Adiós a Gregorio el memorioso. Salúdame a Parra
Mi abrazo especial a su esposa, Amelia Pérez. Sintiéndolo mucho.
(13/05/2025)
Por: Diana Salinas
Periodista con 14 años de experiencia, cuatro premios Simón Bolívar y directora editorial de Cuestión Pública, medio digital enfocado en investigar el poder. Ha trabajado en La Nación, diario argentino, Noticias Uno, Cuatro Caminos (RCN), entre otros. Es coautora del libro Memorias: 12 historias que nos deja la guerra y autora de una próxima publicación con editorial Planeta.
Hablamos por última vez el 23 de abril de este año. Estaba expectante, dispuesta a escucharle señalar que me había equivocado en algún detalle en el libro que está próximo a salir. Lo imaginé decir: “La historia no comenzó ese día”. O: “Sobre esto solo sabía yo y fue así”. En medio de dos terquedades, la suya y la mía, terminé por ceder. Gregorio “el memorioso”, como lo nombré entre páginas, tenía razón. Siempre la tuvo. Se lo reconocí. De paso, le rendí el homenaje que se merecía.
Con el tiempo, Gregorio Oviedo Oviedo se convirtió en la fuente más cascarrabias de la historia del Parqueadero Padilla que abordé. Me pasé el dedo por la frente y dije:
—¡Por fortuna!
Exigía absoluta precisión de lo sucedido antes de aquel 30 de abril de 1998, cuando él y su equipo de investigadores hallaron la oficina financiera de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) en el anti emblemático Parqueadero Padilla, un estacionamiento en el famoso sector del centro de Medellín, llamado El Hueco, a escasos metros de La Alpujarra.
Le llamé “el memorioso” porque, como Funes, el personaje del escritor Jorge Luis Borges, Oviedo era la memoria viva de la lucha en contra del paramilitarismo bajo la dirección del Cuerpo Técnico de Investigaciones (CTI) de Antioquia durante 1997 y 1998. Gracias a él y a su inquebrantable versión —que mantuvo con precisión durante veintisiete años—, entendí que esa historia no comenzó con el descubrimiento. Oviedo me contó con detalles escenas, secuencias, varios casos. Me habló de algunos del equipo de investigadores: Sergio Humberto Parra, Yirman Arly Giraldo, Jorge Fernández, Diego Arcila, Augusto Botero, Edward Holguín, Luis Fernando Giraldo y otros héroes de este capítulo de Colombia. Gracias a Oviedo pude dimensionar el papel que cada uno jugó. Incluso, y por obvio que pareció, me narró su propio papel.
Era una mezcla de un hombre calculador, muy racional. Un cazador. Poco emocional. Sospeché que era una manera de protegerse, porque era un hombre honesto hasta la médula. Él se describió a sí mismo como un hombre muy reposado.
—No me angustiaba ni lo reflejaba, no me desesperaba ni lo reflejaba —comentó en aquella entrevista.
Abogado de la Universidad Libre de Bogotá, Gregorio Oviedo Oviedo escaló en su carrera al llevar como fiscal el caso conocido como “La niña Caldas”, en 1994. Un escabroso asesinato de Diana Marcela Caldas, de seis años, a manos de un hermano por una herencia.
El fiscal Alfonso Gómez Méndez conocía a Oviedo, porque tenían historias en común del mismo pueblo de donde ambos eran oriundos, y lo nombró director del CTI de Antioquia en octubre de 1997. Llegó a los 44 años. Logró cientos de capturas, junto con un equipazo de lujo. Permitió el destape de una red de investigadores del CTI cooptados por Gustavo Upegui, el socio del narco Pablo Escobar. Posibilitó la salida de varios involucrados en una nómina paralela de las ACCU al interior de la entidad. Aportó para encontrar al asesino del abogado Jesús María Valle, y mapeó con datos muy acertados el paramilitarismo de Antioquia, sobre todo en el occidente y parte del nordeste. Dio con el caso de su vida: el Parqueadero Padilla, la oficina de las ACCU. Allí encontraron 497 cheques de presuntos financiadores, libros de contabilidad, el organigrama con los bloques, los nombres de sus principales miembros, cientos de disquetes con las nóminas de todas las estructuras. En el famoso operativo capturaron a Jacinto Alberto Soto Toro, alias Lucas. Era la mano derecha en temas financieros de Carlos Castaño, el jefe de las autodefensas. Un verdadero jaque mate.
