(01/09/2019)

Por: Gerald Bermúdez

Esta nueva mañana es algo especial. Danilo me prepara para un día movido. Todos los guerrilleros que están con él se reunirán con los que acompañan al otro comandante que vimos el día anterior. Manda a formar a la tropa. La primera instrucción es mudar el campamento a un punto río abajo. La segunda es que deben ser ágiles en la desmontada del campamento y el aprestamiento para embarcar en una hora. 

Una guerrillera, Adriana, la de 16 años que me hizo la mueca infantil el primer día, toma los morrales de campaña. Muchos de ellos hechos en las fábricas de suministros que Danilo asegura que tienen en la selva. Ahí se hacen, según él, uniformes, morrales, arneses y otros aditamentos. 

Adriana pone los morrales en fila. Casi todos tienen algún ornamento y algún bordado hecho por ellos mismos. Cintas de colores o cuerdas trenzadas adornan los equipos. Excepto por uno que no es un morral militar sino que es civil, de una marca reconocida. Pertenece a una de las mujeres más jóvenes que no precisó su nombre ni edad, pero que creo que no debe superar los 15 años. Con una timidez pasmosa me cuenta que lleva una semana ingresada en las filas. 

Yo tenía mi moto, mi novio, mi estudio. Pero mi mamá me pegaba mucho y eso me aburrió. Entonces aproveché que me fui de vacaciones a donde una tía. Ahí aproveché y me fui sola y busqué cómo meterme a la guerrilla. Y pues a veces me hacen falta mis cosas pero acá estoy amañada. Al menos no me pegan todo el día por todo. 

¿Y esa gorra llena de palabras? – le pregunto al ver que sostiene una cachucha en la que tiene escritos nombres y frases afectuosas, así como dibujos de corazones.               

—Es como un diario que empecé a hacer. Ahí escribo los nombres de mis amigos de la vida civil y los de acá. Ojalá no se me pierda. 

La preocupación por el futuro de mi hijo vuelve a aparecer como un fantasma. Tantas cosas que pueden fallar en la paternidad y que no solo dependen de la fortaleza institucional del país. Tantos errores de la familia que pueden llevar a que alguien decida irse a la guerra a enfrentar la muerte antes siquiera de tratar de entender la vida. 

Somos cerca de diez en el bote. Los morrales, la comida de la remesa, las armas y las municiones se confunden en los tablones que no dejan mojar la carga con el agua que se acumula en el fondo del bote. Volvemos a remontar la corriente y Róbinson, el piloto de ese bote, vuelve a cantar el reggaetón de moda. 

Cae una llovizna fina, son casi las diez de la mañana, el bote se detiene. En la orilla hay un cerdo amarrado a las raíces de un árbol semisumergido en el río que empieza a perder caudal. Al ganar la orilla, los guerrilleros del día anterior están un poco más simpáticos, al igual que el comandante veterano. El saludo es más caluroso y confiado. 

Al igual que el día anterior ambos comandantes se alejan un poco. Yo me quedo con algunos de los guerrilleros que posan para mis cámaras. Pasado un rato regresa Danilo y manda a que todos formen en una sola fila. Es en ese momento que deja claro el sentido de esa reunión. Los cerca de veinte que están formados y los dos comandantes van a hacer una almuerzo especial. Tal vez para que la muerte de Cadete no se sienta como un golpe tan duro.  

Los cinco más fuertes y los tres más nuevos, entre los que está la joven de la gorra que hace las veces de diario, se hacen alrededor del cerdo (que sabe que sigue para su corta vida). Un garrotazo en la cabeza lo hace perder el sentido y es en ese momento que el cuchillo busca el corazón del animal y este se desangra en cuestión de un minuto o dos. El olor de la sangre y la excitación de tantas personas inmersas en el sacrificio hace imposible poder calcular el tiempo. 

En menos de una hora destazan al animal. Los más fuertes y veteranos enseñan a los más jóvenes y bisoños. Es una suerte de rito de paso, un ritual de iniciación. De esa manera pueden empezar a familiarizarse con el trabajo colectivo y con la muerte. Yo me he ido acostumbrando a ese ritual que es común en la ruralidad colombiana y en el que no participo mayormente como no sea para fotografiar el proceso de transformación de ese animal en raciones de comida.

Unos se encargan de cortar la carne en porciones para el almuerzo comunal. Otros de hacer unas morcillas con la sangre y los intestinos del cerdo. Mientras esto sucede Danilo se acerca y sin que medien preguntas comienza a hablarme por su cuenta. 

