Piamonte vive bajo el terror de los Comandos de la Frontera
(02/05/2023)
Los habitantes de este municipio en el sur del Cauca, entre Caquetá y Putumayo, padecen la guerra que enfrenta a estas disidencias de las Farc, adscritas a la Segunda Marquetalia, con el Frente Carolina Ramírez, del Estado Mayor Central. El dominio del primer grupo los asfixia y los condena a la persecución y la desesperanza.
Por Tatiana Escárraga para La Liga Contra el Silencio.
En Piamonte a los muertos que deja la guerra los entierran a escondidas. Todos deben tragarse las lágrimas, la rabia y las palabras. Si asesinan a un familiar, te callas. Si lo desaparecen, te callas. Si te amenazan, también te callas. O te vas y lo dejas todo.
A Hamilton Gasca Ortega lo mataron la noche del 3 de abril de 2020, en pleno confinamiento por la pandemia, en la vereda Consolata, corregimiento Yapurá, junto a dos de sus tres hijos: Kevin, de 14 años; y Robert, de 12. Su esposa y su hijo menor sobrevivieron al asalto de un grupo aproximado de 20 hombres que se hacía llamar “Sinaloa”, y que llegó hasta su vivienda disparando con fusiles. Unos iban de negro y con la cara tapada, otros con buzos verdes y el rostro descubierto.
Gasca tenía 34 años, había nacido en el departamento de Caquetá, era agricultor y líder social; tenía algunos cultivos de coca y de vez en cuando trabajaba en cualquier encargo que le saliera en el campo. A él y a sus niños los enterraron de prisa, no hubo tiempo para ceremonias. La familia tardó más de un año en presentar la denuncia, y la esposa y el hijo pequeño huyeron en silencio procurando que se perdiera su rastro.
Según una respuesta de la Fiscalía en noviembre de 2020 a una solicitud de información de La Liga Contra el Silencio sobre orden público en el departamento del Cauca, el crimen de Gasca se resolvió una semana después con la captura del presunto autor material, alias ‘Azul’, quien haría parte de lo que en ese momento las autoridades denominaban estructura Frente 48 La Mafia o Sinaloa, y sería responsable de porte ilegal de armas, desplazamientos forzados y de tres homicidios contra defensores de derechos humanos.
Pero los asesinatos continuaron. El 13 de octubre de ese mismo año, otro grupo se presentó en la vereda Yapurá, no muy lejos de Consolata. También llegaron unos 20 hombres que vestían con ropa negra o buzos verdes y algunos que se tapaban la cara. Reunieron a la comunidad, cerca de treinta personas entre niños y adultos, y les anunciaron que venían “a apoderarse de la zona”. Esta vez se presentaron como Comandos de la Frontera. De entre la gente que se agolpó alrededor, los armados señalaron al líder campesino Nelson Ramos Barrera, de 27 años, padre de un niño de seis, a quien acusaron de pertenecer al Frente Carolina Ramírez, una estructura que inicialmente se denominaba Frente Primero, y que antes del Acuerdo de Paz de 2016 declaró que no lo suscribiría y que tampoco entregaría las armas.
Cuando intentaron llevarse a Nelson por la fuerza, su familia se opuso. Entonces le dispararon delante de todos. En Consolata y en Yapurá el miedo se extendió como un virus. “Estábamos en shock, completamente aterrorizados”, recuerda alguien que todavía lidia con las pesadillas que le dejaron aquellas muertes. La mayoría de los habitantes de esas veredas abandonaron sus casas, su tierra, sus animales. Muy pocos regresaron.
Los asesinatos de tres miembros de la familia Gasca y de Nelson Ramos, integrantes de Asimtracampic (Asociación municipal de trabajadores y trabajadoras de Piamonte, Cauca) fueron el anuncio funesto de un nuevo capítulo de la violencia que desde hace años desangra a Piamonte, el último municipio al sur del Cauca, enclavado en la bota caucana, entre Caquetá y Putumayo, y a unas 12 horas en carro o 16 en bus de Popayán, la capital del departamento.
