(09/04/2021)
Por CrossMediaLab, Angie Garay, Karen Zapata, Michelle Tenjo y Daneisi Rubio
Un cúmulo de hechos violentos, producto de la guerra, permean desde hace más de medio siglo la historia nacional. Este panorama hostil ha transformado a familias enteras, ha causado dolores imborrables y ha dividido al país de manera reiterada. Pocos han salido invictos, porque la violencia, en algún punto, ha alcanzado a aquellos que poco o nada tenían que ver con la guerra y los ha transformado para siempre. No por nada, la Unidad para la Atención y la Reparación Integral a las Víctimas registra 8.553.416 personas víctimas del conflicto armado, al corte del 1 de enero de 2020; una cifra que puede ser apenas un esbozo de lo que se sabe hasta ahora sobre los efectos de la violencia y que invita a preguntarse por las vidas de quienes están detrás de las estadísticas nacionales.
Las múltiples desigualdades, el abandono del Estado y los problemas por la tierra han sido, desde antaño, la semilla de la inconformidad campesina. Sumado a esto, otros factores como la pobreza, la falta de oportunidades y el abandono a la ruralidad y al campesinado han desencadenado acciones violentas, que han dejado en el medio a colombianos de todas las regiones, orígenes y clases sociales. Por eso, en más de sesenta años, los colombianos se han visto afectados, directa o indirectamente, por las dinámicas del conflicto, ya fuera por su incidencia en hechos violentos o porque fueron perjudicados por algún hecho victimizante.
De acuerdo con el Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica, entre 1958 y 2020 se han reportado 417.850 personas afectadas por el conflicto armado colombiano; de ellos, 267.565 han sido víctimas fatales, que han sucumbido ante la violencia, independientemente del uniforme que portaban, de la región en la que estaban o del ideal político que tenían. Todos tienen un común denominador: estar vestidos con el dolor de una sola nación.
Aunque todavía hay quienes insisten en el desconocimiento de las consecuencias del conflicto armado, vale la pena dirigir la mirada a los avances positivos del Proceso de Paz en el esclarecimiento de la verdad, el reconocimiento y la reparación de las víctimas. Si bien la implementación de los acuerdos ha tenido sus falencias, gracias a él hemos pasado de desconocer las realidades de la ruralidad a enfrentarnos con los rostros de los padres, hijos, hermanos y campesinos, víctimas de estas realidades. En esto, el periodismo ha sido esencial para reconocer en ellos las motivaciones y acciones de resiliencia, que les permiten apostarle todo a la paz. Los cuatro relatos que se desarrollan a continuación le ponen rostro a las cifras y son un aliciente para el perdón y la reconciliación.
Jazmín Torres
Mirar hacia atrás no es fácil cuando se trata de recordar la vida de un esposo y un padre. Los ojos de miles de mujeres en Colombia se ven empañados por el dolor más profundo que se puede sentir: la pérdida de un ser querido, de un amor, en manos de un conflicto ajeno.
Sentada en su casa, en el municipio de Rivera, ubicado en el Huila, Jazmín Torres recuerda a su esposo César Augusto Galeano: “Él, de entrada, parecía ser un hombre serio y rígido, pero ya cuando se daba a conocer, se hacía querer de la gente, era muy servicial”, cuenta nostálgica, pues el amor por este hombre sigue intacto.
Se casó con él muy joven, rondando los 20 años, y juntos tuvieron dos hijas. Así se formó la familia que ella había anhelado desde siempre. Sin embargo, su vida juntos no era fácil, pues César era patrullero de la policía en el Huila, y por tanto, pasaba mucho tiempo fuera de casa, ya que su servicio le demandaba largas jornadas de trabajo, que para Jazmín estaban llenas de incertidumbre. “Cuando yo estaba casada con él, lastimosamente, fue una época muy dura para la policía, para mí había mucho miedo”, recuerda. En aquel entonces, la familia de cualquier policía era catalogada como un blanco para los grupos al margen de la ley y por eso la familia de César sufrió dos hostigamientos, de los cuales afortunadamente nadie salió herido.
La violencia les seguía los pasos. Lo único que César deseaba era vivir y trabajar en una ciudad como Neiva, pues allí pretendía encontrar seguridad para él y su familia. Cuando se dio su traslado, se convirtió en policía motorizado; pero, aunque este parecía el cambio que tanto estaban buscando para encontrar tranquilidad, este hecho significó, diez meses después, el dolor más grande de Jazmín y sus dos hijas.
