personas que se movilizan por esa carretera. El monocultivo también han traído cambios a la cultura. “Las empresas imponen las fechas para el corte del plátano y ya la obediencia de los cultivadores a lo ancestral va desapareciendo”, dice Abadio Green Stocel, sabedor y líder indígena Gunadule.
Para Abadio, preocupa que la parte comunitaria y tradicional empiece a desaparecer “porque las personas se están volviendo egoístas. Por ejemplo: ya se construyen las viviendas a su manera, antes se construían las viviendas a nivel comunitario porque se necesitaba del otro, pero ahora como ya tengo dinero, ya construyo a mi manera y va desapareciendo la construcción de casas no tradicionales”, agrega.
Nan dummad, la abuela, sabe que el pasar de los años ha traído cambios. Los paisajes, los cultivos, el clima y hasta su propio cuerpo han cambiado, pero lo que se mantiene es la mola, por eso se aferra a su tejido y lo conserva con el alma.
E soged | Su compartir
Luego de caminar cerca de la zanja y de recordar la quebrada, Nan dummad camina un poco y busca algunos frutos que han caído al suelo, como el mango. Luego, vuelve a la casa y va a la cocina a preparar la cena (cangrejo con caldo de coco y plátano cocido), la cual compartirá con Teodonilda, la menor de sus hijas mujeres; Manuel, el abuelo, y su bisnieto Camibe, quienes viven con ella. En las noches, Miguelina ve televisión junto al abuelo y su familia. Además, entre todos conversan de las necesidades del resguardo (como la falta de agua potable y la débil justicia propia), de los jóvenes que ya no quieren seguir las tradiciones, y de las reuniones con los saglas (caciques) en el onmaggednega, la casa donde se teje la palabra en comunidad.
Miguelina aún sigue conservando la costumbre de dormir en hamaca y ubica su cabeza del lado oriente, donde nace el sol. Así, se garantiza tener un buen día.
Como casi todos los días, cuando se asoma el sol radiante entre palmeras y plataneras, ya Miguelina ha preparado el café. A las 8 de la mañana, ella vuelve al tejido, a seguir con la mola. Esta vez, agarra un hilo violeta con el que borda unos cisnes que ubica a ambos lados de los laberintos de la protección, delgados caminos que asemejan el recorrido de la vida. Nan dummad regresa al mismo lugar de la casa, al pasillo que se ubica en toda la entrada de su casa. Hay mañanas que la acompaña su hija Teodonilda, quien también teje. A veces llegan sus bisnietos. Y desde la baranda de madera, siempre, todos los días, le habla, le saluda y le mira con ternura, el abuelo Manuel.
Miguelina le ha enseñado el tejido a sus hijas y a sus nietas. Este es un oficio que se les transmite a las niñas desde muy pequeñas y que conservan toda la vida, como la lengua. Los Gunadules además tienen fortalecida la cultura con los cantos que entonan los saglas (caciques) en medio de ceremonias. También aprenden y se aferran a la siembra del cacao y del plátano, y en su cultura creen que el que más siembra tendrá mucha abundancia en el reino de los dioses, es decir, después de la muerte.
Muu | Su abuela ancestral
Nan dummad deja de tejer para regar semillas; rociar las flores y plantas medicinales; preparar los alimentos; visitar a su familia, y encontrarse con su abuela ancestral, Muu, la mar en donde deja sus pensamientos.
Miguelina dice que es tradición que las mujeres de su resguardo bajen al mar. En las playas recogen leña y mientras caminan junto a sus hijos y nietos les transmiten el saber del cuidado de la tierra y de “la mar”. También comparten momentos en familia cuando se bañan y pescan. Además, desde las aguas de “la mar” los Gunadules se sienten conectados con sus hermanos que viven en las islas de Panamá.
Mientras ve cómo se oculta el sol en medio de la inmensidad de las aguas azuladas de “la mar”, Nan dummad le pide a sus dioses, a sus creadores, que la guíen, que guarden a sus Gunadules y que le permita más días de vida para seguir contando historias en sus molas.