Aquí la guerra ha mutado desde los tiempos del Frente 49 de las antiguas Farc, en los años ochenta, cuando controlaban todo el escenario; pasando luego por la violencia paramilitar, de grupos de narcotraficantes y de la fuerza pública, hasta llegar a esta nueva reconfiguración tras el acuerdo de paz de 2016. Primero se impuso el Frente Carolina Ramírez, y desde 2019 los Comandos de la Frontera, que inicialmente se presentaron como La Mafia o Sinaloa. En Piamonte no hubo paz que alcanzara para frenar el avance de los grupos armados.
El Frente Carolina Ramírez, que forma parte del autodenominado Estado Mayor Central de las Farc-EP, al mando de alias “Iván Mordisco”, está en conversaciones con el gobierno de Gustavo Petro para dejar las armas, amparado en el hecho de que no firmó el acuerdo de La Habana. Sin embargo, un informe de la Fundación Ideas para la Paz advierte que buena parte de sus estructuras la integran firmantes que se apartaron del proceso, junto a nuevos reclutas.
Los Comandos de la Frontera, que piden cupo en la Paz Total, estarían compuestos por combatientes de los Frentes 48 y 32 que decidieron rearmarse. Insight Crime, portal especializado en crimen organizado, asegura que tienen alianzas con La Constru, un grupo surgido tras la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Según le dijo el Ministerio de Defensa a La Liga, desde 2022 “el frente 48 Comandos de la Frontera”, adscrito a la Segunda Marquetalia, de Iván Márquez, se halla inmerso en una campaña de expansión desde Putumayo hacia el sur del Cauca, Caquetá y Huila. Su propósito es fortalecer las rentas del narco, la extorsión y la minería ilegal, así como contener al Estado Mayor Central (EMC), contra quien libra una guerra que ha dejado decenas de muertos en Putumayo, Cauca y Caquetá. El pasado noviembre un combate entre estas organizaciones criminales en zona rural de Puerto Guzmán, en Putumayo, dejó una veintena de fallecidos de las filas de Comandos, según un comunicado del Frente Carolina Ramírez.
En Piamonte el poder lo ostenta Comandos. Al menos por ahora. Su hegemonía es absoluta, pero el Frente Carolina Ramírez está al acecho. El conflicto entre estos dos grupos, idéntico en otras regiones como en Putumayo y en Caquetá, ha generado acusaciones de pertenencia a uno u otro bando entre la población civil, lo que ha enrarecido más el ambiente, pues aquí todos sospechan de todos. “La realidad es que estamos secuestrados”, dice una fuente.
Comandos ha impuesto en Piamonte un férreo control social, territorial y económico, una especie de gobierno paralelo y siniestro que asfixia a sus habitantes. La mayoría de las 22 personas que hablaron para esta investigación están amenazadas y temen que algún detalle revele su identidad, pues pondría en peligro sus vidas.
Un campesino al que han amenazado en varias ocasiones relata con desespero cómo los Comandos influyen en el día a día del municipio. En una reunión que citaron a finales del año pasado, la organización convocó a un grupo de dirigentes para darles instrucciones sobre una valla que debían instalar en el pueblo, sobre normas de convivencia (después de las siete de la noche no se puede transitar por las veredas y está prohibido vestir con camisas negras, sobre todo en las zonas aledañas a los ríos), sobre la conveniencia de abandonar la organización campesina Asimtracampic o incluso sobre un censo cocalero que debían impulsar. En otra reunión que citaron el pasado 21 de abril volvieron las intimidaciones y las amenazas. La asistencia a estos encuentros no es opcional.
