(25/10/2018)

Por: La Liga Contra el Silencio

Criados para callar

Mataje Nuevo es un pueblo que vive en silencio. A principios de agosto nadie pasaba por allí, y aunque el calor sofocaba, las puertas y las ventanas de las casas permanecían cerradas. El comedor La Fronterita –el único sobre la vía asfaltada– estaba vacío, igual que el coliseo deportivo. Solo un grupo de niños de la escuela Mi Patria correteaba en el patio. Sus gritos y sus risas interrumpieron el letargo de esta comunidad recostada al borde del río Mataje, una frontera natural que separa a Ecuador y Colombia durante 28 kilómetros. Este cauce es una de las principales rutas para el transporte de narcóticos desde Sudamérica hacia Centro y Norteamérica.

La última vez que Ortega vio a su hijo, el calendario marcaba el 25 de marzo de 2018 y eran las 14:00 de un domingo. “Yo estaba bastante delicado de mi salud, apenas me levanté y le di un abracito. Ese es el dolor que me queda”, se lamenta. “Otras veces le daba un abrazo muy fuerte, la bendición y un besito en la mejilla”.

En ese poblado, el 26 de marzo de 2018, en horas de la mañana, se perdió por siempre el rastro de los tres integrantes del equipo periodístico del diario El Comercio, secuestrados y asesinados por guerrilleros disidentes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) liderados por Walther Arizala, alias Guacho.

Desde entonces, cualquier persona –sea periodista, médico, profesor o funcionario– que quiera entrar a Mataje, solo puede ir con un fuerte resguardo militar. Estas visitas son incómodas para los lugareños, y se percibe cuando este pueblo silencioso comienza a hacer ruido.

El 1 de agosto pasado, por primera vez en más de cuatro meses, un equipo de cuatro periodistas logró entrar a Mataje. Lo hizo con el resguardo de una caravana de cinco camionetas y un jeep, encabezada por un camión tipo HOWO y 20 soldados armados con fusiles HK. Un grupo vestido de civil, con chalecos antibalas, grabó todo el recorrido. Durante la visita, que duró 20 minutos, los agentes también usaron un dron para sobrevolar la zona y evitar sorpresas. Los vehículos estacionaron cerca del centro de salud local, entre policías y militares que escoltaban al personal médico encargado de atender a los pacientes en los caseríos fronterizos.

El coronel Milton Rodríguez, de la Fuerza de Tarea Conjunta de las Fuerzas Armadas de Ecuador, lideró el recorrido. El grupo salió de la Base Naval de San Lorenzo hasta Nuevo Mataje, la parte más joven del pueblo, inaugurada en 2006 con viviendas donadas por el Gobierno ecuatoriano. En ese mismo lugar, Paúl Rivas, Efraín Segarra y Javier Ortega fueron secuestrados.

Las alertas al interior de diario El Comercio estaban encendidas. Dos días antes de la salida de Javier, otro grupo de periodistas, liderado por el reportero Fernando Medina, acababa de regresar de la región fronteriza con cierta intranquilidad.

“¿Por qué me graban? ¡No me graben!”, gritó una mujer, y se cubrió el rostro al ver las cámaras. Un joven que llevaba un bebé en brazos ignoró el saludo del coronel Rodríguez y prefirió cruzar al otro lado de la calle. Dos hombres más que calzaban botas y trabajaban en la cancha deportiva también ignoraron al militar. “¿Podemos parar?”, preguntó un camarógrafo al pasar frente a la única estructura de hormigón que hay en esa población. “¡No!”, contestó Rodríguez.

Esa casa de dos plantas, con vidrios polarizados y puerta de metal, contrasta con las viviendas humildes en la zona y pertenece a la madre de Guacho, líder del Frente Oliver Sinisterra, que secuestró y asesinó al equipo de El Comercio, y a Óscar Villacís y Katty Velasco, una pareja raptada en la misma zona. Hoy se desconoce el paradero de Guacho, después de que el Gobierno colombiano anunciara que resultó herido en combate. Días después, el Ministerio de Defensa de ese país admitió que no podía confirmar esta versión.

Cuando los agentes allanaron esa casa, el 16 de marzo de 2018, encontraron escaleras de metal y pisos cubiertos por baldosas. Hallaron también dos computadores que contenían las cartas cruzadas entre Guacho y Gentil Duarte, jefe del frente primero de las FARC. En una de ellas, Duarte le dijo a Guacho que debía “seguir forjando el auténtico ejército revolucionario de las FARC-EP. Que hoy más que nunca sigue vigente”. En la casa se encontró también una placa metálica con el nombre de Arizala Vernaza Juan Gabriel, un hermano de Guacho capturado en Colombia. Había además un grabador de video digital marca Hikvision, empresa dedicada a la venta de productos para videovigilancia. El último objeto que encontraron fue un libro en cuya portada se ve a un niño con traje militar y un arma atravesado por el título No tuve juguetes, pero tuve un fusil: de niño guerrillero a instructor militar, de Carlos Castaño. El texto, hallado con sus esquinas dobladas, es la historia de un niño que ingresó a los 12 años a las FARC y que terminó siendo jefe de 5 000 paramilitares. Aquel día a principios de agosto, a un lado de la vía a Mataje, un grupo de mujeres lavaba su ropa en un riachuelo. Ninguna respondió a los saludos. El golpe de la ropa contra las tablas de madera fue lo único que se escuchó. Allí todos parecen saber que si hay periodistas, también debe haber militares cerca.