Por: Olowaili Green
Mi pueblo, mi nación es Gunadule. Es un pueblo que se conoce por sus tejidos como la mola (vestido tradicional), el wini (pulseras elaboradas en chaquiras que se usan en pies y manos), y por sus cantos terapéuticos. Nos encontramos en dos territorios separados por una frontera impuesta, Colombia y Panamá. La comunidad de donde pertenezco es Ibgigundiwala, conocida como Caimán Nuevo. Se ubica al noroccidente de Colombia, departamento de Antioquia, municipio de Necoclí, en todo el Golfo de Urabá.
Mientras recorro Ibgigundiwala siento la brisa que llega del mar, que en nuestra cosmovisión conocemos como la abuela, y la humedad nos recuerda que somos hijos de la selva y que labramos la tierra. En ese caminar me encuentro con las Dule Omegan (mujeres Dule), y al verlas comprendo más la importancia de seguir conservando nuestra identidad y nuestra memoria.
Somos sabias y fuertes. Nuestros cabellos son largos y lisos, de ojos negros como la jagua (fruto), y de baja estatura. Las Dule Omegan somos las conocedoras de las molas, nuestro tejido ancestral. Esta es una técnica llamada superposición de capas de telas cosidas entre sí, con la que narramos con hilos, agujas y retazos el universo Gunadule, que se encuentra dividido en diferentes niveles guardados en los “Galus”, lugares sagrados que existen en la tierra.
Los abuelos nos cuentan que a la tierra bajaron hombres “Neles”, líderes espirituales, que intentaron llegar a estos lugares sagrados, pero solo una mujer pudo ingresar y viajar por medio de los sueños a las otras superficies de la tierra y adquirir la sabiduría de la mola. Por esto, el papel de las Dule Omegan es vital y valioso para el pueblo, porque es la protección de la cultura y la sociedad. Por eso decimos que nosotras, las mujeres, siempre nos vestimos como nuestra madre: la madre tierra.
Cinco Dule Omegan que viven en Ibgigundiwala me contaron su sentir de pertenecer a un pueblo sin fronteras, de las molas y del territorio.
Por: Olowaili Green y Edilma Prada
Muu Magaddibala | Alta mar
Las aguas de color verde esmeralda que se mezclan con el azul claro infinito del mar Caribe parecieran trazar el camino que el pueblo Gunadule ha transitado a lo largo de su historia desde las profundas selvas del Darién hacia las islas que bordean Panamá. Con esa reflexión, Olowaili Green y Edilma Prada (comunicadoras del equipo intercultural de Agenda Propia) iniciamos el recorrido al territorio ancestral Capurganá o Tierra del Ají, ubicado entre Colombia y Panamá, al encuentro de las Dule Omegan, mujeres Dule.
A inicios de marzo de 2020, en una cálida mañana de unos 19 grados centígrados, salimos de la comunidad de Ibgigundiwala, Caimán Nuevo (Necoclí, Antioquia) hacia el puerto de Necoclí, ubicado a unos pasos de una calle comercial y zona de restaurantes del pueblo. Una vez allí, nos embarcamos en un yate público junto con unos 50 pasajeros, la mayoría extranjeros y algunos colombianos. Nuestro destino era Capurganá en el vecino departamento del Chocó, corregimiento turístico del municipio de Acandí, ubicado sobre el Golfo de Urabá.
Mientras avanzaba el recorrido y nos mojaba el agua salada de las grandes olas que se estrellaban contra la embarcación, Olowaili aprovechó para explicar que para su pueblo Gunadule “la mar” es “la abuela”.
– “Muu significa ancestralmente abuela, la sabedora, la que conoce todo, la que guarda los secretos de la humanidad, la que ve nacer el sol y permite que detrás de ella se oculte. Desde la mar también se ven las estrellas y la luna. De la luna queda el reflejo sobre las aguas que ilumina y guía a los navegantes de la noche”.
Bellas palabras de Olo (como le decimos cariñosamente quienes la conocemos), que muestran la conexión profunda que tienen los Gunadules con lo sencillo, lo sabio y lo natural.
En Colombia hay 2.610 habitantes del pueblo Gunadule (censo 2018 del Departamento Administrativo Nacional de Estadística, DANE), y en Panamá, 80.000 (censo oficial 2010, datos suministrados por el Congreso General de la Cultura Guna, principal autoridad tradicional de los Gunadules). En Colombia se concentran en dos resguardos: Maggilagundiwala, en Arquía, Chocó, e Ibgigundiwala, Caimán Nuevo, sobre la región del Golfo de Urabá en Antioquia. En Panamá están asentados en las 360 islas y arrecifes en las tres comarcas Guna Yala, Madungandí y Wargandi del territorio ancestral Dagargunyala (Darién) y en las nueve provincias panameñas.