“Esto se ha puesto muy bravo”
Son las primeras horas de la tarde de un día de diciembre de 2022. La zona rural de Piamonte ofrece paisajes de bosque tropical, llanuras, ríos y atardeceres tibios envueltos en una paleta de colores amarillos y naranjas. Por allá a lo lejos se escucha, de vez en cuando, el silbido del ave panguana y el chillido del ‘caquetensis’, también llamado ‘mico bonito del Caquetá’, un primate endémico objeto de estudio y en peligro de extinción que se mueve entre el Caquetá y el Cauca, y se pasea de rama en rama por las fincas de Piamonte.
“Cuando las Farc se desmovilizaron esto estuvo tranquilo un tiempo, pero hace rato que volvió la zozobra, porque comenzaron a matar gente otra vez”, dice don Camilo*, quien va a cumplir 68 años, pero no se acuerda. “¿Tantos?”. Se ríe cuando cae en cuenta de que nació en 1955. Aquí lleva 40 años, y viene de un desplazamiento tras otro: el de sus padres, por la violencia partidista; y el de él y su familia por la violencia de los fusiles en el Caquetá.
“Esto se ha puesto muy bravo”, continúa. “Cada rato pasan por aquí los grupos. Vea, por ahí deben de estar”, dice sin dar nombres, mientras extiende el brazo apuntando hacia el horizonte. Al fondo se ven cultivos de palma de canangucha, cuyo fruto sirve de alimento a animales y humanos, y del que se obtiene un aceite que algunos campesinos están intentando comercializar para uso cosmético.
Estamos en la parte baja de Piamonte, en algún lugar entre los corregimientos de Yapurá, Bajo Congor y Fragua Viejo. A esta zona rara vez llegan los militares. En los consejos de seguridad en el municipio, relata una fuente, se advierte del peligro latente en el territorio. “Lugares de difícil acceso”, les llaman. Y les piden a los funcionarios que no se acerquen por aquí.
Aislados como están –a veces el vecino más cercano se ubica a una hora larga de camino–, los habitantes de estas veredas han revivido los días más aciagos del dominio del Frente 49 de las Farc, cuando se repetían los asesinatos selectivos, los desplazamientos, las desapariciones y los abusos sexuales; y la época cruenta de los paramilitares del Bloque Calima.
“Es tan grande el terror, que muchas comunidades optan por quedarse calladas. Prefieren eso a que los grupos se enteren de sus denuncias. Los homicidios, el despojo de tierras, el reclutamiento de menores; todo eso se ha vuelto invisible aquí”, cuenta un funcionario que ruega para que no se conozca su nombre ni la institución para la que trabaja.
Don Camilo parece resignado a esta larga lista de tragedias que es la historia de Piamonte, un pueblo de unos 10.000 habitantes al que el conflicto ha desolado una y otra vez. En 2002 un ataque armado de la guerrilla acabó con la alcaldía, y el concejo en pleno tuvo que sesionar durante dos años en Popayán. En el pueblo solo quedaron siete familias, el resto se desplazó. Con esos antecedentes es apenas lógico que Piamonte hiciera parte de los llamados Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), una iniciativa que prioriza los pueblos más castigados por la violencia, pero esto no ocurrió. “La explicación que me dieron fue que hubo una confusión y que, en vez de meter a Piamonte, metieron a Piendamó. Nunca repararon el error”, asegura el exalcalde José Joaquín Ramos, ahora nuevamente candidato a la alcaldía.
Hasta 1996 Piamonte era un corregimiento del municipio de Santa Rosa. Decir que pertenece al Cauca es un formalismo, porque en la práctica mira más hacia Caquetá y Putumayo que hacia Popayán, la capital del departamento. Incluso en términos de orden público depende de Putumayo: del Comando de Policía, del Batallón de Infantería General Roberto Domingo Rico y de la Vigésimo Séptima Brigada de Selva, todos con sede en ese departamento. Las largas horas de camino que separan a Piamonte de Popayán son una distancia que se ha hecho insalvable. Hasta los lazos comerciales son más estrechos con los vecinos: cada día salen ocho flotas hacia Florencia y ninguna hacia Popayán.
