(16/07/2020)

Agenda Propia visitó en Colombia las comunidades de Alakat, Majali, Paraguachón y Perra’a, y Ruanamana en Venezuela para encontrarse con mujeres de este pueblo y retratar sus historias y sentires respecto a la frontera entre ambos países y la forma en que mantienen intacto su ser Wayuu.

Por: Edilma Prada y Luzbeidy Monterrosa

Saa’ainru’u | Su sentir

El caminar de Paola Vanessa González se mueve entre dos rancherías: una es Ruanamana, del lado venezolano, distante a tan solo 20 minutos del hito que le separa de Colombia, y la otra es Perra’a, ubicada en el corregimiento de Paraguachón en Maicao, a 10 minutos a pie de ‘la raya’, control migratorio entre los dos países. En la primera nació y allí están su abuela, su cementerio ancestral y sus rebaños; en la segunda, tiene la esperanza de encontrar un futuro mejor para Elías Matías Castillo González y Eli Javier Castillo González, sus hijos de tres y cinco años, respectivamente.

Díptico fotográfico. (Izquierda) La indígena Wayuu Paola Vanessa González está acostada sobre un colorido chinchorro, tejido por ella, en la tierra donde queda el cementerio de su pueblo, sitio sagrado para su cultura. (Derecha) La comunidad de Ruanamana está ubicada en Venezuela, muy cerca de la frontera con Colombia. Paola nació y creció allí. Fotos: Pablo Albarenga.

Paola tiene 27 años y es del e’iruku (clan) Uliana. Una tarde de junio de 2018, buscando un mejor sustento para su familia, viajó con su esposo, Enrique Castillo, sus dos hijos, hermanas y sobrinos en tres burros desde Ruanamana hasta Perra’a, una ranchería de tierras secas. Como la situación económica y política empeoró en Venezuela y desde 2015 los cierres de la frontera entre ambos países han sido frecuentes, la familia decidió mudarse al lado colombiano. Se cambiaron de lugar para asegurarles la escuela, la alimentación y el transporte escolar a los niños y niñas de la comunidad.

– “Hicimos una reunión con las madres y les dijimos que era mejor irnos para Perra’a. Cuando llegamos había un árbol y fue ahí donde colgamos nuestros chinchorros (hamacas)”.

Así relató Paola la mudanza. Ella, quien también es líder de su comunidad, acompañó y ayudó en el traslado de otros parientes y miembros de su pueblo.

– “No se podía estar bien (en Ruanamana) porque no había trabajo, ni estudio para los niños”.

Gente y gato
En la ranchería de Perra’a, cerca de la frontera de Colombia con Venezuela, los Wayuu han organizado sus casas. Foto: Pablo Albarenga.

En 2018, unas 25 familias llegaron a Perra’a. Ya para enero de 2020, la población alcanzó a tener más de 380 habitantes, la mayoría de ellos retornados de Venezuela. Sin embargo, esta es una población flotante, va y viene, por lo que los números fluctúan constantemente.

– “La primera noche no pudimos dormir porque estábamos mal por el simple hecho de que no nos sentíamos en nuestro territorio”.

Si bien el pueblo Wayuu no reconoce la frontera entre ambos países (su territorio ancestral de 37.300 kilómetros comprende desde la península de La Guajira en Colombia hasta el lago de Maracaibo, donde termina la Serranía del Perijá en Venezuela), las raíces de Paola, según cuenta, están en Ruanamana. Lo más difícil de irse ha sido dejar a su abuela María González, a su rebaño con sus chivos y ovejas, a sus cultivos y, en especial, al cementerio en donde están los huesos de su madre.

Paola y su abuela
Paola y su abuela María en Ruanamana. Ambas visten mantas, vestidos tradicionales de las Jieyuu Wayuu, mujeres Wayuu. Foto: Pablo Albarenga.

En Ruanamana las tierras son más verdes, fértiles y extensas comparadas con las de la comunidad de Perra’a, ranchería que se formó en un terreno árido al lado de la vía principal internacional que comunica a Riohacha, capital de La Guajira en Colombia, con las poblaciones de Guarero y Paraguaipoa en Venezuela. En Perra’a, los días son calurosos. En la noche el ambiente es fresco y tranquilo, desde allí, casi todo el año, sus cielos despejados permiten observar la luna y el cielo estrellado.

