Fragmento del libro “Plegarias del pueblo muerto: El Aro”
(01/12/2023)
El periodista Pablo Navarrete presentó su libro sobre la masacre en el corregimiento de Ituango, Antioquia, durante el periodo como gobernador de Álvaro Uribe Vélez. Un relato en el que hablan víctimas y sobrevivientes, que se publicó en el mismo año en que el expresidente fue señalado por el exparamilitar Salvatore Mancuso —ante la JEP— como presunto partícipe de los hechos.
Los perros amanecieron tocando piel muerta, con el hocico estirado y la cola metida entre las patas. Los muertos que desde años atrás reposaban en el cementerio no se habían terminado de podrir cuando los paramilitares —con el remate del Ejército, según testimonios de víctimas y documentos de la sala penal de Justicia y Paz de Medellín— profanaron sus tumbas y regaron sus extremidades.La carne putrefacta que había sido desperdigada por los caminos del pueblo se revolvió con el vómito de los perros. Estos animales, luego de caminar durante horas con las orejas reventadas por los gritos, los tiros, las bombas, el dolor, y con la piel enrojecida por el calor de los incendios, se acostaron sobre la tierra envenenada de plomo del pueblo casi afantasmado, y, antes de perder la razón, ladraron con agonía.
Esos son los recuerdos que Miladis tiene de las horas que sobrevinieron luego de la masacre de El Aro.
La entrevista con Miladis fue en una zona cercana a Medellín. Ella siempre sonríe. Camina despacio, tiene las piernas hinchadas y sus muslos parecen montañas elásticas que sobresalen dentro de las faldas que luce siempre. Logra caminar, casi sin aliento, arrastrando las sandalias que suele ponerse para que sus juanetes no se asfixien entre el caucho de los zapatos.
Había estado cocinando pollo con papa y sus manos estaban manchadas con el tenue color del tomate maduro con el que había hecho la salsa para adobar la pechuga. Su ropa olía a yuca cruda y mientras caminaba, trataba de recordar lo que debía hacer al día siguiente. Ahora vive muy cerca de Medellín, en un barrio que parece una especie de pesebre ambientado con casas largas y jardines sin flores. Su casa es un apartaestudio en el que vive con su hijo y su nieto; hay dos camas, y en una de ellas, en la más grande, atiende a las visitas.
… mientras sonaba una canción de Darío Gómez al otro lado de la calle, contó la historia de lo que ocurrió en El Aro cuando los paramilitares masacraron a sus vecinos y conocidos.
Al entrar a su casa, Miladis se sentó, casi ahogada, sobre su cama tendida con una cobija motosa de siete tigres escondida bajo un cubrelecho de flores. Afuera hay un bar lleno de borrachines que coquetean con las niñas del barrio. Ella los odia por eso, pero disfruta la música de taberna que ponen en ese lugar.
Su casa olía a cemento fresco y a sopa recién hecha; recostó su cabeza contra el ladrillo pelado que rozaba con la cama rechinante de madera. Tomó aire: “Empecemos de una vez”. Se enderezó. Con saliva se refrescó los labios delineados por el colorete rojo que se había puesto minutos antes, con el índice izquierdo se refregó uno de los ojos, y mientras sonaba una canción de Darío Gómez al otro lado de la calle, contó la historia de lo que ocurrió en El Aro cuando los paramilitares masacraron a sus vecinos y conocidos:
El Aro era un pueblo calmado, sin tanta violencia, era muy bueno, no le daba a uno tanto miedo después de que pasaron las cosas, pues a uno sí le daba miedo salir, correr, vivir.
Uno sí veía la guerrilla y cosas que pasaban por ahí, y por todo el pueblo, pero uno no se metía con nadie. Llegaban muchos guerrilleros, se desaparecían, iban y venían. Muchas veces uno se levantaba y estaban por ahí, otras veces se desaparecían en la noche, pero nunca nos hicieron nada a nosotros.
Cuando ocurrió la masacre, los guerrilleros pasaban muy seguido, pero eran más bien invisibles, se veían por ahí en la plaza, dormían un día, y en la noche se desaparecían, o se levantaban en la mañana para irse temprano a continuar en lo de ellos. Siempre fue así.