Yo comencé en la guerrilla muy pequeño. Me integré a estructuras urbanas de las FARC cuando tenía doce años. De ser un vigía que avisaba la aparición de la policía pasé a ser uno de los que pintaba grafitis alusivos a esa guerrilla. Cuando tenía catorce años la policía me empezó a buscar y yo sabía que me iban a matar. Preferí irme a las filas de las FARC. Comencé en la Compañía Mariscal Sucre como combatiente raso. Poco a poco, en cerca de 14 años escalé posiciones hasta convertirme en encargado de comunicaciones del Bloque Sur, que operaba en esta misma zona. Esta ha sido como mi casa durante mucho tiempo. 

Hace una pausa y se queda mirando el río, escucha para saber si viene algún bote. Y efectivamente se acerca la larga lancha que hace el trayecto entre los poblados ribereños. Da la orden a todos de que se hagan orilla adentro y se escondan entre la espesura. La premisa es no dejarse ver por los civiles a menos que ellos lo decidan así. Cuando pasa el bote y se pierde en las curvas del río, prosigue. 

Cuando volví a estas selvas hace casi dos años llegué como un guerrillero raso. Tuve que irme ganando la confianza de los mandos. Eso de estar en el proceso de paz y luego volver a la guerra no genera toda la confianza del mundo. Uno no sabe quién regresa y con qué intereses. Pero pues yo he sido siempre un revolucionario y eso se deja ver y por eso he ido escalando. Ahora soy comandante de las FARC-EP, las únicas que hay. Tenemos control sobre casi todas las partes del país donde estuvimos antes de la firma del acuerdo de paz. Somos casi tres mil en todo el país. Al final vamos a triunfar. 

Se interrumpe y decide unilateralmente que ese monólogo termina y no da lugar a preguntas. Se levanta y llama a formar a las unidades, que es como llaman a los guerrilleros en su argot. Les avisa que ya pueden almorzar y que soy fotógrafo y periodista y que voy a hacer fotografías de ellos. Que son autónomos para decir si quieren o no ser fotografiados. 

Muchos se acercan con timidez, otros deciden esconderse entre los árboles pero hay otros, sobre todo mujeres, que deciden organizar su ropa y maquillarse para dejarse fotografiar. No cuentan mucho de sus vidas pero es como si hicieran el acuerdo tácito de que puedo robar algo de ellas con cada foto que tomo. 

Con ellos se va la tarde entre fotos y el festín del cerdo salado. No hay consumo de alcohol y antes de que caiga la noche nos volvemos a mover hacia otro punto río abajo. La búsqueda de un sitio para montar el campamento nos toma casi una hora y se da bajo un súbito aguacero que por más que lo intente no refresca debido a la humedad selvática.  

Finalmente llegamos a una explanada en la que hay una construcción abandonada y protegida con un techo de zinc. Esa fue la escogida para pasar los siguientes días. —El techo además de proteger de la lluvia también protege de las lecturas de calor que hacen los aviones del enemigo para poder saber cuántos somos y dónde estamos, dice Andrés. 

Se organiza el campamento y Danilo da las instrucciones para el día siguiente. Los novatos van a empezar a recibir instrucción básica en formación, giros y entrenamiento físico. Toma un cuaderno que guarda en su morral y ahí anota los turnos de la guardia y de la cocina. El cerdo salado y el arroz aparecen en la noche y es el momento de descansar con el estómago lleno y cierta sensación de tranquilidad en el pecho. 

Sin embargo, la guardia de las dos de la mañana regresa al campamento y avisa en voz baja que vio movimientos raros en el río. Danilo le responde que puede ser un animal grande, una danta o un jaguar tal vez, y que hay que estar atento por si es un miembro de las fuerzas especiales del ejército, o Zorro como lo llaman los guerrilleros. Ese ambiente de tranquilidad se quiebra cuando empiezan a resonar helicópteros en el cielo sobre el claro en donde estamos. 

Danilo ordena no encender ninguna linterna ni hablar. Son dos horas bastante tensas en las que moverse es un ejercicio consciente en aras de minimizar el ruido que se pueda hacer. Son momentos en los que recuerdo el ofrecimiento de Andrés de protegerme a sangre y fuego; de planear una ruta de escape en medio de las tinieblas y la corriente del río; de plantearme escenarios posibles si se inicia un cruce de disparos; de aguzar los sentidos y esperar como una estatua. Finalmente hacia las cuatro de la mañana cesan los ruidos de los helicópteros y el día retorna a una aparente normalidad que de todas maneras sigue marcada por la tensión.