Paola y su esposo construyeron la casa en Perra’a con barro y trupillo (madera típica de la región), como son las viviendas de los Wayuu en el desierto de la Alta y Media Guajira. Allí, algunos de los ranchos están elaborados de cauchos plásticos y cartón que cubren con hojas de zinc para resguardarse del Kaii (sol) y del jouitai (viento) fuerte que abraza a los habitantes de estas tierras.

Paola y su familia
Paola González con su esposo, Enrique Castillo, y sus dos hijos, Elías Matías Castillo González y Eli Javier Castillo González. Foto: Pablo Albarenga.

La cocina está afuera en una enramada de láminas de zinc. Paola comparte este lugar con sus hermanas y mujeres de la comunidad. Allí, en las madrugadas, prenden la leña para preparar el café que luego toman en pequeños pocillos de plástico mientras conversan sobre lo que soñaron la noche anterior. Para el pueblo Wayuu, el lapü (sueño) guía el camino, por lo que es tradicional que el saludo de las abuelas y las madres siempre inicie con la pregunta: ¿Qué soñaste?, conversación casi mágica para quienes son ajenos a su cultura.

En Perra’a no hay agua potable, como es el caso de la mayor parte de las comunidades indígenas en La Guajira colombiana. Sin embargo, hay un jagüey, un reservorio, a donde van las mujeres todos los días a llenar los timbos (botellones) con el agua que usan para lavar los trastes de la cocina y la ropa. Paola suele ir hasta allá con el mayor de sus hijos, y mientras envasa su ración diaria, le enseña sobre la importancia de ahorrar y proteger los nacimientos de agua.

Paola y Eli Javier
Paola y Eli Javier, su hijo de cinco años, regresan del jagüey con dos raciones de agua. Foto: Pablo Albarenga.

Mujeres lavando ropa
En Perra’a, las mujeres lavan la ropa en baldes de plástico. Ellas se acompañan en los oficios caseros, y así mientras se ayudan mutuamente, fortalecen a su comunidad. Foto: Pablo Albarenga.

En la ranchería hay, además, otros problemas, como la escasez de alimentos y el bajo peso en algunos de los niños y las niñas, como es el caso de uno de los hijos de Paola.

La autoridad tradicional de Perra’a, Omaira Barliza, del clan Ipuana, asegura que del lado colombiano, sus hermanos Wayuu tienen un poco más de garantías de derechos básicos y atención: “Cuando cerraban las fronteras, los niños se quedaban sin estudiar. Las condiciones del lado de Colombia son un poco mejores, incluso llegan ayudas internacionales. Desde acá podemos gestionar más apoyo, estamos a un paso de Venezuela, pero sentimos la crisis”.

La historia del retorno de Paola es similar al de centenares de indígenas Wayuu que volvieron a su territorio ancestral debido a la crisis social en Venezuela. Según Migración Colombia, Maicao es el municipio de La Guajira con el mayor número de migrantes (indígenas y no indígenas): de enero a junio de 2019 se contabilizaron 20.100 personas que se establecieron tanto en el área urbana como rural de esta zona.

Mujer colgando ropa
En Perra’a, los hogares son separados por las perchas de donde se cuelga la ropa. En esta ranchería hay unas 16 casas construidas, además de las enramadas. Foto: Pablo Albarenga.

Los Wayuu (380.460 en Colombia –Censo 2018 del Departamento Administrativo Nacional de Estadística, DANE– y 415.498 en Venezuela –Censo 2011 del Instituto Nacional de Estadística, INA–), se consideran hijos de mma (tierra) y juya (lluvia) y son caminantes y tejedores por naturaleza. Los abuelos narran que sus antepasados, por allá en el siglo XVI, atravesaron el desierto del lado colombiano hacia el Estado de Zulia, en Venezuela, en búsqueda de alimento y trabajo. Entonces, muchos se establecieron en Marakaaya (Maracaibo), capital del Estado, en donde por décadas siguieron sus vidas y desde allí ayudaron a sus hermanos Wayuu que se quedaron en la parte desértica en la Alta Guajira. En las décadas de 1970 y 1980 se dio un segundo periodo migratorio del pueblo de Colombia hacia Venezuela para huir de la violencia generada por la ‘bonanza marimbera’ (cultivo y exportación ilícita de marihuana), y en los años de 1990 y 2000 llegó un tercer periodo a razón del conflicto armado interno colombiano. Fue este último el que hizo que la Corte Constitucional de Colombia, en 2009, declarara que el pueblo Wayuu, al igual que otros 33 pueblos indígenas, estaban en “riesgo de exterminio por desplazamiento o muerte natural o violenta de sus integrantes” mediante el Auto 004.