El día 14 de febrero del año 2003, “me levanté, le hice un tinto que no se tomó, se le había hecho muy tarde, faltaban 20 minutos para las 4:00 a.m. y le dije: ¿es que usted entra a las 4:00 a.m.? Me dijo: No, faltando 10 minutos. Entonces no se tomó el café. Se quedó ese café servido”, recuerda Jazmín, con voz entrecortada, sobre la última vez que vio a su esposo. Ese día se dispuso un grupo de diez policías, acompañados por la fiscal Cecilia Giraldo, para realizar un allanamiento en el barrio Villa Magdalena; pues se tenían sospechas de un posible atentado por parte de las antiguas FARC-EP, tras el arribo del por entonces presidente Álvaro Uribe. Este grupo de oficiales llegaron a una casa en busca de material explosivo, sin saber que estaba debajo de sus pies; a las 5:30 a.m. se detonó esta “casa bomba” llevando a su paso la vida de nueve policías, la de la fiscal y la de seis habitantes de la zona. Allí falleció Cesar Agusto.
El dolor que siente Jazmín, como madre y esposa, se refleja cuando ella afirma: “No solamente mataron un cuerpo, es una historia de vida, un papá, unos hijos y un esposo, la familia”. Estos hechos victimizantes, como bien lo afirma Jazmín, no significan sólo la pérdida de una vida, sino la desgracia de toda una familia. La violencia le quitó a las hijas de Jazmín la oportunidad de crecer con un padre y dejó en su lugar un vacío que nadie va a reemplazar. Debido a esto, ella se cuestiona el perdón, ya que ha sido difícil para ella afrontar este suceso, pero asegura que está dispuesta a perdonar, si los responsables se acercan a ella de corazón y asumen el daño que causaron: “Sería más fácil perdonar y reconciliarse, si yo viera la disposición de pedir perdón de quienes cometieron este hecho, pero no la he visto”.
En estas circunstancias, Jazmín sufrió un doble duelo, porque tuvo que sobreponerse a su dolor para ser la fortaleza que sus hijas necesitaban: “Yo he querido como abrazarlas, hacerles sentir que yo soy muy grande y que yo les puedo dar a ellas ese amor que él les pudo haber brindado, pero no se puede”, dice.
Sumado al dolor de su pérdida, a Jazmín le queda el sinsabor de ser una víctima del conflicto abandonada por el Estado, debido a que no ha sido resarcida por la pérdida del “amor de su vida”, como ella se refiere a César. Su único consuelo es ser escuchada, con la esperanza de que la vida de su esposo pueda ser recordada y valorada, no sólo por ella y sus hijas, sino también por todos los colombianos que conozcan su historia.
Ulises Tamayo
En medio de una diversa vegetación, recorriendo una carretera que encarna las inclemencias del clima y las dificultades de acceso de algunos rincones olvidados del territorio nacional, se abre paso un camión. Algunos años atrás, esto habría generado temor debido al miedo latente de las comunidades de presenciar la llegada de unidades policiales preparadas para cubrir algún enfrentamiento en época de conflicto. Casi siempre, este hecho detonaba un choque de fuerzas entre dos de los actores del conflicto armado: la fuerza pública y los alzados en armas.
El recorrido de este camión finaliza al llegar a la vereda La Fila, lugar donde se ubicó el Antiguo Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación Antonio Nariño y que, actualmente, alberga a más de doscientos excombatientes de las antiguas FARC-EP y a sus familias. Dicha llegada se aleja de lo que años atrás podía implicar, ya que ahora, junto a los uniformados, se transportan también libros, útiles escolares, juegos lúdicos, un parque y un cine móvil; la sensación que invade a aquellos que ven llegar el camión, que antes generaba temor, hoy no es otra que la más pura y sincera alegría.
Detrás de la sonrisa que se dibuja en los niños de la paz, denominación que reciben los hijos de excombatientes que han nacido desde la firma de los acuerdos, hay un artífice con nombre propio: Ulises de Jesús Tamayo Avendaño, un hombre de gran sonrisa y corazón, del que se podría decir es el patrullero más famoso y querido de Icononzo, en el Tolima, porque se ha encargado de llevar alegrías y conocimientos a los niños de este municipio.
