Si te dicen que aborté
… que también te cuenten que sobreviví
(27/02/2022)
Por: Diana Salinas
La noticia del fallo de la Corte Constitucional el pasado lunes 21 de febrero del 2022, sin mediar más que un sentimiento de felicidad enorme, me mostró con claridad un episodio de mi vida que había dejado muy bien guardado.
A mi mamá, por hacerme fuerte.
A mis hermanas, mi tribu incondicional.
Escucha este escrito en audiocolumna con voz por Andrea Velásquez, una iniciativa para llevar ‘la melodía en las letras’.
Esa noche, a punta de dolor, envejecí. De ahí en adelante, la pulsión de sentir que me había quedado sin tiempo era una obsesión que me definía. El susurro de la voz de Marguerite Duras caminaba conmigo: “muy pronto en mi vida fue demasiado tarde”… La frase subía y bajaba al ritmo del pum que produce cada pisada sobre el asfalto: muy PRONTO en mi vida FUE demasiado TARDE…
Pasaban las doce de la noche cuando un cólico estruendoso como un terremoto me despertó. El tic tac del reloj despertador parpadeaba, pero las horas parecieron detenerse. Lo que sí galopaba sin permiso era un dolor indecible.
Vuelvo a esa escena y me veo ahí en esa habitación: le acaricio el cabello a esa chica de diecisiete, le digo: aguanta, vas a salir de esta. Pero ella llora desesperada, siente que si no grita se le va a desprender la cadera ahí mismo, como le pasa a las iguanas con la cola que, amenazadas, como mecanismo de defensa, se desprenden de ella y esta vuelve a regenerarse. Pero a las mujeres no les vuelve a nacer la cadera, eso piensa la pobre. Y llora sola, suspendida en esa habitación en la que hay un closet que es un cuarto diminuto, acogedor; una cama, un butaco que hace de nochero y sobre este una grabadora Sony con cd, que compró hace dos años en su viaje de quince a San Andrés, junto con una refractaria, un set de cubiertos y cosas así que regaló para la casa en la que viven su mamá y sus dos hermanas; sobre la cama hay cd’s regados de Fito Páez, Chopin, Beethoven, Louis Armstrong. Se había dormido con la canción Las tardes del sol, las noches del agua:
Hay un extraño fulgor entre las flores del alba,
Ella se esconde y sus ojos no ven…
I love you, love you, song…
Al otro lado de la cama, un mueble que es una pequeña biblioteca con escritorio en el que, si fuera un personaje, se habría sentado a escribir sobre una chica que aborta y que está a punto de desmayarse del dolor. ¿Qué libros había en esa pequeña estantería de dos hileras y media? Artificios, de Borges; El Amante, de Marguerite Duras; Decameron, de Bocaccio; La Odisea, de Homero; unos de poesía de Ángela Botero; ¿El cuarteto de Alejandría ya estaba en esa biblioteca? No lo recuerdo.
Esa chica tiene rabia de sentir que su cuerpo chilla alarmado. No hay nadie que la pueda ayudar a esa hora, esa noche. Prende la luz del cuartito del closet, se encierra, grita, se desahoga. No puede escribir ni leer. Solo puede quejarse dentro de ese cubo de habitación, es lo único que está en capacidad de hacer.
La observo y vuelvo a decirle: mi amor, no vas a morir esta noche. Pero no me escucha.
Arremolinado, sin hilo conductor, aparece una tarde soleada. Es el trayecto a pie de una calle universitaria. A lado y lado una pradera valluna, de esas verdes, de hojas más bien largas, quemadas por el sol. Tiene al lado y lado árboles muy altos de pomarrosa, que dejan en el suelo una pelusilla fucsia cuando están floridos; arman una alfombra suavecita y tierna de hilos, casi surreal, sobre largo y ancho andén. Por esa calle, que es vehicular, atraviesa el sector administrativo para ir hacia las humanidades, donde está su zona de confort, de clases y la cafetería donde parcha con sus amigas. El viento le acaricia el cuerpo y le quiere arrebatar el vestido; es menuda. El morral de cuero que lleva colgado es lo que evita que salga volando. Calza unas botas Caterpillar, tipo dotación de obrero. Toda una opción más que exótica, calurosa y pesada, para una ciudad sin estaciones, a nivel del mar. Eran de caña larga, suela gruesa, color café, que le daban al vestido corto y vaporoso de flores menudas, un aire de amazonas que luce los hombros expuestos. El sol era un ropaje más, lo llevaba en la piel aindiada y morena. El cabello largo, abundante, liso y suelto. Nunca se le ocurrió cómo más podría llevarlo. El rostro joven, terso, sin maquillaje. Supongo que luce obscena a los ojos de los demás. Ella lo sabe. Lo disfruta.