Después de las oleadas migratorias que llevaron al pueblo Wayuu y a tantos otros colombianos a moverse de Colombia hacia Venezuela, desde hace cinco años miembros de este pueblo indígena se han sumado a los caminantes que abandonan ese país y cruzan la frontera; retornan porque las condiciones de vida en Venezuela se han complicado: no hay fuentes de trabajo y escasean los alimentos y las medicinas.

Suchikuakat | Su realidad

– “No podemos dejar las tierras abandonadas. Allí tenemos cultivos y animales con los que sobrevivimos”.

Paola explicó que los animales y cultivos que tienen en Ruanamana los venden para comer, y así se ayudan cuando las crisis se hacen más fuertes, como cuando cierran y militarizan la frontera o cuando, como ahora, por la pandemia de la Covid-19, las pocas opciones de trabajo que tenía la comunidad, como la venta de productos en los caminos, son suspendidas.

Antes de la emergencia sanitaria que en Colombia inició en abril de 2020, cuando el sol empezaba a brillar en Perra’a a las seis de la mañana, los niños eran llevados a la escuela en el corregimiento de Paraguachón. Luego, las mujeres y hombres de la comunidad empezaban a alistar sus cajas de icopor (poliestireno expandido) con hielo, botellas de gaseosa y bolsas de agua previamente adquiridas en Maicao, para revenderlas en ese corregimiento, ‘la raya’ y la vía principal que comunica ambos países, muy transitada por viajeros y migrantes. Los hombres también solían trabajar como carretilleros (moviendo mercancías o equipajes de viajeros), vendedores de gasolina y mercadería (algunas de contrabando) y comercializaban carbón.

Hoy, todo ha cambiado.

Otro modo de subsistencia del pueblo Wayuu es la venta de chinchorros (hamacas), mochilas y waireñas (zapatillas) a los alijunas (personas no indígenas). Desde que tiene memoria, Paola recuerda a las Jieyuu Wayuu, como se les conoce a las mujeres de su pueblo, tejiendo mientras cuidaban a los niños y a las niñas.

Las Jieyuu Wayuu además tienen la misión, desde la línea matrilineal, de transmitir los conocimientos ancestrales, la lengua y los saberes que han sido heredados por los alalayu (abuelos) a las nuevas generaciones. En Perra’a, en Ruanamana y en cualquier comunidad de este pueblo indígena, la mujer es el centro. Por eso, Paola guía a su comunidad (integrada por varios e’iruku) y a su familia.

Mujeres tejiendo
Las Jieyuu Wayuu tejen y conversan mientras cuidan a sus hijos y comparten sus saberes. Foto: Pablo Albarenga.

La experiencia de vivir en un solo territorio ancestral dividido por fronteras impuestas se manifiesta a través de la doble identidad que tiene la mayoría de los miembros de su pueblo. Por ejemplo, según explicó Paola, mientras en Venezuela una persona Wayuu se llama de una manera, tiene una edad y unos estudios específicos, en Colombia, la misma persona tiene otro nombre y edad, y sus estudios no son válidos. Si bien usualmente los Wayuu se culpan a sí mismos porque cuando eran jóvenes tomaron la decisión de sacar las cédulas con dos nombres, varios de ellos insisten en que tanto las autoridades tradicionales (del pueblo) como las que entregan las cédulas en ambos países (de los Estados), no les orientaron sobre la importancia de tener una sola identidad.

Es el caso del hermano de Paola, quien en Venezuela se llama Nilo Rodrigo González y en Colombia es Rodrigo González. Lo mismo ocurre con su abuela, sus tíos, primos, sus hermanas y la mayoría de sus parientes. Yoseany Migleidy González González –en Venezuela– y Génesis González González –en Colombia–, hermana de Paola, contó que “algunos me dijeron que uno tenía que cambiar su nombre porque si uno salía con el mismo nombre que tenía en Venezuela era un delito. Pero eso era todo lo contrario. Cuando tenía 20 años empecé a entender cómo era eso, a comprender el tema de la identidad”, aseguró.