“Nos tocó guerrearla para que nos nombraran municipio”, relata don Camilo sentado a las afueras de su finquita, tantas veces abandonada por la presión de los grupos armados. Ahí donde él se sienta, muy cerca, hay un árbol largo, despellejado, empeñado en resistir, aunque ya no le salen hojas. “Es que por aquí también nos bombardearon con glifosato. Ese avión pasaba pero bien bajito. Y ya ve usted, el pobre árbol nunca más volvió a pelechar. Así está un montón de tierra: muerta”, dice.
Durante muchos años, amplias zonas de la bota caucana fueron consideradas baldíos. Esto atrajo a colonos –muchos huían de la violencia– que levantaron ranchos en estos suelos. Una estimación no oficial de un campesino que lleva más de 28 años aquí concluye que el 48 % de la población de Piamonte es de Caquetá, el 18 % de Putumayo y solo el 14 % del Cauca. Para 1996 registrar a un recién nacido era casi una odisea, pues había que llegar hasta Popayán.
Pero lo que enardeció a los campesinos, recuerda don Camilo en esta tarde de diciembre, fue que el entonces gobierno de Ernesto Samper ordenó incrementar las aspersiones aéreas con glifosato para desterrar los cultivos de coca, que desde mucho antes eran el sustento de la población. Igual que ahora.
Las marchas cocaleras que se llevaron a cabo a mediados de 1996 duraron más de dos meses y, según reseña la Comisión de la Verdad, generaron graves enfrentamientos con la fuerza pública. Desde 1988, sostiene la Comisión, no se había producido una protesta social campesina de esa magnitud. Los pactos con los que se logró terminar la movilización no se cumplieron, pero sí se consiguió que Piamonte fuera designado municipio, a través de la ordenanza 024 del 18 de noviembre de 1996.
La tradición cocalera de Piamonte es tan antigua como el abandono sistemático al que ha sido sometido. La violencia no ha venido sólo de las balas. Hasta el 31 de julio de 2022, según un informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), había 5.628 familias del Cauca inscritas en el PNIS, el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos que surgió tras los Acuerdos de Paz. El 16,8 %, es decir, 950 familias, residen en Piamonte. Muchas de ellas vieron en esta iniciativa un camino para no depender de la hoja de coca y de la ‘maldición’ del narcotráfico, pero a estas alturas no es ningún secreto el calamitoso naufragio del PNIS (el área sembrada de coca en el país pasó de 143.000 ha. en 2020 a 204.000 en 2021, según UNODC).
Aquí todavía hay campesinos que esperan buena parte del dinero prometido, que se debaten entre mantener la esperanza por el cambio que pregona el gobierno de Gustavo Petro, o resignarse a la idea de que no verán implementado el programa de sustitución. Algunos resisten, pero la mayoría volvió a cultivar coca. Es fácil de entender cuando se está frente a una economía tambaleante y ante la imposibilidad crónica de dar salida a productos agrícolas por la falta de infraestructura.
“Ese Acuerdo sí decía cosas muy bonitas, pero todo ha sido un gran desastre. Había muchas expectativas, y mire, todavía seguimos esperando la plata. Y, además, este municipio no tiene vías. Lo poco que producimos, como el plátano, tenemos que sacarlo por Caquetá o por Putumayo en canoa, que es más costoso, y así no compensa”, dice Rafael*, otro campesino que aparenta más años de los que tiene y que ha aguantado junto a su familia entre el fuego cruzado desde los años ochenta, cuando llegó a la zona.
“Las circunstancias de la vida”, dice Rafael, han hecho que vuelva a sembrar coca. Poco, pero es una entrada económica a la que aferrarse, aunque en los últimos meses el negocio ha dado un giro y el mercado está a la baja. Varias publicaciones periodísticas atribuyen la caída del precio de la hoja a la sobreproducción, la confrontación entre los grupos armados y a las nuevas dinámicas geopolíticas, aunque no hay una única explicación sobre lo que está sucediendo. “De todas las guerras que he padecido, la más dura ha sido la del hambre, la de las necesidades y la escasez. Han sido muchos momentos que no queremos volver a repetir”, dice Rafael con la voz llena de tristeza.