Quienes viven en Colombia siempre viajan a visitar a sus familiares en Panamá, y quienes viven en Panamá cruzan el Golfo de Urabá para hacer lo propio del otro lado de la frontera. Olowaili recuerda que de niña, hace 16 años, fue a la comarca Guna Yala con su familia, su padre, Abadio Green Stocel; su madre, Amelicia Santacruz, y su hermano mayor, Okin Green Santacruz.
– “Esa vez viajamos en bote, era una madrugada de diciembre. Vi el cambio de colores en el mar: primero era grisáceo, medio sucio, porque el río Atrato desemboca con toda su fuerza y trae ese color. Luego, pasamos al mar verde, color esmeralda y seguimos con el color azul oscuro, característico de alta mar. Yo no le temo a la mar, la respeto como respeto a mi abuela. En este viaje vimos una familia de delfines con sus crías, dos delfines pequeños grises que nos seguían en nuestro camino. En la medida que cambiaban los colores de la mar, era como si cambiaran cosas en nuestra cultura de este lado, pero eso no quiere decir que seamos otros, somos los mismos, con un poco de diferencias en el acento y algunas costumbres, pero somos un solo pueblo, como la mar lo es con sus diferencias de colores”.
Así explica Olo su pueblo nativo.
Mientras conversábamos, el yate fue dejando pasajeros en Triganá y Acandí, dos lugares turísticos del territorio chocoano que quedan en la ruta a nuestro destino. Luego de dos horas de recorrido, llegamos a Capurganá.
Capurganá | Tierra de Ají
La Tierra del Ají, en lengua Dulegaya, es un sitio mágico por sus paisajes y lugares naturales, como la cascada del cielo, la piscina de los dioses, el cabo tiburón, los senderos en selva virgen y las playas El Aguacate y Soledad. Algunos de los lugares favoritos de los visitantes son las ensenadas (accidentes geográficos costeros) de La Miel y Sapzurro, puntos fronterizos de Panamá y Colombia.
– “Los abuelos narran que estas tierras eran de nuestros antepasados. Aquí estuvieron hasta principios de 1880. Me cuenta mi padre Abadio, quien investiga sobre nuestra cultura, que en ese entonces ellos fueron desplazados por una epidemia de sarampión y tuvieron que migrar hacia las islas de San Blas, a la Comarca Kuna Yala, donde viven desde entonces”.
Como dato importante y que explica el nombre del lugar en el que nos encontramos, Olo cuenta que su pueblo consume el ají para la protección y la prevención de enfermedades.
Unas 1.900 personas habitan Capurganá, la mayoría es población afro natural de Colombia y hay unos pocos extranjeros que establecieron posadas turísticas en el territorio. Allí, se vive de la pesca, la hotelería, los restaurantes, el turismo y la construcción.
Los Gunadules viajan de las islas de Panamá a Capurganá en Colombia para hacer mercado. Allí les favorece no solo la cercanía sino también el cambio del peso colombiano frente al panameño y la concurrencia de turistas para vender las molas (ropa en Dulegaya), su tejido ancestral. “Más que todo vienen las mujeres para vender artesanías, las molas. En temporada turística se ven bastante (los meses de enero, marzo o abril por Semana Santa, junio y diciembre). Ellas viven en las islas de San Blas, algunas son islas pequeñas y no todas están pobladas. Los indígenas tienen sus leyes y para entrar a las islas hay que pagar. La relación de acá con ellos es buena”, nos comenta Levis Caraballo, mujer de piel morena, robusta y alta, al tiempo que nos ofrece una limonada de coco.
Capurganá es un poblado pintoresco y rústico. En la calle principal, destino obligado de turistas, se consigue todo tipo de productos artesanales. Allí se encuentran los tejidos de las molas, con sus llamativas figuras, texturas y colores, y las telas de saburred que usan las mujeres indígenas como faldas. Cinco cuadras más adelante está la cancha de fútbol en donde niños y jóvenes afrocolombianos juegan en las tardes. En casi todas las calles del pueblo hay restaurantes, hostales, hoteles, cafés y bares, y en la playa se concentran los turistas para disfrutar de la arena y del mar.