¿Cómo? A punta de trabajo táctico y de golpes de mano. Una estrategia para encerrar a paramilitares por órdenes de captura vigentes. Por la vía de las interceptaciones llegaron a personajes que revelaron esa dirección a donde se dirigió aquella tarde del jueves 30 de abril de 1998. Veintisiete años después, y muchas vueltas en el camino, entre esas la fuga de Soto Toro, este personaje fue recapturado en el 2022 y hoy está condenado por el asesinato de tres investigadores del CTI, colegas de Oviedo; Lucas purga la pena en La Picota, en Bogotá.
Oviedo y el entonces director de la fiscalía regional de Medellín, Iván Velásquez —exministro de Defensa del gobierno de Gustavo Petro—, organizaron el allanamiento a la oficina del Parqueadero Padilla. Fueron los primeros en saber que la sociedad de las élites miraba para otro lado, mientras se cometían masacres sin reparo alguno.
En junio de 1998, Oviedo se fue huyendo de Medellín para Bogotá, dadas las amenazas y el exterminio de los investigadores. Llegó al búnker a ser fiscal delegado ante el tribunal nacional.
—Era un tribunal de segunda instancia a nivel nacional, y los fiscales delegados ante ese tribunal éramos también fiscales delegados con jurisdicción nacional —me contó el 17 de mayo de 2023.
Era una jurisdicción especial creada bajo la Constitución de 1991, que duró diez años, según me explicó. Con los cambios, quedó en la Unidad Delegada ante el Tribunal Superior de Bogotá.
—Ahí estaba yo cuando se posesionó el señor Luis Camilo Osorio [exfiscal general] y, en los primeros días, al primero que señaló insubsistente fue a mí —espetó. Era el cobro tácito por descubrir la oficina de las finanzas de las ACCU. A quienes no pudieron asesinar, los declararon insubsistentes. Les cortaron las alas.
El 23 de abril de 2003, Gregorio sufrió el exilio junto con su esposa Amelia Pérez, la exfiscal de Derechos Humanos, hoy presidenta de la Sociedad de Activos Especiales (SAE). Ambos vivieron siete años en Canadá.
—El Día del Idioma, y llegué a un país en condición de analfabeto.
—¿Y aprendiste inglés? —le pregunté.
—No. Yo le tenía fobia casi que patológica al inglés.
Regresaron en febrero de 2010. Trabajó con Abogados Sin Fronteras, Quebec, allá y acá, durante el primer año de adaptación en el país. Intentó litigar, pero según él afirmó, fue muy difícil.
—Estábamos en un país donde las leyes cambiaban todos los días. El ejercicio de la profesión se estaba pauperizando muchísimo. Finalmente, terminé trabajando con Daniel Prado.
—¿El abogado de Petro? —le dije.
—Sí.
—A mí me pasó este fenómeno: yo había demandado al Estado, a la Fiscalía. Y se lo gané en la Corte Constitucional, y tuvieron que ordenar mi reintegro. Y lo hicieron a la Fiscalía Delegada ante el Tribunal de Villavicencio, pero volví con una desmotivación total. Yo no era ese, y menos en el trabajo. Si algo tenía yo era pasión por el trabajo, me encantaba, me gustaba. Sentía que uno estaba haciendo un aporte a esto. Pero no. Además, cuando llega uno reintegrado, por lo menos en la Fiscalía, le aplican una especie de muerte civil. A usted lo miran como bicho raro y lo aíslan completamente, y no lo tienen en cuenta absolutamente para nada.
—Ahhhh.
—Allá estuve cuatro meses, tuve problemas de seguridad por un falso positivo que me tocó sustanciar. Llegué a una segunda instancia, y eran unos militares. Entonces, la solución que encontraron fue trasladarme a Cartagena.
Gregorio terminó sus días de servicio público el 31 de agosto de 2014, en la Fiscalía Delegada ante el Tribunal de Tunja.
—Porque el 1 de septiembre empecé la vida de pensionado. A la falta de motivación se le agregó eso: el trato discriminatorio al reintegrado. Pero bueno, son gajes del oficio.
De jubilado, le encantaba leer poesía. Tras la pandemia retomó libros que tenía pendientes.
—Estaba volviendo a leer A sangre fría, de Truman Capote.
—Tan bueno que es ese libro —le dije.