Comandos de la Frontera ha sabido sacarles muy buen provecho a las urgencias de los campesinos. Si bien el mercado pasa por una crisis que ya se alarga por más de siete meses, el negocio con la hoja de coca ha sido y es una de sus principales fuentes de financiación. De hecho, este grupo impone los precios y compra las cosechas y la pasta base que se producen en Piamonte. No está permitido venderle a nadie más. La organización decide los tiempos de entrega y hasta los métodos de cultivo para garantizar la calidad del producto.
Esta realidad se estrella con la versión edulcorada que ofreció Giovanny Andrés Rojas, alias ‘Araña’, el jefe máximo de los Comandos de la Frontera. En una entrevista que publicó el diario El Espectador el pasado 12 de marzo, el cabecilla describió a Comandos como “una organización político militar” y aseguró que su “única fuente de financiación” es el “impuesto al gramaje” que les cobran a los compradores de hoja de coca. Pero los compradores son ellos. No lo dicen solo los campesinos de Piamonte, también el Ministerio de Defensa.
En respuesta a un cuestionario que formuló La Liga, el Ministerio asegura que contrario a las declaraciones públicas de alias ‘Araña’, donde afirma que no compran pasta base, “inteligencia tiene información de que sí lo hacen”. Según Defensa, el principal interés de Comandos de la Frontera sobre Piamonte es “generar un control de rutas del narcotráfico desde Cauca hacia Putumayo, Caquetá y Amazonas, priorizando el río Caquetá”. A pesar de la “crisis cocalera”, el grupo monopoliza el cultivo y la producción de base de coca y cocaína en alianza con narcotraficantes para el tráfico hacia Ecuador, Centroamérica, México y Brasil. Además, designa ‘comisionistas’ para el acopio de base de coca en fincas cocaleras y para la adecuación y operación de laboratorios de cocaína.
La zona rural de Puerto Asís, en Putumayo, es el centro neurálgico del procesamiento de cocaína, sostiene el Ministerio de Defensa. Esta cartera ha identificado como puntos cruciales los ríos Piñuña Blanco y Picudo Chico, afluentes del Putumayo. Las redes logísticas de transporte de cocaína que maneja la organización llegan hasta puntos de embarque localizados en Manta, provincia de Manabí, en Ecuador.
Una batalla por las organizaciones sociales
Las primeras señales de la llegada de los Comandos de la Frontera a Piamonte están documentadas en la Alerta Temprana 001 del 7 de enero de 2021. Según este informe, entraron en el 2019 utilizando mecanismos de terror propios de los paramilitares. Primero como grupo Sinaloa o La Mafia y después como Comandos. Desde entonces la zozobra se siente en cada esquina. Más cuando ambos grupos, Comandos y el Frente Carolina, instrumentalizan a las organizaciones sociales para crear plataformas políticas y alimentan una batalla de leyendas y mutuas acusaciones entre sus miembros, lo cual incrementa la presión y la sensación de confrontación permanente, según los testimonios recogidos en la zona.
“¿Por qué es que nos quieren acabar? Nos quieren matar por ser y por no ser. Para la Carolina, nosotros trabajamos con Comandos; y para Comandos, somos de la Carolina. Y no es así, no pertenecemos a ninguno de esos grupos, menos a la influencia de las fuerzas militares. Somos campesinos, somos de izquierda, somos sindicalistas. No somos guerrilleros”. La voz se le quiebra a Maydany Salcedo (Rioblanco, Tolima, 1974) cada vez que repasa lo que han sido estos años de estigmatización.
“No somos guerrilleros”, repite una y otra vez. En esa ‘pelea’ de los grupos armados por permear a las asociaciones y encaminarlas hacia sus propósitos, Asimtracampic, la organización que lidera, ha sido una de las más perjudicadas. Entre 2013 y 2021 asesinaron a 16 miembros, pero también los han amenazado o desaparecido. La persecución ha sido feroz.