En la familia de Paola sintieron el tema de la doble identidad cuando se mudaron. Yoseany, como prefiere que la llamen, dijo que en Colombia “no es nadie, solo tengo mi cédula y ya”. En cambio, en Venezuela es bachiller y se graduó de técnico en informática. “Los estudios aquí (en Colombia) no valen, no he logrado conseguir un buen trabajo”.

El caso de Paola es parecido. En Venezuela terminó el colegio mientras en Colombia no tiene estudios.

– “Voy a ver si resuelvo los papeles para poder estudiar la carrera que he querido, medicina o educación. Me gusta lo de maestra o seño, como se les dice en Colombia”.

Si bien Paola y Yoseany reconocieron la importancia de la doble nacionalidad y que no existan las fronteras en sus territorios, coincidieron en que tener dos identidades es un problema para ellas. Consideran que los gobiernos de ambos países deben reconocer sus derechos a la educación, a la salud y a un trabajo digno, y validar sus estudios y experiencia laboral de cualquier lado de la frontera.

Vista cenital de comunidad Ruanamana
La comunidad de Ruanamana es más verde y fértil que las tierras de los Wayuu del lado colombiano, caracterizadas por sus paisajes áridos. Foto: Pablo Albarenga.

Süpüne | Su camino

Además del paso oficial entre Colombia y Venezuela, también hay trochas, caminos no pavimentados, que comunican ambos territorios. Por estos senderos, a los cuales se tiene acceso desde el puente de Paraguachón, Paola y su familia se mueven de una comunidad a otra. En ese punto, ubicado a menos de un kilómetro de la zona de ‘la raya’ y del control migratorio, la familia suele desviarse de la vía principal para adentrarse en la trocha y caminar más rápido. Según Paola, andar por esa ruta es peligroso.

Paola y su hermana caminando
Paola y su hermana Yoseany caminan por la vía que comunica a Perra’a con el corregimiento de Paraguachón. Foto: Pablo Albarenga.

En la frontera que tiene el departamento colombiano de La Guajira con Venezuela hay unos 249 kilómetros y unas 200 trochas. Para los Wayuu, estos son sus caminos tradicionales ya que muchos se dirigen hacia varias rancherías, pero en lo que respecta a las autoridades migratorias, estas son rutas ilegales por el tráfico de contrabando que se ha vivido históricamente en esta zona del país.

Paola y su hermana caminando
A la franja que divide a Colombia con Venezuela se le conoce como ‘la raya’. En esta zona se hace el control migratorio de ambos países. Por aquí transitan a diario viajeros e indígenas Wayuu, lo que favorece el trabajo informal. Foto: Pablo Albarenga.

En septiembre de 2019, la Defensoría del Pueblo colombiana emitió una alerta temprana advirtiendo el riesgo para el pueblo Wayuu, en específico, y la población civil, en general, al transitar por las trochas debido a la presencia de grupos de delincuencia transnacional que controlan “los pasos irregulares o trochas, que son reconocidos como corredores de movilidad y que históricamente han sido utilizados para el tránsito de personas y mercancías que entran a Colombia sin pago de impuestos”. En el caso particular de las trochas ubicadas en Paraguachón, la Defensoría asegura que estos grupos “estarían ejecutando robos y extorsiones a los transportadores y personas, homicidios selectivos, violencia sexual, e inserción en dinámicas de economías ilegales tales como el contrabando de gasolina, armas y narcóticos, así como enfrentamientos entre actores armados ilegales, y también con la fuerza pública venezolana y colombiana”.

 

– “Para nosotros, los Wayuu, no existe la frontera. Nadie nos dice que no podemos pasar porque aquí nadie nos ve como otros, aquí valemos lo que valen los mismos colombianos o los mismos venezolanos. Entramos, salimos, así como estamos caminando, estamos casi saliendo de Colombia para Venezuela”.

En ese punto, los Wayuu ejercen un rol de coordinación en la movilidad de los vehículos que ingresan a sus territorios.

Después de media hora de camino desde que se abandona la ruta principal en Paraguachón, está el hito 42 (también conocido como el mojón), un muro de cemento que fue construido en 1960 y que indica la separación de los dos países.

En temporada de lluvias, los meses de septiembre a noviembre, la tierra del camino se vuelve barro, afectando el tránsito de las personas. Sin embargo, conforme la ruta se acerca a Perra’a, como la arena es distinta, esta suele secarse más rápido y no se presentan esos inconvenientes.