Mi pueblito tenía una plaza muy bonita. Uno para subir al pueblo tenía que pasar por una loma muy pendiente, como de una hora, y luego uno llegaba al pueblo; ahí todo era más planito, era todo lindo y había árboles por todo el marco de la plaza, estaba el parque de la Virgen, así se llamaba; estaba la estatua de Simón Bolívar, la caseta comunal, había un [palo de] mango muy grande, muy bonito, estaba sembrado afuerita de la iglesia y era muy frondoso. Había naranjos, palmas de coco, estaba el kiosco parroquial, justo al frente de la casa cural, eso ya no existe, ni el kiosco, ni el mango, todo se acabó.
Ella tiene en su memoria el momento en el que uno de los comandantes de la operación paramilitar en El Aro le informó que un escuadrón de hombres a su cargo había asesinado a Wílmar, su hermano menor:
Fui a donde Yúnior para pedirle permiso, le dije que si me dejaba buscar a mi hermanito y me dijo que dónde estaba él. Le dije que Wílmar, mi hermanito, estaba en una finca en la entrada del pueblo y que estaba sembrando el frisol, le dije que él estaba con un trabajador de la finca y él me dijo: “¡Ay jueputa, fue el pelado que matamos!”
A Wílmar lo encontraron en la finca Manzanares junto a Alberto Mario Correa, capataz del terreno en el que los paramilitares hicieron su incursión poco antes de llegar al casco urbano del corregimiento. Wílmar pensó que el cultivo de fríjol que había sembrado con su padrino sería suficiente escondite. Tenía catorce años. Durante meses estuvo ahorrando para celebrar su cumpleaños número quince que, si el Señor se lo permitía, sería el 11 de noviembre de 1997, dos semanas después de la irrupción paramilitar. Wílmar les tenía miedo a las armas. Era nervioso y desde que escuchó que los paramilitares iban camino hacia el pueblo presagió lo peor, “mejor voy para Manzanares a sembrar ‘frisoles’ con mi padrino”, le dijo a Miladis, su hermana mayor. Y nunca volvió con vida.
Miladis cuenta que Wílmar recogió el cuerpo de Alberto Mario Correa, a quien asesinaron en la finca de Manzanares sin mediar palabra. Obligaron al adolescente a cargar el cadáver sobre su espalda y a recorrer la ruta que los paramilitares habían demarcado para el primer desembarco en el pueblo. Su paso lento, pues llevaba a cuesta a un adulto, hizo que el operativo se retrasara. Se detuvo en el camino. Sentía que el peso muerto de Alberto Mario le reventaba la espalda, la piel le ardía.
El mensaje que recibía la comunidad era que la guerrilla ya no era la que impartía las órdenes. Los recién llegados, a como diera lugar, estaban tomándose el poder en el bajo Cauca.
En el 2000, años después de la masacre, Miladis se encontró con uno de los paramilitares que estuvieron presentes en el asesinato de Wílmar. Los hechos ocurrieron de la siguiente manera, según le contó a la mamá del niño.
—Camine —ordenó el comandante. —Es que estoy cansado. Me duele mucho una pierna —respondió el niño—. Quiero a mi mamá, señor, por Dios y por la Virgen, lléveme donde está mi mamita. Quiero a mi mamita. Lléveme donde está mi mamita.
—¡No grite, hijueputa! —le dijo el encargado de la incursión en ese momento—. Pare de llorar o lo mato, mariconcito.
Wílmar siguió llorando. Las piernas, flacas y menudas, no le daban para caminar un metro más y un comando cercano a los setenta paramilitares estaba detenido a mitad de camino en medio de una zona que históricamente había sido guerrillera. Si el Frente 18 de las Farc los detectaba podía empezar un enfrentamiento. Y así fue. Tiros provenientes del cerro del Paramillo llovieron sobre los paras.
—Nos cayeron estos hijueputas. ¡Disparen y no se dejen aculillar de estos malparidos! —gritó uno de los líderes del operativo.
Los guerrilleros abrieron fuego con el objetivo de desarticular la incursión paramilitar que ingresaba al pueblo. Además de cualquier otro motivo que pudiera existir para la invasión en el territorio, el mensaje que recibía la comunidad era que la guerrilla ya no era la que impartía las órdenes. Los recién llegados, a como diera lugar, estaban tomándose el poder en el bajo Cauca.