Entonces, camina libre por el campus universitario y el hombre al que le cuenta que está embarazada, el que vendría a ser el padre, que tiene diez años más que ella, le juzga el atuendo: ¿eso qué es?, lo recuerdo. ¿Lo recuerdas?
Intento abarcar más aquella imagen que a lo mejor no guarda mucha verosimilitud con la “real”, ¿quién sabe?. Quiero decir algo más de ese hombre, pero después de ese comentario no lo encuentro por ningún lado. Fuera de ser la persona a la que le he dicho: “tienes que pagar esto, porque, sabes, yo no tengo cómo”, parece no tener más figuración. No, al menos, en mis recuerdos. Es una relación de tres años a la que le faltan dos de decadencia.
Aquella tarde calurosa ella manotea después de su comentario; es grosera, le dice: “esta soy yo, comé mierda”, algo así. Se ha puesto roja, camina más rápido, lo deja botado. Él ya no estudia allí, es un joven graduado de 27 años que trabaja en cuestiones sociales. Se aleja llena de furia, con un pensamiento nebuloso de moscas que rondan los ojos y zancudos que zumban al oído: esto que está por pasar es tu culpa, debiste haberme cuidado y no lo hiciste. Pero, tan pronto piensa en la porción de culpa que le corresponde, la rabia sube efervescente hasta declarar fiebre. Refunfuña sola, sin dirección. No hay más.
Toda imagen o recuerdo se torna vacuo, salvo la habitación. En esa casa no había nada para calmar el dolor. Nunca lo hubo, ni aún ahora. Si un dolor de cabeza me llegase a tomar por sorpresa donde vive mi madre, tocaría recurrir a la tienda de la esquina a comprar un dolex. Así fuimos cuando vivíamos juntas. Las cuatro en una casa donde no contábamos con medicina que calmara dolor alguno. Había que ser fuertes y aguantar. No sé exactamente por qué. Pudo tratarse de cierta idea de culpabilidad en el dolor, una pizca de resistencia, ¿algo de valentía?, puede ser. Revuelto en ese amasijo, la idea de aguantar también debía mezclarse con la falta de dinero. Acudir al médico era el último recurso. Mi mamá se ponía brava cada vez que aparecía una fiebre, una gripe llorona o una infección urinaria o una gastritis, o algo más grave como una hepatitis. Ella aceptaba con tranquilidad que aquel hombre, diez años mayor que yo, me llevara al médico y comprara la receta. Como si mi cuerpo le perteneciera. Si él quería azul celeste, se tenía que hacer cargo. La ortodoncia, la psicología, el maquillaje, un tratamiento estético para una cicatriz, todo eso era un lujo que ahora la chica a los diecisiete debía resolver. Por supuesto era una resignación de la madre en contradicción o una renuncia a hacerse cargo de dolores que no fueran los de ella, porque, entre otras cosas, en esa casa consideraban que tener diecisiete años era ser grande para hacerse cargo de sí en muchos aspectos. Entre esos, el dolor. Todo tipo de dolor se afrontaba casi en soledad, las cuatro llorando cada una en su cuarto: el engaño del padre hacia la madre, la separación, la hepatitis, un aborto. Había que seguir sin pausa en aquella casa de mujeres espléndidas, tercas, incómodas e independientes.
Así llegó el cólico aquella madrugada. Camina alrededor de la cama tantas veces, que sus pies habrían podido tallar un hueco. Da vueltas como un animalito enjaulado que puede gritar, abrir la puerta, pero que, por temor a que se enteren de la interrupción de un embarazo, prefiere morir. ¿Qué hubiera hecho la mamá?, ella duerme en otra habitación de la casa. Sin duda, la llevaría al hospital público y ese es el último lugar en el que quiere estar. Ve venir el maltrato y el juzgamiento. Eso piensa ella en medio de un dolor parecido a unas agujas que descosen el vientre. Piensa: no voy a caer en manos de extraños.
