La casa de chocolate en Bucaramanga

(04/06/2019)

María Antonieta García R. es restauradora de arte y experta en museos. Es periodista de viajes y promueve los viajes físicos, mentales y espirituales a través de las letras, las imágenes y la magia. Su blog es barajadeviajes.com
María Antonieta García R. es restauradora de arte y experta en museos. Es periodista de viajes y promueve los viajes físicos, mentales y espirituales a través de las letras, las imágenes y la magia. Su blog es barajadeviajes.com

Mis abuelos paternos eran Carlos García Cadena y Elvira Reyes Serrano. Él nació en la Virginia Rionegro, Santander, en 1905 y ella en Lebrija en el 1917. Se casaron en Bucaramanga 1943, donde se instalaron y tuvieron seis hijos, Carlos, Marta, Álvaro, Benjamín, Ricardo y María Eugenia, quien murió siendo muy niña. Mi abuelo quiso construir una casa familiar e hizo un préstamo para comprar un lote en el barrio Sotomayor. Junto a su hermano Benjamín García Cadena, personaje clave en la historia del desarrollo de Santander. Inspirados en el estilo arquitectónico norteamericano de la época, levantaron la casa en 1947.

La “Casa de chocolate”, seguramente llamada así por sus colores y diseño, tenía espacios muy amplios, altos techos, un patio interior con árboles, flores y tenía una pileta con tortugas decorada con una vid. Las paredes de tapia pisada y ladrillo ayudaban a mantener la casa en pie a pesar de los constantes temblores de la zona y su fachada es de ladrillo y mampostería a la vista. Su techo era de teja de barro y el piso de baldosa verde oscura decorada con motivos florales rojos. Las ventanas de madera no tenían vidrio sino postigos que al abrirse le daban luz natural al interior. Además telas hacían el papel de puertas y se permitía así la circulación del aire. La puerta, que tenía una placa con el nombre de mi abuelo, permanecía de par en par y tenía una aldaba que se hacía sonar cuando alguien ya iba entrando. El diseño era tan especial que estudiantes de arquitectura e ingeniería la visitaban para dibujarla y mis mejores recuerdos de infancia se enredaron en las esquinas al igual que los de mi papá, tíos, hermanas y primos.

Mi abuelo murió en 1985, y mi abuela escrituró la casa a sus hijos manifestando que podría venderse una vez ella muriera. Sin mis abuelos no había motivo para quedarnos en la casa para celebrar la navidad, famosa por el pesebre gigante que parecía relatar varios capítulos de la Biblia y tenía hasta efectos especiales (pájaros que cantaban). La calle del frente era perfecta para quemar pólvora pues no pasaban casi carros y siempre había comida en la mesa de comedor gigante por la que sobrevolaban murciélagos en las noches.

Alguna vez le pregunté a mi abuela si la casa estaba declarada como Bien de Interés Cultural, me dijo que sí había habido una iniciativa pero que si lo hacían la casa se caería porque la ley no contribuye mucho a que los dueños puedan mantener el inmueble, excepto por el cambio catastral. Curiosa y tristemente muchas familias como la nuestra preferirán vender, que ver como se cae a pedazos algo que no es económicamente sostenible, por eso en el 2002 se vendió la casa a un empresario bumangués, que no planeaba demolerla; los planes cambiaron quince años después y es comprensible.


Ésta es una más de todas las casas bellas del barrio, y puede no ser la mejor o la más lujosa, pero sí es de las últimas que quedan; es emblemática arquitectónicamente, es referencia visual por su ubicación esquinera y está conectada a la historia de un gran personaje histórico de Santander. Pero sobretodo nos recuerda algo que nos une, identifica y nos da nostalgia colectiva: la historia de la casa familiar.

*Por María Antonieta García Restrepo. Publicado primero en Vanguardia Liberal, el 3 de marzo del 2019, reeditado para Cuestión Pública.

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