En Mataje Nuevo, los pocos transeúntes reniegan de los soldados y de las cámaras. Cuando la camioneta dobló en la esquina y tomó la calle posterior a la casa de la mamá de Guacho, una mujer que estaba sentada sobre una banca de madera y junto a su lavacara de ropa hizo un gesto con su brazo como si dijera: “¡Fuera!”. En el recorrido apareció una casa con sus puertas abiertas, pero sin ningún rostro a la vista. Solo un perro merodeaba. Más adelante, otra mujer, sin mirar la camioneta, exclamó algo indescifrable en tono malhumorado. Un hombre que barría fuera de su casa dio la espalda.

Las alertas al interior de diario El Comercio estaban encendidas. Dos días antes de la salida de Javier, otro grupo de periodistas, liderado por el reportero Fernando Medina, acababa de regresar de la región fronteriza con cierta intranquilidad. En una carretera, encontraron un cadáver con señales de golpes en el abdomen, custodiado por cuatro sujetos esquivos que no respondieron ninguna pregunta.

Aunque del lado ecuatoriano no se cultiva coca, el negocio ilegal afecta a ambos territorios. El suroccidente de Colombia —principalmente los departamentos de Nariño y Putumayo— es una de las zonas con el mayor número de cultivos de coca de este país. Tumaco, en la ribera colombiana del río Mataje, tiene 19 517 hectáreas de esas plantaciones, lo que representa 11 % del total nacional, una superficie superior a toda la ciudad de Barranquilla. Desde el aire, o en los mapas satelitales, se puede comprobar el tamaño de la mancha que ha dejado la tala de bosques para dar paso a las plantaciones ilícitas. A ambos lados de la frontera, ver y callar es la lógica de supervivencia.

A los pocos minutos de la llegada de un equipo de esta alianza periodística, canciones de reguetón se escucharon a todo volumen desde una de las casas. “Así avisan al otro lado que estamos aquí”, dijo un militar. También contó que, en ocasiones, encienden motosierras para dar avisos. Los militares que acompañaban al grupo querían terminar pronto el recorrido. Los gritos y las risas de los niños en Mataje ya no eran el único sonido en el lugar.

Por la misma calle por la que entró, la caravana salió rápidamente, y luego se detuvo por un instante en el puente binacional que, del lado colombiano, solo conduce a la selva. Colombia aún no construye la parte de la vía que le corresponde. En el puente “hacia la nada” hasta los militares se toman fotografías. Con su pistola de dotación desenvainada, el coronel Rodríguez ordenó salir de ahí.

La frontera perdida

A 700 metros del Nuevo, está Mataje Viejo, donde viven los habitantes más antiguos del lugar. Hasta allá solo se accede por un camino de tierra que se pierde entre los matorrales. En esa misma ruta, el 20 de marzo de 2018 una patrulla militar fue atacada con una bomba casera que fue activada con cables eléctricos. Murieron los militares Luis Alfredo Mosquera Borja, Jairon Estiven Sandoval Bajaña y Sergio Jordán Elaje Cedeño. Quince días después falleció el soldado Wilmer Álvarez Pimentel por la gravedad de sus heridas. Desde entonces, el acceso a Mataje se restringió. Solo los habitantes del sector pueden entrar.

En una primera visita, el 12 de junio de 2018, este equipo periodístico encontró dos controles sobre la vía de ingreso. Uno estaba integrado por policías y militares, el otro era un retén militar junto a una pequeña loma, donde hay una base de la Marina de acceso prohibido para civiles. El retén era una estructura de palos de madera y techo de plástico donde dos uniformados cumplían su turno.

Desde allí los hombres vigilaban, aprobaban o negaban el ingreso de cualquiera. Dos bloqueos con una cinta amarilla, un cono reflectivo y un rótulo de “PARE” interrumpían el tránsito. Para permitir fotografías, un militar pidió autorización por radio, aunque su trabajo consistía solo en anotar los nombres de quienes ingresaban.