Es 1998. Los celulares no existen en la casa. La invade la angustia, intenta hacer una lista mental: ¿a quién llamo? Si es que se atreve a usar el único teléfono que hay en aquella casa, puesto sobre una mesita en la sala, ella sabe que tan solo discar hace un ruido enorme. No tiene ni cómo llevar el teléfono al cuarto. El cable no llega tan lejos.
Cuando el parpadeo del radio reloj despertador marca las seis de la mañana, ella sale en un taxi. La mímica de ir a trabajar es perfecta para que nadie sospeche por qué sale tan temprano. Esa jovencita es la recepcionista del servicio médico de la universidad. Pero no confía en nadie. ¿Contarle a alguien?, ¡¿a quién?!, ¿a la doctora Castro, al doctor Millán o Garcés?, y ¿que todos se enteren y la miren raro? Ella necesita volver al Ferrocarril Subterráneo, al espacio en el que nadie la juzga por ser mujer, por tener útero y por decidir interrumpir un embarazo de tres semanas. Entonces, pide permiso para ausentarse de la recepción, plata prestada y corre al lugar donde unas treinta horas atrás abortó. Pero antes llama al novio, le dice que llegue al sitio porque está muy mal.
¿Cómo diantres llegó allí esta muchachita? La conexión fue bella e inesperada. Un año atrás, estuvo en Manizales con una de sus hermanas, visitaron a una prima. En una exposición de arte encontró, entre los souvenirs, una agenda color terracota, de solapa gruesa, como de cartulina, lomo de cuero café. Era la primera versión de la Agenda Mujer 1996; se convirtió en un pequeño diario de la jovencita. Ya en casa, leyó página por página. Encontró frases alusivas a mujeres, junto a una muñequita, hecha de puras líneas, llamada Mayra, bellísima. Al final, un directorio de diversas especialidades solo para mujeres en Cali, entre esas, la ginecológica. A los dieciséis recién cumplidos, aún en el colegio, ella encontró a las mujeres que un año y medio después la atenderán.
Al lugar le entraba el sol por todas partes; aunque ya es muy lejano para mí. Por fuera lucía como una casa grande. Por dentro, cuadros de arte, naturaleza, ¿una enredadera tal vez?, ¿matas en cada esquina? Mujeres en una sala que parecía la de una casa, muebles confortables, de nuevo cuadros, una mesa de centro. Médicas y enfermeras que van de un lado a otro con tablas en las que apuntan cosas. La casa tenía un consultorio en el primer piso y al fondo un espacio inesperado tipo clínica, que lucía más bien solitario y alejado. Si no se entraba, no era posible imaginar que allí había un quirófano. Recuerdo un olor dulce, paredes blancas. El consultorio tenía afiches pedagógicos sobre métodos anticonceptivos y órganos en yeso de las mujeres y un gran diploma colgado que certifica que la doctora es médica cirujana de la mejor facultad de la ciudad. La primera vez que fui tenía motivos muy distintos al de practicarme un aborto. Antes que el motivo de consulta, la doctora quería saber ¿cómo estaba?, por la universidad, quién era esa pareja, si me trataba bien y me miraban a los ojos, sonreían si yo sonreía, apuntaba todo. Decía: ¡claro, te entiendo!; ¿un flujo?, eso no es nada; ¡no te vayas a poner un óvulo!, haz esta receta; ¿pastillas?, humm y ¿si pruebas el DIU?; te ayudo; ¿ya tomaste cafecito o prefieres aromática?; usa pantis de algodón, te dejan respirar; ¿tomas lácteos?.
De no haber sido por esa agenda, nunca habría llegado a ellas.
En cierto sentido, me sentí como Cora Randall. Aquella niña negra que escapa de la esclavitud en Georgia y descubre la estación del ferrocarril subterráneo: un lugar liberado, un mundo afrodescendiente donde ser negra no tiene, ni tuvo estigma ni discriminación. Así era ese espacio para mujeres que descubrí en un mini directorio que tenía mi agenda: mi Ferrocarril Subterráneo1.
