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(07/04/2020)

Diana López Zuleta nació en 1987 en La Paz, Cesar. Estudió Comunicación Social y Periodismo en la Universidad del Norte, de Barranquilla, y realizó una especialización en Opinión Pública y Mercadeo Político en la Universidad Javeriana de Bogotá. Fue corresponsal en Colombia de HispanoPost. Sus trabajos periodísticos han sido publicados en Diario Las Américas, de Miami, Semana, Las 2 Orillas y La Nueva Prensa.

Por: Diana López Zuleta

La ciudad respira. Se siente cuando abro la ventana y dejo que ese halo de luz traspase mi rostro. Estos días de aislamiento me tienen presa en el presente, presa de un futuro suspendido. Las noticias narran la cantidad de muertos, la expansión del virus en el planeta y las consecuencias económicas. Pese al confinamiento nacional, hay otras noticias apabullantes: han matado a un campesino y a dos de sus hijos, los grupos armados siguen desplazando comunidades, explotan granadas, el Clan del Golfo amenazó a una líder que acusa de estar contagiada de coronavirus, matan a líderes sociales, indígenas y excombatientes. La guerra en Colombia no termina.

Con el crecimiento de la pandemia se asordina la esperanza, pienso cuando me levanto impotente cada mañana. Pero cuando el reloj marca las 5:12 de la tarde, el ritmo vertiginoso y de zozobra comienza a decaer con la luz del día para darle paso a la admiración vespertina.

Esa canción de Edith Piaf que suena de fondo, ese balancear elegante de las codornices, ese cantar apasionado de la mirla y los copetones que juguetean en los árboles, ese cielo cubierto de figuras que intento descodificar, esas montañas solemnes, esas prisas rotas y desvanecidas de los pasos, ese cielo que se disputan las nubes rojas, grises y violetas, esa certeza de la tarde, ese silencio que se mezcla con la sirena de una ambulancia que me hace palpitar nerviosa otra vez…

Me asombro de esas cosas pequeñas que ahora le dan sentido a mi vida. Ya no hay que correr para estar a tiempo porque ya no hay lugares adónde ir. Mi lugar son estas paredes y mi mundo es lo que veo por la ventana: el niño que juega con su madre en el balcón, el domiciliario que reparte pedidos en bicicleta, el reciclador que pasa con su carretón a cuestas. La iglesia no ha vuelto a tañer sus campanas. Las bancas del parque están siempre libres.

Cuando llega esa hora crepuscular me deja de importar ese otro mundo de las pantallas, saturadas de ansiosos mensajes, artículos y chistes sobre el coronavirus.

Todos los atardeceres, y sus colores, y sus vientos, son distintos. Los días, en cambio, son uniformes y agonizan con las noticias. Observo las tardes para que los días sean más soportables.

Es la hora de no hacer nada, de parar de mirar la pantalla y de centrar la vista en el horizonte. Un hombre camina presuroso con tapabocas. Otro carga en el hombro una bolsa de mercado. Otro pasea a su perro y toma aire. Yo lo tomo desde la ventana.

Ese aire frío pero sereno. Esta mirada perdida entre los árboles; entre las paredes de esta nueva vida.

*La Tribuna es el espacio de columnas de pensamiento de nuestros analistas y expertos en Cuestión Pública. Sus contenidos no comprometen al medio.