El 15 de agosto, el equipo hizo un nuevo viaje a la zona. Esta vez sin resguardo, pues las autoridades militares aseguraban que no había mayor peligro. Pero al llegar, del retén de la Marina salieron tres militares que palidecieron al notar que la camioneta no era del sector. “¡Usted se arriesgó!”, le dijeron a una reportera.

En los controles sobre la vía, los soldados pidieron al grupo un salvoconducto y explicaron que la amenaza en el sector era real por la gran cantidad de caminos que hay cerca de la carretera y que conducen a poblaciones lejanas. “¡Usted tiene que venir con protección militar y policial!”, insistieron. Ocurrió el mismo día de la captura de Rito Jayro R., alias el Lanchero, quien se encargaba de la movilización de alias Guacho por el río Mataje.

Esta no es la primera vez que Mataje se convierte en un pueblo inaccesible. Crónicas de hace 14 años describen que, en el mismo retén naval, cadenas de acero impedían entrar. Aunque el viejo camino de tierra ahora es de concreto, durante los últimos años esa pequeña población ecuatoriana vive arrinconada detrás de una frontera de miedo.

Febrero de 2001 fue otro mes trágico en Mataje. El teniente político de esa parroquia, Milton Guerrero Segura, fue asesinado entonces junto a sus dos hijos, tres hermanos, un primo y dos amigos. Los cuerpos fueron hallados en el río Mataje y en otros sectores aledaños, con los dedos mutilados, el tórax abierto y huellas de disparos.

Los habitantes de la frontera sienten la pugna por el negocio del narcotráfico.

Según la Policía, se trató de un ajuste de cuentas por narcotráfico. Poco antes, Guerrero había ordenado un decomiso de droga y, de acuerdo con versiones recogidas por la prensa, se había quedado con una parte. Sobre los autores del múltiple asesinato se supo que operaban en las riberas del río Mataje. Las autoridades señalaron a los narcotraficantes colombianos sin aclarar a qué grupo pertenecían. Un mensaje enviado con un testigo del secuestro los llevó a concluir aquello: “Es una lección para que sepan que con nosotros nadie se mete”. Los cuerpos fueron recuperados por los mismos familiares en un territorio donde la justicia no llega por pánico.

Desde hace décadas, los alrededores del río han sido zona de enfrentamientos. Los testimonios, sobre todo, llegan desde territorio ecuatoriano, pues hay mayor población a ese lado de la frontera. En 2010, en toda la parroquia de Mataje habitaban 1 475 personas. Al borde del río se asientan nueve comunidades. La más grande es Mataje Nuevo. Jairo Arizala, secretario del Consejo Cantonal de Protección de Derechos de San Lorenzo, explica que el incremento de la población se debió a la migración de colombianos tras la implementación del Plan Colombia, sobre todo en los años 2004 y 2006, que sumió a la región en la violencia. En 2001, San Lorenzo tenía 28 180 habitantes; en 2010 pasó a 42 486. En los archivos se encuentran noticias como la masacre de 45 campesinos ecuatorianos y colombianos en 2003.

En Mataje se ha registrado históricamente la presencia de paramilitares y de sus disidencias —como los Rastrojos y Águilas Negras—, y de miembros de las FARC. El Frente Oliver Sinisterra (FOS), uno de los grupos disidentes de las FARC conformado durante los últimos meses, es una derivación de la Columna Móvil Daniel Aldana, que operó en este territorio fronterizo con Ecuador. Se llamaba columnas a los grupos móviles de combatientes que se desplazaban por un territorio asignado. Tenían autonomía táctica y operacional y no respondían directamente a una línea de mando de las FARC. Varios miembros de esta estructura no se acogieron al Acuerdo de Paz firmado en noviembre de 2016.

Este es uno de los grupos que se ha afincado en Tumaco, muy cerca de la línea de frontera con Ecuador. El Frente Oliver Sinisterra, las Guerrillas Unidas del Pacífico y el Ejército de Liberación Nacional se disputan el control del negocio del narcotráfico. Estos datos son parte del informe de la Fundación Ideas para la Paz de Colombia, publicado en agosto de este año. También están presentes en la zona las Autodefensas Gaitanistas de Colombia y bandas delincuenciales como Gaula NP y Las Lágrimas, según el reporte.

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Estos grupos están vinculados a los grandes carteles como Sinaloa, Jalisco Nueva Generación y el Cartel del Golfo. Lo afirma Fernando Carrión, experto ecuatoriano en temas de seguridad, quien describe a estas organizaciones internacionales ilegales como “holdings”. Bajo la vía de la tercerización, asegura, contratan grupos locales para el cultivo, la producción y el traslado de la droga. A raíz de la firma de la paz, cuando las FARC salieron de esos territorios, los lugares no fueron ocupados por el Estado colombiano, y los grupos armados empezaron la pelea por su dominio, explica Carrión.