Esa chica araña un pequeño tronco de un árbol en la orilla polvorienta de un abismo. Logra sostenerse. Con fuerza, el impulso la hace llegar de nuevo al lugar donde le interrumpieron el embarazo. Dos mujeres, que ella ve hermosas como elfos, la acuestan en una camilla. Ponen paños de agua caliente en el vientre inflamado, acarician el cabello en desorden. Le hablan: “tranquila, no vas a morir, al menos no hoy”. Ella dice: tan pronto él llegue va a pagar todo; yo no tengo plata en este momento. La mano de la doctora vuelve sobre la frente y la acaricia, le repite: tranquila. La ingresan de nuevo a aquel quirófano y del vientre extraen coágulos de sangre muy grandes. La enfermera le explica que el endometrio hizo una barrera y que por eso la sangre que debió fluir, rumbo a la salida del cuerpo, estancada, se coaguló.
***
Ser mujer ha sido una experiencia desafiante con la muerte y el exterminio. Fui una de esas chicas marcada por esa sociedad machista en la época en que era un delito decidir —es decir, hasta el lunes 22 de febrero del 2022, quiero verlo como un tiempo muy lejano, aunque apenas empieza el proceso de liberación del estigma sobre la práctica del aborto— sobre una condición natural que se tiene al nacer y que está ahí. Una posibilidad que explota en el momento menos pensado, por circunstancias diversas y de las que una vez sucede, piensas: ¿puedo elegir?, ¿tengo derecho? En mi caso, como en el de miles, la respuesta es no. Aun así, a los diecisiete pasé a ser una de las 400.412 mujeres que abortan por año en Colombia. Solo entre el 1 y el 9% logran acceder a procedimientos como el que tuve.
¿Cuántas chicas murieron ese día, esa noche, ese mes, ese año en el que aborté? No lo sé. Pero en promedios recientes, según estimativos de la OMS del 2008, en Colombia mueren por aborto inseguro un promedio de 6 mujeres al mes y 1,5 por semana. Según el Instituto Nacional de Salud (INS), son 4 por mes.
Casi diez años después, en el 2017, en Colombia había 2.290 mujeres criminalizadas por el delito de aborto. El 42% tenían entre los 15 y los 19 años.
Con el fallo de la Corte será posible evitar que 70 mujeres mueran al año y que las 132.000 que sufren complicaciones reciban a cambio servicios de salud de calidad. según Causa Justa, el movimiento que logró la decisión de la Corte2.
Las cifras que hasta ahora no se calculan son las del estigma y el exterminio en vida. Es decir, tengo claro que me salvé de la muerte y de la judicialización aquella noche de dolor a punta de aguante y silencio, pero no del estigma, de la letra escarlata invisible con la que quedamos marcadas, incluso en el lenguaje. Del sujeto más un verbo incendiario: ella abortó. Del sujeto más el verbo de la penalización: Ella asesinó.
La marca escarlata indica que actuamos en la clandestinidad y casi a ciegas, solas. Haber vivido momentos de angustia como ese, en el que mi vida corrió peligro y aun así me vi maniatada para correr a salvarme por temor a ser denunciada, era ya una absoluta discriminación. ¿Acaso podía elegir? También resulta similar a esa marca invisible de lo que significó-significa ser judío o negro, de lo que implicó-implica nacer, en este caso con útero capaz de gestar y parir.
Nos hacen falta las cifras, los análisis cualitativos, las historias de las mujeres a las que el delito de aborto estigmatizó por haber nacido con una condición natural e inequívoca para gestar y parir… ¿A cuántas las condenó a ser madre por obligación?… ¿A cuántas deshumanizó y condenó, como animales, a parir?, ¿a cuántas precarizó?, ¿a cuántas las dejó en soledad?, ¿a cuántas sacó del sistema? (quizá un sistema perverso, pero las dejó sin competencia, al menos por elección), ¿a cuántas les arrebató la posibilidad de ser y habitar dentro de sí y erigirse sujetas de derecho?, ¿a cuántas minimizó al punto de encerrarlas en un único y absoluto rol: ser mamá? Un rol que resulta enfermizo al ser debatido bajo la despenalización del aborto. La sociedad idolatra a las madres, pero cuando tienen cinco meses de embarazo y deben abortar porque la vida está en riesgo, las aborrecen; esa sociedad del delito y la culpa es incapaz de ver la excepción y atenderlas bajo un estándar de derechos y no de moral, como si ser de las pocas que necesitan abortar a las 24 semanas las borrara. Bajo una doble moral, casi un mandamiento: amar a las madres sobre todas las cosas, pero resulta un oxímoron cuando tras la bendición, se les abusa, viola y asesina en condición de mujeres, parejas, hijas, hermanas.