– “Cuando llueve nosotros no sufrimos tanto, aquí toda el agua la consume bien la tierra y se seca rapidito”.

Gente caminando por la trocha
En temporada de lluvias, el camino por las trochas se complica debido al barro y a los charcos. Foto: Pablo Albarenga.

En esa trocha es común ver a indígenas que se movilizan en burros con timbos en busca de agua. En ese lado de la frontera, el pueblo Wayuu también carece del líquido apto para consumo humano.

– “Gracias a esta naturaleza que nos ha dado tanto tenemos algo para transportarnos que es el burro, diariamente son los que usamos aquí en nuestra tierra Wayuu”.

Paola saludando a familiares
En camino a la comunidad de Ruanamana, Paola se detiene un momento para saludar a sus familiares que van en un burro hacia ‘la raya’, punto de control migratorio entre Venezuela y Colombia. Foto: Pablo Albarenga.

Ruanamana se ubica a 45 minutos a pie de Paraguachón. En la ranchería de Paola hay ganado, rebaños de ovejos y chivos, y sembradíos de maíz, sandía, melón y fríjol. Allí, las tierras son más fértiles y verdes. También hay un jagüey en donde las mujeres lavan la ropa, los animales beben y los niños y adultos se bañan. En esa ranchería viven 86 familias y la mayoría de sus habitantes se desplaza a Colombia a vivir por temporadas.

Cocina de la abuela María del Carmen
Esta es la cocina de la abuela María del Carmen en Ruanamana. Allí se reúnen las familias para preparar los alimentos y escuchar consejos e historias alrededor del fogón. Foto: Pablo Albarenga.

Al llegar a la ranchería, Paola siempre visita a su abuela María del Carmen González de 90 años, quien vive en una casa hecha de trupillo y barro.

– “La amamos. Venimos solo por ella”.

En Ruanamana Paola también tiene su propio rancho en construcción.

– “Allí yo vivía con mis hijos. La casa debemos repararla”.

Saalii sou mmakat | Su arraigo

El arraigo de Paola al territorio también está ligado a sus costumbres. A unos 20 metros del rancho de su abuela se encuentra el cementerio en donde “descansan” sus ancestros y su madre.

El camposanto representa el origen para el pueblo Wayuu. Allí se desvanecen los cuerpos a través del tiempo y vuelven a ser parte de mma (tierra). Este lugar también representa el amor que va más allá de la muerte, porque se siguen visitando y recordando a las personas que ya partieron a Jepira, lugar que según su cosmovisión es el espacio sagrado a donde van a descansar las almas.

Paola visita el lugar con frecuencia. Siempre lo hace en silencio y con respeto porque es una tierra sagrada. En el cementerio hay un pequeño cuarto donde está la tumba de su madre, el lugar es de paredes blancas y se ilumina con la luz natural que llega de una rendija en el techo.

Paola mira la tumba de su madre
Paola mira la tumba de su madre. Ese lugar es sagrado para ella. Foto: Pablo Albarenga.

– “Aquí está mi mamá, la persona que nos trajo al mundo, que me dio la vida, que gracias a ella somos lo que somos, gracias a ella estamos aquí. Nos dejó solos, pero ha estado con nosotros siempre. Venimos para acá como si la tuviéramos viva, cualquier problema o alegría se lo contamos a ella, venimos a visitarla. La costumbre de los Wayuu es visitar a sus muertos”.

Paola contó que los huesos de su madre están allí desde 2010. Años después ella misma los recogió y limpió en la ceremonia del Ayula Jiipü (segundo entierro o exhumación) que para su pueblo es un momento sagrado y muy espiritual.

– “Yo hice el ritual de ella, porque yo me siento agradecida por mi mamá, porque ella fue la persona que me cuidó durante mi niñez, cuando nací, en todo. Cuando tenía ocho años nos dejó, pero aquí está siempre para nosotros”.

Al visitar su tumba, Paola siempre se queda un buen rato en ese cuarto, para hablar con su madre, agradecerle y orar.

El arraigo por su tierra en Ruanamana es muy profundo, es una conexión natural con sus costumbres, es el amor profundo hacia su madre que le dio la vida, es el respeto a su identidad propia. Su arraigo es, sobre todo, una muestra auténtica de su ser Wayuu.

Siempre que sale del cementerio, Paola se siente más serena y convencida de que debe seguir caminando entre ambos territorios para seguir su lucha motivada por la esperanza de formar, acompañar y guiar a sus hijos y a los hijos de su comunidad. Y, sobre todo, para mantener sus costumbres como mujer indígena.