Una vez llegamos a la playa, nos detuvimos un momento para observar el movimiento de personas y embarcaciones en el muelle principal de Capurganá. El atracadero es muy activo, constantemente llegan lanchas, pequeñas y grandes, con turistas, indígenas Gunadules, pescadores y migrantes. “Las personas que migran vienen desde lejos, muchas de Haití, Cuba, algunos países africanos y de la India. Por estas aguas se mueve de todo; también hay paso de contrabando y de drogas”, nos dice, en voz baja, uno de los pescadores. “Una vez en Capurganá, los migrantes hacen el paso a Panamá por Puerto Obaldía o por La Miel, es por las selvas del Darién, pura trocha, es algo más organizado, ya hay guías y hay un convenio para llevar a los migrantes. Hay gente que se encarga del tráfico, les hacen los papeles [a las personas], les ayudan a pasar; muchos han perdido la vida en estas selvas y este mar”, añade el pescador. El paso de migrantes es evidente. En Necoclí pudimos ver a unos 50 haitianos que habían sido detenidos por las autoridades colombianas; la emergencia del coronavirus incrementó los controles migratorios.
Mientras recorríamos por la playa en dirección a unas casetas de madera en donde las Dule Omegan venden las molas, reflexionamos sobre cómo Capurganá ha sido tierra de migrantes. En siglos pasados, los Gunadules caminaron y navegaron en búsqueda de armonía y ‘tierra firme’. En tiempos actuales, los extranjeros transitan por estas fronteras y territorios ancestrales a la espera de alcanzar Centroamérica para después llegar a México y así cruzar a Estados Unidos para cumplir “su sueño americano”.
Las Dule Omegan | Mujeres del pueblo Gunadule
A las Dule Omegan se les puede reconocer desde lejos por su vestimenta colorida. Sus blusas son floreadas en la parte superior y tienen tejidos de las molas cubriendo el abdomen y parte de la espalda. Las faldas o saburred, que llegan hasta la rodilla, son elaboradas con telas livianas. El dunnuedi (tela roja) cubre sus cabezas y el wini (pulsera elaborada con centenares de chaquiras diminutas amarillas, rojas, zapotes, negras, azules y verdes) adorna sus pies y manos.
Las mujeres Dule son sonrientes, tímidas y tranquilas.
Miladys González Arteaga nos saluda en español y en su lengua dulegaya (“Degidde an ai”). La mujer, de 25 años, es de estatura mediana, cabello negro y corto, y sus ojos son café oscuro. Junto a ella se encuentran otras tres Dule Omegan. Con Olo se conocen desde niñas, de cuando iban a bañarse al mar en su comunidad. Miladys nos da la bienvenida y nos pregunta por qué estamos allá. Nuestra respuesta es: “En búsqueda de las mujeres Gunadules y de la historia del territorio ancestral”. Entonces, ella sonríe y abraza a Olo. No se veían hace siete años.
Ella vive en la comunidad de Anassuguna, una de las islas de Panamá y nos cuenta que el paso de frontera para los Gunadules es tranquilo porque no les piden documentos, aunque sí deben tener permiso de los saglas (caciques) para ingresar a las islas. Miladys dice que en el caso de los Gunadules provenientes de Colombia, ellos sí deben tener el pasaporte porque hay autoridades migratorias que los piden.
– “A nosotros no nos piden pasaporte en Puerto Obaldía (corregimiento de la comarca indígena Guna Yala), pero al llegar a la primera isla de Panamá nos piden el permiso del sagla, solo eso”.
Miladys dice que en Anassuguna viven en comunidad, son unidos y se colaboran entre todos. Este sentido comunitario lo explica con el ritual de Inna Dummadi, la fiesta de la libertad o la gran fiesta, que le hacen a las niñas cuando les llega su primera menstruación.
– “Cuando tienes una niña en pubertad, todas las mujeres de la comunidad llegan y ayudan a barrer, a prender el fuego y a preparar la bebida tradicional de maíz. De igual manera, los hombres. En nuestro territorio nos colaborarnos en todo”.