Era un día caluroso. El sol abrasaba los cuerpos, y las armas —grandes e intimidantes— resplandecían con la luz. En medio del tiroteo, Wílmar seguía llorando. Les imploraba a los paramilitares que lo arrastraban hacia el casco urbano del pueblo, que por favor no lo fueran a matar, que no le hicieran lo mismo que le acababan de hacer a Alberto Mario, que lo llevaran a la casa de su mamá, que no le hicieran daño. Les suplicó de rodillas que por favor lo dejaran ir. De repente, una bala del lado contrario lo alcanzó. Pero él estaba resistiendo.
Prometió parar de llorar. Juró ser un niño juicioso. Les dijo que la Virgen les agradecería con largos años de vida si lo dejaban irse del punto del enfrentamiento a los brazos de su mamá. Y seguía rogando. Implorando. Gritando. Diciendo que ellos siempre estarían en sus oraciones. “En nombre de la Virgencita, déjenme ir a donde mi mamita”. Los paramilitares se replegaron a lo largo de la zona para repeler el ataque de la guerrilla. Los gritos de Wílmar eran un aullido con el que ya era difícil concentrarse en el enfrentamiento. Lloraba sobre las botas de uno de los paramilitares rogándole por su vida y por los abrazos de su mamá. El cuerpo de Alberto Mario empezaba a heder a carne descompuesta. En medio del tiroteo una orden, que nadie sabe quién dio o si lo saben no quieren reconocerlo, surcó el aire:
—Maten a ese hijueputa.
El hombre que estaba parado frente a Wílmar le apuntó con su arma directo al pecho. El niño estaba de rodillas, con la cara empapada de lágrimas, sudoroso y con la camiseta hecha un harapo porque lo habían empujado y pateado por las lomas. Sonó una ráfaga de tiros.
Wílmar, el hermano de Miladis y el hijo de María Edilma Torres Jaramillo, quedó con el rostro arrugado y el cuerpo retorcido. Fue una muerte instantánea, según el documento de su necropsia: shock cardiogénico debido a varias lesiones cardiopulmonares.
Wílmar de Jesús Restrepo Torres y Alberto Mario Correa Sucerquia se convirtieron en las primeras víctimas de estos hombres el 22 de octubre de 1997.
Sin el lastre de sus dos víctimas, que retrasaran aún más el operativo, los paramilitares se retiraron del área de fuego. Wílmar de Jesús Restrepo Torres y Alberto Mario Correa Sucerquia se convirtieron en las primeras víctimas de estos hombres el 22 de octubre de 1997. El grupo de asesinos entró tres días después, con aire triunfal, al casco urbano de El Aro.
Cuando Cobra, otro de los comandantes del operativo, ordenó que trajeran el cadáver de Wílmar, uno de los paramilitares le dijo a un profesor de la escuela del pueblo: “Usted conoce bien la zona”, y lo conminó a acompañar a Miladis por el cadáver. Ella, su mamá y el señor marcharon trocha adentro hasta que encontraron el cuerpo del niño tendido al borde de un pequeño despeñadero que queda a unos cuantos metros de la entrada del pueblo. Tenía las rodillas dobladas y los brazos extendidos, como un pájaro muerto; en su rostro se había fijado una expresión aterrada y las moscas zumbaban sobre su cabeza como avionetas.
Lo enchumbaron entre una cobija amarrada con costales y cabuya. Luego lo subieron, el profesor y un paramilitar, sobre una bestia que habían llevado desde el casco urbano. Lo amarraron al animal para que no fuera a resbalarse y retornaron al pueblo al que el niño había prometido volver indemne.
—¿Ese es el pelado? —preguntó Cobra—. Déjelo ahí —ordenó sin dejar que le respondieran.
Arrastraron la mula hasta el corazón del poblado y la pusieron cerca de un palo de mango, en el que Miladis, sus hermanas y su mamá oraban agarradas a la parte más gruesa. El rostro de Wílmar no se veía porque el profesor lo había tapado.
—Les voy a dejar ver al muchachito, pero no lloran. Si lloran, todas se mueren —sentenció Yúnior jalándolo al suelo cubierto de hojarasca.
Miladis se paró junto a su mamá y la abrazó, fue la única manera que se le ocurrió para evitar que ella viera cómo los paramilitares irrespetaban el cuerpo de su hermano pateándolo, escupiéndolo e insultándolo mientras justificaban su asesinato a gritos “por guerrillero”. Esas mujeres al ver lo que esos hombres hacían con el cadáver de Wílmar le perdieron el miedo a la muerte, pero aseguran que le agarraron pavor a la vida y eso se convirtió en una condena.