Paola se refresca en el jagüey de Ruanamana
Paola se refresca en el jagüey de Ruanamana. Foto: Pablo Albarenga.

Aunque esta historia se reporteó antes de la pandemia global, Agenda Propia actualizó el estado de Paola y su comunidad mientras producía este especial. En tiempos de Covid, las madres siguen resistiendo en Perra’a. Allí, unas cinco mujeres cuidan a 20 niños y niñas que reciben clases mediante guías impresas enviadas por la escuela y a través de teléfono. Sin embargo, debido a la emergencia sanitaria, la mayoría de los miembros de la comunidad caminó de vuelta a sus territorios de origen, entre ellos Paola, quien ahora vive con su abuela y se moviliza poco entre ambas rancherías por las restricciones. “Yo sigo conectada con Perra’a”, contó Paola vía telefónica, “allí viven mis parientes, nos devolvemos por los mismos caminos ancestrales para seguir tejiendo la palabra y acompañando nuestros sueños de vivir mejor y con dignidad”.

Por: Luzbeidy Monterrosa

El pueblo Wayuu percibe a La Guajira desde la forma de respirar, sentir, mirar, caminar, y así se logra comprender el amor hacia esta tierra ancestral que se divide en dos: Venezuela y Colombia. En ambos países, los Wayuu conciben la figura de la mujer como un eje fundamental para la continuidad de la memoria desde la línea matrilineal, transmitida de generación en generación. Por esta razón, esta serie de retratos parte de la naturaleza de la maternidad y se hila con las voces de mujeres, jóvenes y niñas del pueblo Wayuu, quienes hablan de la importancia de seguir soñando y caminando el territorio que les fue heredado por los alaülaayuu (abuelos), con la única voluntad de permanecer siendo de la misma tierra aunque se les imponga una línea fronteriza para dividir el pensamiento y alejarlas de lo que fueron, son y desean seguir siendo: alaülaa sulu’u woumain (dueñas de su territorio).

Las comunidades Alakat (corregimiento de Maicao) y Majali (zona rural de Manaure) se encuentran ubicadas en Colombia, a 45 minutos de la frontera con Venezuela. Allí, las mujeres con sus escritos y miradas expresaron el significado de la palabra frontera desde el sentir como pueblo Wayuu.

Según le contaron a Agenda Propia, ellas comprenden que la vida transcurre en medio del tejido y la transmisión del conocimiento a sus hijos e hijas, sobrinos y sobrinas, nietos y nietas. Pero también viven de cerca la situación actual de migración y retorno que ha hecho que la coyuntura del país se traduzca en muchas afectaciones para el territorio. Sin embargo, solo se escucha un sincero deseo de seguir siendo un pueblo de sueños y esperanza para nunca dejar de existir.

Por: Luzbeidy Monterrosa

Las huellas que voy plasmando en la arena con las waireñas (cotizas o zapatos) mientras camino son parte de la memoria que tengo de mi territorio, caracterizado por los paisajes áridos, las mujeres con sus mantas coloridas, los hombres en el pastoreo de las cabras, los niños y niñas jugando con muñecos de barro, y los muchos colores que se ven desde la diversidad del desierto y la vegetación de woumainkat (nuestro territorio), La Guajira, una mezcla de magia cautivadora.

Vista cenital del desierto de La Guajira
La Guajira es un lugar caracterizado por las tierras áridas y gran parte del territorio es habitado por los Wayuu. Foto: Pablo Albarenga.

En ese caminar, por la comunidad de Alakat, ubicada a 45 minutos de la frontera de Colombia con Venezuela, me encontré con Karla Lucía Uriana González, una niña Wayuu de once años. Ella me preguntó qué trabajo estábamos haciendo junto a Pablo, mi compañero de viaje. Le conté que unos relatos y fotografías para unas historias, y en un momento de la conversación, ella me empezó a hablar sobre Venezuela. Karla es una niña que solo pudo ser ella, con su corazón lleno de inocencia y su carácter nos transmitió grandes enseñanzas. Esta historia la comparto porque para nosotros los indígenas, las voces de los niños y niñas son importantes debido a que narran con sinceridad, desde sus miradas, lo que pasa en su entorno y porque ellos son la continuidad de nuestros pueblos.