A Asimtracampic y a Maydany las acusaciones les llegan por todos los frentes. De los grupos armados, de las instituciones, de sus propios vecinos. Hay quien dice de ella que es guerrillera porque suele utilizar la palabra “compañero” para dirigirse a alguien, o porque es una mujer de carácter que no se arruga cuando debe dar órdenes. “Es que usted es una sapa del gobierno”, cuenta que le han dicho.
Hablamos una mañana en algún lugar del departamento de Caquetá, donde suele pasar temporadas. Las amenazas la obligaron a salir del territorio desde 2019. A su finca, en la zona baja del municipio, se la devoran la maleza y el olvido. Comandos, asegura Maydany, ha reiterado la orden de impedir su entrada a Piamonte. Defender los Acuerdos de Paz, impulsar el PNIS, decirle no a la deforestación, apoyar la conservación del mono caquetensis e interponer una tutela para impedir la erradicación forzada de la mata de coca han sido su sentencia de muerte.
“El conflicto entre la Carolina y los Comandos hace que la vida en Piamonte no tenga ningún valor. Los pelaos se van a uno u otro grupo y, cuando los matan, los papás tienen que enterrarlos calladitos porque no pueden reportarlos. Estamos cansados de este régimen de terror, estamos cansados de que nunca pase nada”, dice Maydany, los ojos bañados en lágrimas, la rabia y la impotencia dibujados en la cara.
Varias fuentes señalan a alias ‘Yonosé’ de ser el cabecilla de los Comandos en Piamonte. Un tipo que se muestra cercano, de tez trigueña, de aproximadamente 1,65 metros de estatura, que suele vestir con ropa deportiva y que dice haber sido funcionario de la Alcaldía de Bogotá. Ni en los registros del Ministerio de Defensa ni de la Fiscalía figura este alias. Según Defensa, alias ‘5-20’ y alias ‘Jairo’ serían los principales cabecillas en el municipio, mientras que para la Fiscalía se trata de alias ‘Montero’, alias ‘Nacho’ y alias ‘Grande’.
“Lo cierto es que ya uno no sabe ni quién es quién. Antes había un solo comandante que ejercía de interlocutor válido, pero ahora todos son mandos medios y donde uno dice una cosa, otro dice otra”, se queja un campesino. Mientras hablamos, se muestra tenso, mira con nerviosismo de un lado a otro, se asusta cuando se acerca una moto. Estamos en la cabecera municipal, donde cualquiera pensaría que no pasa nada. Pero los hombres de Comandos se pasean de civil por las calles, la plaza, los restaurantes, el comercio, los sitios de ocio. Todo el mundo sabe quiénes son. En seis veredas, dice Defensa, se ha identificado también presencia del Frente Carolina. E igualmente se ha constatado la incursión del ELN.
Varias fuentes que consultó La Liga aseguran que una supuesta connivencia de la Policía con los actores armados provocó el traslado de varios agentes. Ocurrió en dos ocasiones. La última, a principios de este año, después de reiteradas quejas de permisividad y complicidad de algunos miembros de ese cuerpo con los Comandos. La Policía de Putumayo, de la que depende Piamonte, no confirmó ni negó esta versión. “Se trata de información confidencial y no estoy autorizado para responder a eso”, dijo el coronel Nelson Sepúlveda, comandante de la Policía en ese departamento.
“Aquí no se puede confiar en ninguna ‘ía’. Estamos solos, desamparados, desprotegidos. No hay a dónde denunciar. Y lo peor es que no hay diálogo de paz que valga. Si la Carolina quiere entrar, lo hará. Mire lo que pasó en noviembre en Putumayo, eso también puede pasar aquí. Ya estamos avisados. Lo que nos carcome es la angustia de no saber cuándo y cómo lo harán”, lamenta un campesino.
*Los nombres han sido cambiados para proteger a las fuentes.