Zona de miedo

En Tumaco el temor es cotidiano. La mayoría de las personas consultadas por otro equipo de esta alianza internacional no permitió que las entrevistas fueran grabadas, ni siquiera en audio, por temor a posibles represalias. Varias fuentes dijeron que los pobladores se abstienen de denunciar los delitos ante la Fiscalía General, pues algunos denunciantes han sido asesinados, desplazados y amenazados. Aseguraron que desde la institución se comparte información con los grupos armados ilegales y que los mismos vigilan quién entra a las instalaciones de la Fiscalía.

“No, no puedo hablar” es la frase que usan los habitantes del municipio colombiano como su garantía de autoprotección. Lo dice Anny Castillo, personera de Tumaco, autoridad encargada de velar por el cumplimiento de los derechos humanos en ese lugar. “En muchos de los territorios críticos de Tumaco, los líderes y lideresas se están yendo a otras ciudades y muchas comunidades están quedando huérfanas”, dice. Pero José Silvio Cortés, coordinador de la Guardia Indígena Awá de la zona del Alto Pianulpí, resguardo Piguambí Pa langala, retrata mejor la vida en la frontera con una frase: “Uno anda con miedo, se acuesta con miedo”.

Los habitantes de la frontera sienten la pugna por el negocio del narcotráfico. Entre enero de 2017 y el 21 de agosto de 2018, estos grupos han ejecutado 88 acciones, es decir, casi tres operaciones por semana. Entre ellas, enfrentamientos, hostigamientos con la fuerza pública, desplazamientos forzados e incidentes por minas antipersona y explosivos. De estas, 15 ocurrieron en el lado ecuatoriano, según la publicación de la Fundación Ideas para la Paz de Colombia. El FOS ha sido señalado como el principal autor de los ataques.

En las investigaciones de estos hechos se encuentran detalles de la presencia del FOS y de la vida al borde del río. Un desmovilizado de ese grupo armado contó a la Fiscalía colombiana que los ríos Mataje y Mira son usados para el transporte de cocaína, municiones y víveres para sus miembros. En lanchas, los narcotraficantes trasladan aproximadamente 600 kilos de cocaína cuatro veces por semana: más de 115 toneladas por año. En la desembocadura del río, la droga es cargada a otras embarcaciones que cubrirán la ruta por alta mar.

Estos grupos están vinculados a los grandes carteles como Sinaloa, Jalisco Nueva Generación y el Cartel del Golfo.

 

Las poblaciones a ambos lados del río han sido usadas para la cadena del narcotráfico. En Ecuador, específicamente en Mataje Nuevo, guardan el armamento en caletas, asegura un testigo. Las cocinas para el procesamiento de la hoja de coca se ubicaban en Campanita, aproximadamente a 8 kilómetros de Mataje, río arriba. También hay presencia de sicarios que circulan por poblaciones más urbanas como San Lorenzo. Un funcionario judicial, que habló bajo la condición de anonimato, agregó que esta parte de la frontera sirve para el abastecimiento de combustibles y precursores para la fabricación de la cocaína.

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En Colombia, además de cultivar la coca, se reúnen los narcos. Esto sucede en La Balsa, que está a un poco más de 2 kilómetros de Mataje. También se guarda armamento, como ocurre en Puerto Rico, al frente de Mataje, de acuerdo con la versión de otro desmovilizado. En Montañita (Tumaco) han ubicado los campamentos donde más tiempo pasaba alias Guacho, pero el líder del FOS y altos mandos de su organización han sido vistos en toda esta zona de frontera.

El coronel Milton Rodríguez asegura que en territorio ecuatoriano no existe ningún grupo irregular. En los pocos minutos de visita a Mataje Nuevo, el 1 de agosto, el jefe militar apuntó con su dedo índice en varias ocasiones hacia Colombia. “Al frente, donde está el límite político, a 100 metros, están los grupos irregulares armados”, aseguró. Sin grabadoras ni cámaras, un alto jefe policial que habló bajo esas condiciones lo contradijo: “En ese río Mataje no hay control”.

Policías y militares ecuatorianos, desde enero de 2018, han entrado a Mataje Nuevo para hacer capturas y allanar casas de personas presuntamente vinculadas con el FOS. Dos de ellas fueron Dévora Ruiz y su hija Sully Quiñónez, ambas acusadas por tráfico de armas. En ese proceso, 17 años después, el nombre de Milton Guerrero volvió a aparecer. En su defensa, Ruiz mencionó que el intendente político fue su tío. Con ese asesinato como antecedente, dijo, nadie de su familia se metería con grupos armados. Su hija, en cambio, declaró: “Nosotros en el pueblo fuimos criados (para) que lo que vea o escuche (se) tiene que callar”.

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*La Liga Contra El Silencio es una alianza de periodistas y medios de comunicación que combate la censura en Colombia. Sus contenidos no comprometen a Cuestión Pública.