 

Mujer hilando chinchorro
Mujer Wayuu artesana hila un chinchorro en su casa, ubicada en la comunidad de Alakat. Foto: Karla Lucía Uriana.

“Yo nací en Venezuela, mi nombre allá es Karla Eugenia Farías Sierra, pero acá me llamo Karla Lucía Uriana González. En este momento nos encontramos en la comunidad Alakat donde viven nuestros padres y toda nuestra familia”, me contó.

Karla me hizo recordar que muchos de los Wayuu tenemos dos nombres. Aunque nuestros mayores nos han dicho que no hay fronteras, que somos binacionales, la realidad es que los Estados no respetan estos derechos, por lo que existe una doble identidad expandida en el pueblo Wayuu. En nuestras comunidades viven personas que son profesionales en un país y sin formación educativa en el otro; con seguros médicos en uno y sin oportunidad de ingresar al sistema de salud en otro.

Niñas de la comunidad Alakat
Las niñas de la comunidad de Alakat contaban y escribían que muchas de ellas no sabían qué era la frontera. En la foto también estamos Karla y yo (Luzbeidy Monterrosa). Foto: Pablo Albarenga.

Así empezó el diálogo con Karla, que me llevó a pensar en mi propia historia, que al final es la historia de las más de 380.000 personas del pueblo Wayuu que hay en Colombia y las 415.000 que hay en Venezuela, según censos oficiales de 2018 y de 2011, respectivamente.

¿Conoces la frontera?, le pregunté.

“La primera vez que conocí la frontera fue en la madrugada. Había paro, no teníamos pasajes y nos fuimos a pie mi mamá, mi hermano que estaba pequeño y yo (…). La frontera daba miedo, porque es peligrosa, hay guardias y gente mala”.

Karla sentada
Sentada, Karla relata las historias que siempre le contaban sus abuelos del jagüei. Foto: Pablo Albarenga.

Karla narra que para esa época vivía con su familia en la ciudad de Maracaibo (Venezuela) y la nombra como su lugar de origen. Cuando la escuché, pensé en nuestros paisanos, porque, así como Karla, estamos los Wayuu a quienes nos tocó nacer y crecer en esa ciudad. Hoy muchos de nosotros la recordamos como nuestra tierra amada, la del sol, de gaitas, de ricos patacones y del gentilicio maracucho. Nuestros a’laülaayuu (abuelos) nos relatan que cuando jóvenes migraron a Venezuela desde La Guajira colombiana, en busca de oportunidades y nuevas posibilidades de seguir siendo indígenas en medio de grandes ciudades.

El tema de la frontera me recuerda las historias que me ha contado mi mamá sobre mi abuela Lucinda Henríquez, a quien nunca pude conocer. Ella fue la primera de nuestra familia en migrar al país vecino. En medio de la conversación, Karla me contó que tampoco pudo conocer a su abuela y me dijo: “Lucía se llama mi abuela que ya no está”. Comprendo lo inevitable que es extrañar esa ciudad, Maracaibo, a la cual no pertenecemos, pero es un lugar que en su momento nos brindó oportunidades de educación, economía y vivienda, esa “anaakua’ipaa” (vivir bien), esa calidad de vida tan anhelada. Lugar donde desarrollamos nuestras vidas tras los sueños y huellas de nuestros abuelos. Allí, los Wayuu que salieron del desierto del lado colombiano, trabajaron y le ayudaron a sus familiares que se habían quedado en La Guajira.

Karla fotografiando vegetación
Karla nos contaba historias y al tiempo fotografiaba el paisaje y las plantas del territorio. Foto: Pablo Albarenga.

Mientras corría una brisa fresca en medio de los cují (árboles) y la vegetación diversa que crece con más facilidad en la baja Guajira donde la tierra es un poco más fértil, Karla nos sumergió en su mundo de niña Wayuu por medio de la cámara fotográfica que nos pidió prestada para retratar a su comunidad. Mientras obturaba, nos contó del uso de las plantas que encontrábamos a nuestro paso, como rülipi, aipia y jeechua, que según Karla son plantas medicinales de acuerdo con las enseñanzas de sus mayores. Luego, nos sentamos y empezamos a hablar del significado de territorio.

Karla señalando lugares importantes
Karla nos señaló lugares importantes de su territorio y compartió los aprendizajes y enseñanzas de su abuelo. Foto: Luzbeidy Monterrosa.