Tras el trauma no tuve de otra que secarme las lágrimas, sacudirme las rodillas y seguir. Dos años después me fui de casa, con un dispositivo intrauterino a bordo. El miedo a ser descubierta me había terminado por desarraigar para siempre de algo, quizá del mandato de ser madre.
***
Al quitarle al aborto esa marca de riesgo, de muerte, machista, punitiva, inequitativa e injusta, la Corte también me quitó el estigma, la letra escarlata. Entonces, pasa algo surreal, una rectificación simbólica.
Vuelve a ser 1998. Aquella chica de diecisiete años se levanta de la cama. Va sin equívocos ni temor al cuarto de la madre. Le pide que la acompañe porque acaba de tomar la decisión de no ser madre, sin que esto resulte vergonzoso, menos un delito.
En otra dimensión miles de mujeres quedan libres de un campo de exterminio, es por culpa de la noticia de la Corte que la imagen se atraviesa sin permiso. Hablo para mi, absorta en la decisión judicial: no lo puedo creer, no lo puedo creer. La chica de diecisiete escucha el soliloquio en el que estoy. Enciende la luz de la habitación. Observa con detalle los ojos, la nariz, la boca, el cabello. Se reconoce en mí. De tantas veces que la visité, es la primera vez que hablamos:
—Estás bella— corta el silencio y el llanto.
—Es la ortodoncia —, le muestro los dientes y nos reímos.
—¡Qué bien!, ¿pudimos bailar?
—Más o menos. Al cumplir los diecinueve salimos del grupo de danza y no volveremos a hacerlo hasta los cuarenta y dos. Es toda una historia, pero te la cuento luego.
—¡¿Tanto?!, uff—, exclamó. —¿Somos periodistas?
—Sí que sí, señorita, ¡cuatro premios Simón Bolívar!
—¡¿Qué?!—, ella salta de la cama y brinca de felicidad con la cara hinchada, los ojos rojos. Vuelve a sentarse. —¿Y escritoras?
—Aún no… Yo creo que estamos a punto.
Vuelve a saltar de emoción.
—¿Estás bien?
Muevo la cabeza indicando que sí. Hace una pausa, piensa la siguiente pregunta y se lanza.
—¿Tomé la decisión correcta?, preguntó.
Hubo un silencio. A menudo pienso en eso, en el camino que siguió a partir de ese momento. Es como si me hubieras dejado elegir qué vida quería vivir… Trato de imaginar la otra opción y veo a una mujer sacrificada, con otro rol completamente distinto, madre soltera, sin duda alguna… Te confieso que tengo el pálpito de que a ese hijo o hija (nunca lo supe) la habrían asesinado en las protestas de mayo del año pasado… Porque viviríamos aquí y habríamos criado a alguien así, no lo sé… La miro a los ojos, expectante de mi respuesta, pero antes quiero contarle la historia de la bisabuela, ella no la sabe; de cómo el cura del pueblo la casó a los trece años con un señor de sesenta años, con el que tuvo ocho hijos y que, al enviudar le dieron la herencia al hermano y no a ella por ser mujer; que por eso llega con una mano adelante y otra atrás a Cali, con mi abuela chiquita, al barrio San Nicolás… En fin, tanto qué contarte.
—Nuestra vida es bella, mi amor, mucho más de lo que soñamos. Estoy aquí para darte las gracias.
Entonces, mi yo de diecisiete años y la señora que soy ahora, nos abrazamos largamente.
Diana Salinas Plaza
Febrero 22 de 2022
Bogotá
Adenda: especial agradecimiento a Causa Justa, Viejas Verdes, Profamilia, Oriéntame y a todas las colectivas y mujeres que hicieron posible en Colombia la despenalización del aborto hasta la semana 24 vía Corte Constitucional.
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Obra literariaThe Underground Railroad de Colson Whitehead, ganadora del Pulitzer y adaptada por Barry Jenkins, el director de Moonlight. En un artículo de la BBC comentan que: “Fue una red clandestina organizada por el movimiento abolicionista para ayudar a escapar a esclavos a través de una serie de rutas y conexiones a lo largo y ancho de Estados Unidos (e incluso fuera de sus fronteras)”. https://www.bbc.com/mundo/noticias-57835207.
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Todas cifras y datos tomados de Causa Justa: argumentos para el debate sobre la despenalización total del aborto en Colombia.
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