Al despuntar el día y disiparse la bruma de la madrugada puedo ver que esa explanada a la que arribamos de noche es un cultivo de coca en medio de la selva. Después de desayunar cerdo salado y arroz otra vez, Danilo da instrucciones para que comiencen las lecciones de formación y preparación política. Los más novatos comienzan a aprender cómo dar los giros, a afinar la noción de derecha e izquierda que los hace equivocar constantemente. Corren entre el cocal acondicionando sus cuerpos a las exigencias de la vida en la guerra.  

Luego Danilo les habla sobre la historia de Colombia, en particular sobre el momento en que las guerrillas liberales aparecen en el espectro político nacional en la década de los 50; sobre la necesidad que, según él, “hay de una justicia social que el Gobierno respete”. Los guerrilleros toman nota sin hacer muchas preguntas. Tal vez debe ser porque están comenzando esta nueva dinámica de aprendizaje en la que aún no tienen la confianza para preguntar o comentar; o debe ser que son tímidos por naturaleza y por eso tampoco han querido saber mucho de mi trabajo.  

Un nuevo aguacero hace que el techo de zinc cumpla una de las dos funciones descritas. Y al no poder hacer mucho por cuenta de la lluvia, el día se comienza a ir entre algunos de ellos que cantan, seguidos por otros que cuentan chistes u otros, los veteranos, que cuentan historias de guerra. Los escenarios son junglas y ríos del sur del país, de la Amazonía colombiana que tiene la guerra como realidad. 

Al llegar la hora de la cena, a las siete de la noche, y el desaparecer de la luz del sol, la lluvia cesa casi que de un solo golpe. Y es en ese momento que se abre la noche más estrellada que haya podido ver en mucho tiempo. Son tantas las estrellas que es difícil reconocer las constelaciones más comunes. 

Danilo da permiso para que los guerrilleros se retiren a dormir exceptuando los turnos de guardia. Rompen la formación después quedar en posición de firmes y descansen al grito de “¡Viva Colombia!”.  Me invita a ir bajo un pequeño cobertizo anexo a esa construcción personal, y bajo la presencia del planeta Marte, el antiguo dios de la guerra de los romanos, me dice algo sorprendente.

Las FARC nacimos hace más de cincuenta años como un grupo pequeño de revolucionarios. Un grupo que se movía por las montañas. Hoy somos un grupo pequeño en comparación a lo que fuimos, pero somos un grupo que crece cada día, no solo en número sino en experiencia. Somos un grupo que se mueve por selvas, montañas y ríos. Esto para nosotros es una nueva Marquetalia. Esto es un nuevo origen, es una nueva oportunidad de, finalmente, ganar la guerra. 

Esas palabras me quedan resonando en la cabeza mientras él me muestra luces de colores que se mueven en el cielo. Me dice que son drones con los que los espían. Puede tener mucha razón y no solo deben ser drones, también pueden ser satélites y una que otra estrella fugaz.

La Salida

A la mañana siguiente me dice que debo salir de la zona ese mismo día porque, al parecer, las condiciones de seguridad no son las mejores. Me embarco con la idea de que estas historias no pueden ser algo que se quede en los partes oficiales. Son vidas, muchas vidas que hacen parte de una realidad inocultable: la guerra.  

Las seis horas que había costado llegar a esa zona se convierten en ocho, debido a la corriente que toca vencer. La lluvia no cesa, un dolor de cabeza no me deja abrir tranquilamente los ojos y solo fumando se calma un poco.

➤Lee la investigación «Una ministra con sangre de empresaria»sobre minInterior Nancy P. Gutiérrez

Al llegar al caserío desde el cual inició esta historia, una patrulla del ejército pareciera estar esperándome. Me preguntan por mi origen y mi destino. Les digo que soy periodista y no doy más detalles confiado en que los seis días de riesgos, ejerciendo mi labor, llegaron a su fin. 

Me subo a la parte trasera de una camioneta que me llevará a un hotel con ducha caliente en el que me daré cuenta de que el dolor de cabeza no cesa. Dolor que será el síntoma temprano de una meningitis, que no me aquejará hasta una semana después y que será una suerte de recordatorio de que en esta guerra a todos nos cobran una cuota. 

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