—Releí El Quijote, tenía una edición de lujo. Leí una obra un poco ladrilluda de una filósofa y antropóloga, Hannah Arendt: La historia del totalitarismo. Leí un libro de Arturo Pérez Reverte, Revolución, episodios de la revolución mexicana con Pancho Villa y Emiliano Zapata. Y tenía mucho libro por leer. Aquí estoy en la biblioteca —dijo—, tengo una colección muy buena de literatura universal. A mí siempre me había gustado traer literatura selecta, y yo tenía una serie de obras: los clásicos franceses, los clásicos ingleses. Y con el exilio, dos compañeros míos de universidad se ofrecieron a guardarlos; es más, ellos los empacaron porque me tocó irme. A mi regreso, encontré que perdí muchos libros. Incluso, pensé que había perdido una joya, que es La historia de la revolución rusa, versión española, escrita por uno de sus protagonistas centrales, que fue León Trotsky. Tenía ese libro, primera edición, editorial argentina de 1930. Lo tenía en material rústico. ¿Te lo muestro?
—Claro que sí. Ufff… ¡Maravilloso! —leo en voz baja—: Historia de la revolución rusa.
—Yo, pues, de Derecho tenía, pero mi pasión era literaria —comentó.
Debo confesar que aún estaba suspendida desde esa mañana cuando me avisaron que había muerto. En la llamada del pasado miércoles 23 de abril, me dijo que había leído de un tirón los episodios del libro que escribí. Dijo que “era una historia objetiva”. Tenía comentarios, pero no tenía nada que corregir al texto ni precisar. Ese día, la llamada se cortó en cinco ocasiones. Hablamos durante casi media hora. Me contó, además, que notó hace muy poco que un tipo lo seguía en la calle. Al despedirse, me dijo:
—Quedo a su disposición para lo que necesite. Cualquier duda, búsqueme.
Lo invité al lanzamiento del libro, le dije que quería que estuviera para que él mismo pudiera contar historias.
—Claro que sí, tomémonos un café en estos días —fue lo último que me dijo.
En aquella llamada del Día del Idioma de este año, vaya coincidencia, le agradecí por su trabajo, contarme sus historias y leerme. Estaba tan feliz con sus apreciaciones, que me pareció insólito que diecinueve días después estuviera muerto. Fue como si estuviera esperando que este libro al fin quedara escrito, y aún más, leerlo. Él sabía que, en parte, mi intención era rendirle homenaje a él y a Amelia. Se lo reiteré en la última llamada.
—Lo que pasa, Diana, es que ni Amelia ni yo habíamos buscado reconocimiento de ninguna naturaleza.
Ahí estaba el Gregorio cascarrabias. Algo que pienso con absoluto cariño.
—Primero, porque yo no estaba de acuerdo con eso. Me parecía que uno, como servidor público y más si estaba dentro de la administración de justicia, no tenía por qué esperar a que le dieran reconocimientos.
Al revisar una conversación que tuvimos por WhatsApp en julio de 2023, encontré que esto ya me lo había dicho:
—Ahora, que quede claro que estas aclaraciones —de un artículo que escribí— no buscaban reconocimiento alguno de mi parte (jamás fue ese mi talante durante el desempeño como funcionario judicial). No. Lo hacía por respeto y en reivindicación de la memoria de los 14 compañeros asesinados en desarrollo de esa investigación, y quienes participaron en ella y se sacrificaron, y hoy permanecen en el ostracismo y olvido, propios de la desidia e indolencia de la institución por la cual ofrendaron sus vidas.
En mi mente repetí, como si él fuera a leer este perfil: “Lo sé, Gregorio, lo sé. Y lo siento. Tenías toda la razón. Lo siento muchísimo”. Cerré los ojos. Aún no podía creer que no ibas a estar en el lanzamiento. Que tu homenaje iba a ser póstumo. Casi todos estaban muertos. El 8 de abril falleció J. Guillermo Escobar, el otrora fiscal regional de la Unidad de Paramilitarismo, en Medellín.
En medio de esta desazón que me dejó tu partida, te pensé.
Sí, sé que me pasé a la segunda persona y que te sigo hablando, aun cuando ya no estás.
Imaginé que Parra, Yirman, Arcila, Fernández, González, todos te recibían. Te vi sonriente. No sé porque te vi en traje de director del CTI, con saco y corbata. Joven, de 44. Vi que se chocaban las manos, que se abrazaban. Estoy segura de que tus compañeros te recibieron con honores.
Adiós, Gregorio. Salúdame a Parra.