La iniciativa Bibliopaz se empezó a dibujar en la mente del patrullero cuando, en una de sus visitas a alguna de las treinta y dos veredas que componen el municipio de Icononzo, un niño se acercó a él y a un grupo de compañeros suyos de la Unidad Policial para la Edificación de la Paz (UNIPEP), para pedirles ayuda con una tarea, ya que debía consultar un dato pero no poseía los medios tecnológicos o el material necesario para realizar su investigación. En aquel momento, como una revelación, el patrullero se mentalizó con un objetivo que, aunque ambicioso, sabía que debía trabajar incansablemente para lograr: “Dar lo que no tuvo uno”, afirma.
Tamayo recuerda que su infancia no fue del todo fácil. Para poder estudiar o conseguir un libro, debía recorrer muchos barrios y calles de su natal Santa Marta, hasta encontrar el recurso que estuviera buscando. En aquel entonces no le era posible siquiera jugar con total libertad, ya que “tocaba primero pedirle el permiso a los que estaban radicados en esa zona”.
Llegado el año 2004, Ulises y su familia se trasladaron desde la vereda Boquerón, de la Sierra Nevada de Santa Marta, a la Zona Bananera del Magdalena, donde él, sus padres y sus cuatro hermanos duraron instalados alrededor de seis meses.
Mucho se habla del conflicto armado colombiano, incluso en los colegios y universidades es un periodo de la historia nacional al que se le dedican horas de clases, debates y análisis; pero escuchar sobre el tema dista mucho de vivirlo. La familia Tamayo Avendaño permaneció seis meses en la vereda La Candelaria, del municipio de Ciénaga, un territorio que históricamente ha sido escenario de todas las formas y tipos de violencia directa que tuvieron lugar en el país durante décadas. La presencia de actores armados en esta zona se remonta a la década de los 60 del siglo pasado, esto en el marco de la Bonanza Marimbera, a razón de la privilegiada posición geográfica del territorio, dada la cercanía con costas del mar caribe y con gran parte del territorio de la Sierra Nevada de Santa Marta y de la Ciénaga Grande.
Una noche del año 2004, la familia Tamayo Avendaño tuvo que enfrentarse a algo que los obligaría a abandonar todo por lo que habían trabajado, a salir corriendo del lugar que, con esfuerzo, se había convertido en su hogar. Con tan solo 15 años, Tamayo tuvo que presenciar la llegada de un grupo armado, cuyo nombre jamás se esclareció, que obligó a su familia a abandonarlo todo. Esa noche, Ulises, sus padres y hermanos, se convirtieron en siete de los más de seis millones de rostros colombianos que se han visto afectados por la realidad del desplazamiento forzado. “Esa noche perdimos todo y tuvimos que salir corriendo de nuestra casa”, cuenta Tamayo.
La firme convicción de evitar que más niños y jóvenes tuvieran que pasar por algo similar, fue lo que motivó a este hombre a vincularse a la Policía Nacional. Más allá de combatir en contra de aquellos que perpetúan ese tipo de acciones, como lo hizo durante su paso por el Escuadrón Móvil de Carabineros Antiterrorista, lo que siempre buscó desde su rol de policía fue contribuir a la reconstrucción del tejido social quebrantado de toda una nación, todo por medio de pequeñas acciones con comunidades, pues espera que impactando las vidas de jóvenes, niños, adultos mayores, madres cabeza de hogar y campesinos, logre generar un cambio mayor.
Jamás imaginó el cambio que vivió la historia colombiana, no contempló nunca trabajar en conjunto con personas que, antiguamente, encontraron en las armas otra salida ante las desigualdades y el abandono a la ruralidad. jamás imaginó que el hijo del que pudo ser alguien con quien se enfrentó en el Escuadrón Antiterrorista, hoy lo salude y lo reciba con un abrazo. Detrás de su uniforme de carabinero, de su cordón y pañoleta amarillos, y del orgullo y sonrisa de portarlos, está la figura de un hombre orgulloso de sus raíces, que se sobrepusó al dolor de un conflicto para trabajar de la mano con todos aquellos colombianos que, como él, también vivieron el dolor de la guerra.
Dalia del Carmen Molina
En medio de arbustos, a simple vista, se puede ver un pequeño camino de tierra; delante de él se abre un paisaje inexplicable. Lo primero que se ve al entrar a esta vereda es una cancha de fútbol árida, delimitada por llantas enterradas en la arena que crean una serie de arcos infinitos. