(30/08/2019)

Por: Gerald Bermúdez

Bogotá, 29 de agosto de 2019. Hora: 6 a.m.

“Iván Márquez anunció que se rearman”. Es el despertar y una alerta. Un rumor que ya venía creciendo en redes sociales, círculos políticos y periodísticos, que meses atrás se había prefigurado en las charlas y entrevistas a dos comandantes de los grupos armados que se desprendieron del Acuerdo de paz, que se firmó con las FARC en 2016. Cuatro horas después una fuente reservada confirmó la noticia. Son un solo grupo el de Gentil Duarte e Iván Márquez. Se confirma, entonces, una noticia que empecé a escribir hace varios meses y que decido publicar.

La llegada, cinco meses atrás

Están 6 horas río abajo. 

Dice el conductor del bote con la cabeza cubierta por una gorra de baseball y un pasamontañas de lana para protegerse de los 10 grados centígrados que sumados al viento frío generado por la velocidad de la lancha, me tienen tiritando en ese río turbio de las selvas del Putumayo, en el que voy al encuentro de una de las estructuras “disidentes” de las extintas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC. Son las 5 de la mañana y el sol es una promesa que se perfila entre la bruma que se levanta del agua. 

A pesar de desear que sea una exageración, las 6 horas se quedan cortas para el recorrido por los meandros selváticos, tan profundos, llenos de animales y misterios que a veces le dan paso a alguna casa. La mayoría, rodeadas de sembradíos de coca. 

Cuando el tedio empieza a reemplazar la ansiedad con la que me embarqué en esta madrugada, veo en un punto de la orilla a un joven vestido de verde oliva y colgando de su hombro un fusil AK-47, seguramente uno de los que están ingresando por las fronteras del sur de Colombia para seguir alimentando la guerra.

Saluda levantando la cabeza y mirándome desde algún lugar muy lejano, a pesar de que hace ese gesto desde su baja estatura. No tendrá más de 17 años, pero esa altanería no es otra cosa que el poder que dan las armas en las zonas a las que la indiferencia del Estado ha condenado al olvido. Su edad revela algo que me será patente en este viaje; no solo están ingresando armas nuevas a este grupo armado, también están ingresando jóvenes, casi niños, con una frecuencia que me hace pensar en el futuro de mi hijo. 

Ese interés en el futuro se empezó a definir en mí y en muchos colegas cuando en noviembre de 2016 se firmó el Acuerdo de Paz que marcó la historia de Colombia y que trajo como consecuencia la desmovilización de esa guerrilla y la dejación de las armas que tenían en su poder como grupo armado al margen de la ley, algo que la ONU certificó en su momento. Así, los miembros de la otrora guerrilla pasaron a ser un partido político con el mismo nombre pero ahora las siglas significan Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común – FARC. 

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Ese acuerdo, que se negoció durante casi todos los dos periodos presidenciales de Juan Manuel Santos en la ciudad de La Habana, del que muchos fuimos testigos y que particularmente me trajo la esperanza de una nueva Colombia, que podía empezar a fraguarse en medio de transformaciones rurales o políticas, hoy en 2019, no tiene muchos visos de que vaya a implementar por parte del actual Gobierno de Colombia, el de Iván Duque. 

Muchos excombatientes volvieron a las armas y otros que nunca habían estado en la guerra se sumaron a estos grupos, que para las personas ajenas a esas zonas en conflicto son ‘disidencias de las FARC’, pero que para los residentes son otra cosa y estando en esos territorios la presencia de ese nuevo, viejo u otra definición de ese actor armado, es algo que se siente. Es una presencia que se sabe que está por ahí, en alguna parte. Una sensación que empieza a generarse cuando el asfalto da paso a las vías destapadas, a los caminos de herradura o, en este caso, a los ríos. 

La guerrilla nunca se ha ido. Es decir, patrón, se fueron cuando se firmó la paz, pero hubo unos que no se fueron y que se quedaron esperando que iba a pasar y esos siguen por acá. Y pues son la ley y, para qué, pero el pueblo mantiene sano

Es lo que me decía el conductor del bote, gritando para que pudiera oírlo por encima del ruido del motor fuera de borda.  Son palabras que en los últimos dos años he ido escuchando de manera casi idéntica en muchas zonas del país; desde el Guaviare, al sur de Colombia hasta el Catatumbo, al nororiente. Son palabras que ponen en alerta los sentidos de los reporteros y de la fuerza pública que patrulla los caminos y veredas intentando llegar a donde están los comandantes de esta nueva versión de las FARC. 

En esas zonas, estas FARC controlan las horas en que pueden circular los automóviles, la duración de las fiestas y en algunos casos, dirimen conflictos entre vecinos o familiares. En esta región cercana a Mocoa, la capital del departamento del Putumayo, es difícil toparse con columnas guerrilleras o comandantes uniformados caminando en las poblaciones. Ahora prefieren no ser vistos. Son una presencia sin el poder que llegaron a tener hace una década.

Remontamos unas escaleras labradas en los cuatro metros que tiene la orilla que da a las aguas fangosas. Al llegar al borde me topo casi de narices con Danilo Alvizú (su nombre de guerra), él es uno de los tres comandantes que tiene esa zona del Putumayo.

Danilo Alvizú

Mano, cómo le fue. ¿Muy largo el viaje? ¿Quiere una gaseosa?

No gracias sumercé, largo el viaje pero nada que no arregle una buena estirada de piernas. Paso de la gaseosa y mejor le recibo agua. Le contesto mientras espero que esa agua que pedí me refresque, ya que el frío del que hablé se disipó al acercarnos al mediodía y en su lugar hay un calor pegajoso que me hace sentir como si estuviera dentro de un horno.

Lo acompañan cerca de diez chicos combatientes a quienes la timidez los hace saludarme de manera desconfiada. La mitad de ellos son mujeres, aunque la mayoría apenas están llegando a los 18 años, al igual que los otros cinco. La presencia de menores de edad en estas filas es reflejo de…

 —De la falta de futuro para los jóvenes. No hay futuro, la guerrilla es mi futuro, es lo que me veo haciendo mucho tiempo de acá en adelante.

Así se expresa alias Andrés (su nuevo nombre de guerra) quien, me entero en ese instante, será el encargado de mi seguridad ante la posibilidad de un combate con el Ejército de Colombia.

Los treinta años de Danilo Alvizú están contenidos en el cuerpo menudo de un hombre de la ciudad que se acostumbró a la selva por cuenta de la guerra. Mira mis cámaras fotográficas con fascinación, ha sido fotógrafo y videógrafo desde hace varios años, primero en las filas de las FARC y luego durante su vida civil. 

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Ya lo conocía de mi trabajo, algunos años antes de que fuera firmado el Acuerdo de Paz de 2016. La primera vez que hablamos durante un trabajo periodístico que hice en la orilla de otro río, en otra selva lejos de esta, en un año lejano a este, me dejó clara su fijación por las cámaras fotográficas.

Tomar fotos es como usar un fusil pero con la diferencia que usted dispara para atraer al otro, para conservarlo en sus manos, en una tarjeta, en la memoria. El arma lo intenta alejar, lo quiere poner lejos. 

 Cuando se firmó el Acuerdo de 2016, Danilo cambió las armas por las cámaras. Entonces, a veces lo encontraba en alguna rueda de prensa, o cerca de los grandes poderes de Colombia fotografiando. Empezó a trabajar como fotógrafo y videógrafo en la productora que los excombatientes fundaron y que se llamaba Nueva Colombia Noticias. Luego decidió empezar a trabajar por su cuenta. Algo que siempre, según me dijo, fue frustrante.

Es muy duro cuando usted tiene en su cabeza y en su interior un proyecto revolucionario y luego va viendo que el gobierno no quiere cumplir lo que se firmó y que poco a poco van matado a los camaradas que vivieron la guerra con uno. Eso lo pone a uno a pensar. 

Un zancudo cae presa de una mano más rápida. Se queda mirando concentrado la inmensidad de la selva mientras el sol va cayendo y se asoman miríadas de estrellas. 

Todo eso terminó un día en que me llamó. Yo estaba en Bogotá y él también. Allí confesó que no podía más, que su compromiso era el de continuar su lucha revolucionaria. Que así se lo había prometido a Alfonso Cano en su tumba, Cano fue uno de los comandantes de las FARC, quien murió en un operativo del ejército colombiano en 2011.