Según ella, los Gunadules de Panamá y de Colombia se quieren y se respetan.
– “Nosotros somos los mismos, hablamos y pensamos igual. Tenemos las mismas costumbres. Lo único que nos diferencia son las tierras, porque ancestralmente somos de selva, pero por cuestiones de la vida muchos migraron al mar… pero somos lo mismo”.
Aun así, Miladys reconoce que hay algunas diferencias con las Dule Omegan de Colombia. En Panamá, ellas siempre, todos los días, deben usar los winis y llevar el cabello muy corto. Sin embargo, cuando va a Caimán Nuevo, en Colombia, ella se ha dado cuenta de que no todas tienen los winis. “Acá en Panamá es obligatorio que las mujeres se los pongan y que se corten el pelo. Son normas tradicionales”.
Ahora, en lo que respecta al pueblo Gunadule, Miladys nos cuenta que en Panamá se vive del turismo y de la pesca artesanal. Los indígenas controlan la llegada de los visitantes –siempre abiertos a recibirlos y compartirles su cultura–, pescan en canoas –que ellos mismos elaboran–, y cuidan a los animales del mar –como las tortugas, los delfines y algunas especies en vía de extinción–. Unas de sus comunidades, incluso, generan electricidad con paneles solares.
En las islas también tienen necesidades: faltan servicios básicos, como el agua potable, y en varios sectores no hay energía eléctrica. Además, en algunas de ellas se presenta hacinamiento y el control de basuras o residuos sólidos es insuficiente. Los puestos de salud de la zona están en condiciones precarias y hay pocos botes para movilizarse en caso de una emergencia o cuando alguien se enferma. Adicional, los islotes también sufren por el calentamiento global, ya que el nivel del mar ha aumentado y hay más tormentas y huracanes, como lo informó, en julio de 2019, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).
Aun así, pese a todas estas necesidades, la vida en las islas es tranquila. Los Gunadules son una cultura autónoma que resiste y preserva su lengua propia (el Dulegaya), sus costumbres, su alimentación y, sobre todo, el tejido de la mola, este último en manos de las Dule Omegan y sus hijas.
– “Eye an ai deyobbi, wegin an yer iddo deginigwale an iesuli bia an gwarulesa, an nabba, an nanagan, an wisi nabir neise visitar sabied, an nabir naoe”.
En su lengua materna, Miladys dice que si bien se siente feliz en Anassuguna, sabe y entiende dónde está su origen, su tierra, y dónde están sus padres. Ella nunca olvidará de dónde viene: de la selva.
Las mujeres que acompañaban a Miladys cuando nos encontramos prefirieron no hablar. Son respetuosas de la palabra y de sus caciques, saben que para otorgar una entrevista deben tener permiso de sus autoridades tradicionales. Sin embargo, aprovecharon el encuentro para enseñarnos sus winis y molas, sus tejidos, su protección.
Luego de tres horas de conversación, las Dule Omegan y varios hombres indígenas se dispusieron a comprar el mercado. En seguida, lo empacaron y lo subieron al bote. Esta vez regresaban a su comunidad con alimentos suficientes para pasar el periodo de aislamiento debido a la pandemia por el coronavirus; iban preparados para la cuarentena. Miladys dijo que el encierro lo pasarían con cuidados y rituales de sanación con baños de plantas medicinales.
El viento soplaba fresco y el sol empezaba a bajar de lo alto para ocultarse en medio de la inmensidad de las aguas del mar Caribe. Miladys partió, no sin antes manifestar su gratitud por el interés que mostramos en sus costumbres y su comunidad.
Nuestro viaje terminó contemplando la caída del sol en “la mar”. De frente al atardecer, agradecimos que pudimos recibir de los propios brazos de la abuela mar (sus olas) su energía femenina y poderosa, que nos daría fuerzas y esperanza para continuar con nuestro camino.
Nos despedimos de Capurganá, territorio ancestral de los Gunadules, sin imaginarnos que sería nuestro último viaje antes de que se cerraran las fronteras por la emergencia global de la Covid-19.
Esta historia es la última que reporteó el equipo periodístico intercultural de Agenda Propia en territorios indígenas, apenas ocho días antes de que el gobierno colombiano ordenara el cierre de sus fronteras marítimas y terrestres.
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