– “Desde que llegué aquí, mi abuelo es el que nos enseña las cosas de este territorio”. – ¿Qué es territorio? – “Territorio es comunidad, lugar, hogar, ciudad, departamento, es permanecer en ese lugar.” – ¿Cuál es tu territorio, Karla? – “Mi territorio es en Venezuela, allá era un buen lugar, cuando estaba el otro presidente que ya se murió, Chávez, estábamos bien, mi mamá trabajaba, nos daba de comer todos los días, pero ahora ni para comprar un cheetos hay, ni un caramelito. En Venezuela ahora es hambre lo que hay”.

La frontera es un lugar que los Wayuu no reconocemos. Desde niños sí sabemos de la raya, que es un punto de control migratorio que divide a Colombia y Venezuela que está ubicado en Paraguachón (Maicao, Colombia). Por allí pasan personas todo el tiempo. Los gobiernos de ambos países se han empeñado en imponer la frontera y enseñarnos, a través de ella, que pueden trazar barreras entre los seres humanos para hacernos creer que no todos somos iguales por ser de un lugar o de otro, por los colores de piel, los enfoques, el pensamiento, el vestuario, el estatus económico, la gastronomía. Todo es susceptible de convertirse en barrera y, una vez la aprendemos, muchas veces nosotros mismos nos encargamos de mantenerla levantada.

La historia y la vida nos obligaron a crecer fuera y a extrañar nuestro ser. La comunicación que hemos tenido con nuestro territorio ancestral desde los lugares donde nos encontramos ha sido a través del lapü (el sueño), ese que espero nunca perdamos porque es la única forma de seguir conectados con nuestra cultura y creencias.

Luego, nos detenemos cerca de un jagüei. Con la cámara, Karla enfoca el reservorio artesanal y nos explica que “allí se acumula el agua en tiempos de lluvia. Los Wayuu buscamos el agua que se utiliza en las casas, para bañarnos y donde los animales beben”.

Nos quedamos un buen rato en este lugar tomando fotos con ella. En un momento, se acercó otra niña que Karla llamó para que jugaran, pero solo se saludaron en Wayuunaiki, nuestra lengua, porque la niña andaba de prisa. Entonces, se fue, pero prometió volver. Seguimos caminando y escuchando las historias que ella nos contaba de este sitio y del por qué estaban ahora ahí.

“Nosotros nos venimos para acá para estudiar, para sacar adelante a mi mamá, a mis padres, a mis hermanos”, nos dijo y añadió que quisiera ser doctora “para salvar las vidas de mi familia, de personas que necesitan curar enfermedades, que no tienen para curar, quiero ayudar a las personas que son pobres como yo”.

Sin embargo, como contó Karla, “las personas son egoístas, no piensan en los demás solo en ellos mismos”. Frase muy cierta en un entorno donde solo han mirado a La Guajira para saquearla, donde la humanidad se ha perdido para con el otro y su alrededor, pero aún así el Wayuu sigue siendo, sigue dando lo mejor de sí. Las niñas y niños Wayuu son la esperanza de un pueblo que ha existido milenariamente y que ha resistido a través de la historia.

Niñas Wayuu
Niñas Wayuu dentro de una cocina en la comunidad de Alakat. La construcción está hecha con una especie de árbol conocida en la región como trupillo. Foto: Karla Lucía Uriana.

Los Wayuu soñamos con tener un futuro lleno de posibilidades. Esta vez hablo por Karla, una niña que, como tantas otras en nuestro pueblo, merece acceder a una educación de calidad para que pueda desarrollar ese potencial intelectual que sentí en medio de sus palabras. Los seres humanos con mejor educación tenemos otras oportunidades.

Karla tomando fotos
Karla toma fotos acompañada de su hermano y su madre, María Eugenia Uriana. Los senderos áridos bordeados de plantas bajas y de un color verde brillante caracterizan a esta comunidad que se encuentra a 45 minutos de la frontera entre Colombia y Venezuela. Foto: Luzbeidy Monterrosa.

Luego de compartir dos horas con Karla, llegó su madre a buscarla. María Eugenia Uriana agarraba de la mano a su hijo de ocho años. María nos contó que Karla es una niña con mucho potencial y que sentía un gran orgullo por ella. Luego, los vimos irse caminando por el sendero de tierra árida bordeado por plantas de un color verde brillante, vegetación característica de la comunidad de Alakat.

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