Danilo regresó a la guerra hace dos años y me quedé pensando, durante ese par de años, en su futuro. Busqué noticias sobre las zonas dónde podría estar y temí que cayera en algún operativo militar. Algo que hasta ahora no ha pasado. 

La jornada termina con la cena y la ida a dormir en las ‘camas’ improvisadas con plásticos y hojas.  Aunque duermo en mi hamaca con mosquitero. Ellos están acostumbrado desde niños a dormir en sitios incómodos, porque antes les tocaba en las fincas selváticas de colonos, de donde provienen la mayoría de los miembros de las guerrillas que operan en esa zona. 

Las Farc

El segundo día inicia con las noticias de una emisora local que salen de un radio a baterías. Danilo hace formar a los miembros de su grupo, la Comisión Domingo Biohó (nombrada así por el primer esclavo africano sublevado en América en el siglo XVII). Esta comisión tiene como finalidad encargarse de las comunicaciones de esas estructuras armadas en el Putumayo. La mayor parte de los que hacen parte de ella han vivido en algún momento en ciudades o poblados cercanos y han tenido acceso a Internet desde teléfonos celulares. 

Yo sé usar computador y manejo bien redes sociales y sé digitar, por eso es que me escogieron para esta comisión, dice alias Adriana, con mirada orgullosa y una sonrisa de satisfacción. Es inevitable que vengan a mi cabeza los incontables adolescentes que me cruzo todo el tiempo en las ciudades o los pueblos. Jóvenes aferrados a sus teléfonos celulares y que no salen de ese mundo que cabe en la palma de la mano. Es difícil no pensar en lo que puede significar para un adolescente dejar esa vida atrás y largarse a la selva a hacer la guerra. 

Una guerra inclemente que es indiferente a los dramas y aspiraciones individuales, pensé.  

La estufa portátil a base de gasolina se deja oír en la mañana mientras los huevos revueltos son hechos por el ranchero (encargado de la comida del grupo, turno que se rota diariamente). Café, arroz y huevo es la dieta con la que empezamos el día. La formación se rompe para que los guerreros vayan a tomar el desayuno y recojan las “caletas” que es como llaman a los refugios improvisados en los que duermen. Yo empaco de nuevo mi equipaje ante cualquier imprevisto.

Danilo me llama aparte, me ofrece acompañarlo a un patrullaje por el río y a reunirse con otro comandante. Corro por mis libretas y me choco de frente con alias Adriana que debe estar bordeando los 16 años. Le da la espalda a la selva que pareciera que se traga la luz del día. Se disculpa con un poco menos de timidez que ayer, incluso sonríe con una mueca infantil que me hace recordar que en medio de su vida guerrillera la edad es difícil de esconder.

Siento a alguien a mi espalda y me doy cuenta de que Andrés sigue las órdenes dadas el día anterior y no se me despega. Su fusil, otro AK-47, que al parecer tiene el mismo origen de quien me recibió en la orilla del río y que nunca me dará su nombre, se atraviesa en mis movimientos y me genera la incomodidad propia de quienes nunca nos hemos estado cerca de las armas.

Embarcamos y salimos río arriba los cuatro, Danilo, Andrés, Róbinson (quien maneja la lancha) y yo. Vuelvo a encontrarme en medio del agua turbia y poderosa, ese telón de fondo que es como una presencia totémica para todos los que dependen y viven de él.

Durante la hora que nos desplazamos dos cosas llaman la atención poderosamente: la primera es la maestría con que Róbinson maneja el motor fuera de borda mientras canta fuerte, con una voz salida desde lo profundo de su ser; —Vamos pa’ la playa a curarte el alma” (reggaetón de moda) a la par que va esquivando los bancos de arena, los bajíos y los árboles atravesados en la corriente; la segunda es el ruido frecuente de helicópteros a lo lejos.

Mano, esos son helicópteros del enemigo que se mueven entre varias de las bases que tienen acá. Dice Danilo, mientras se tapa la cara para evitar el rocío de la estela de la lancha.

¿Y ustedes andan así como así? No les preocupa que los ataquen o algo… 

Nosotros conocemos los sonidos de los helicópteros y esos no son de ataque. Además, siempre pasa primero el avión fantasma marcando la zona y luego llegan las bombas. Los helicópteros son lo último que se oye porque son los que desembarcan la tropa.  

Me quedo temiendo el momento en que eso pase y pienso que ojalá no sea cuando yo esté ahí, que no ocurra una operación militar como la que tuvo lugar un par de días antes en las llanuras del Caquetá, en la que murió el comandante Rodrigo Cadete. De esa muerte nos enteramos al desembarcar el bote en un punto en el que Danilo puede acceder a la señal de un televisor que parece estar en un altar, sobre una mesa de billar, en una tienda que vende comida, cerveza y gasolina para las casas aisladas que abren el monte. Casas que he conocido durante muchos años y que siempre me dejan una sensación de angustia generada por la lejanía, el aislamiento y la pobreza. 

Los encargados de la tienda son civiles que aprendieron a convivir con la guerra como lo señala uno de ellos —acá toca vivir de lo que hay y sobrellevar la situación. De todas maneras la guerrilla siempre ha estado en esta zona y es la realidad que nos toca vivir—. El noticiero de la mañana del canal RCN da cuenta de los operativos en los que cayó Cadete y un silencio sepulcral se cierne sobre Danilo y sobre otro comandante que prefiere omitir su nombre. Este comandante veterano me dice —prefiero morirme en el monte dando bala que andando en la calle desprevenido y sin poderme defender. Su charla es la de un hombre endurecido a punta de plomo y sangre.

Cuando vimos que la guerra no se iba a acabar porque entregar las armas era estar desprotegidos, varios mandos decidimos no sumarnos a ese acuerdo. Sentimos que es una traición y el tiempo nos está dando la razón. No hay cumplimento, más de cien camaradas que sí firmaron han sido asesinados. Entonces así cómo quiere usted que nos entreguemos y además de que nos maten, dejemos que otros traicionen nuestra lucha. Si los comandantes Jacobo Arenas, Manuel Marulanda o Jorge Briceño estuvieran vivos las cosas se hubieran hecho diferente. 

—¿Quiénes otros?—

Le pregunto mientras nos pasamos el encendedor para poder espantar los zancudos con el humo de los cigarrillos.

Los que firmaron y ahora están en Bogotá, en el Congreso, figurando en las noticias. Los que nos dieron la espalda

La charla se interrumpió para escuchar las declaraciones del ministro de Defensa, Guillermo Botero, que confirma la muerte de Cadete. Este último se había sumado a las negociaciones y un año después de haberse firmado el Acuerdo de Paz se separó de la escolta oficial que le proveía el Estado y volvió a la guerra. 

Él fue uno de los que tuvo como tarea volver a crear frentes en el Putumayo en esta  etapa de ‘disidencia’. Como resultado de esa etapa hoy existe el Frente Carolina Ramírez del Putumayo (su nombre proviene de una guerrillera que murió en las primeras acciones de la fuerza pública contra esta versión de las FARC). Este frente depende de las directrices que da el mando superior en el departamento del Guaviare. Estas fuerzas están comandadas por Iván Mordisco, quien fuera uno de los primeros en no acogerse al proceso de negociación de paz como lo dejaron en evidencia los medios de comunicación en 2016. 

Iván es el primer mando importante que decide separarse de ese proceso, le sigue John 40 y cuando Gentil Duarte va a La Habana a la mesa de negociación y regresa con la directriz de hacer que Iván se sume a los que estaban negociando, decide separarse también de ese proceso y así es que se crea la comandancia del Frente 1º Armando Ríos. Ya después se juntan con Rodrigo Cadete y ahora estamos acá. Y los que dicen que no existimos y que somos grupos sin coordinación, pues acá nos tienen de frente. 

Me mira esperando mi reacción al énfasis que le dan a sus palabras, los gestos de sus manos, que van dibujando esa historia en el aire al mismo tiempo que sostiene el cigarrillo. Su veteranía causa impresión y se impone. Me recuerda a muchos de los comandantes guerrilleros que conocí en el Caquetá cuando cubrí la X Conferencia de las FARC, en 2016, en la que tomaron la decisión de firmar el Acuerdo de Paz. En esos días nadie podía asegurar dónde se encontraba Gentil Duarte o si iba a volver o no a la guerra. 

Y ahí estaba yo, dos años después, frente a uno de los que dialogó con Duarte en esos días. El azar se abate sobre nosotros sin que podamos anticipar lo que viene, como la creciente súbita de un río. 

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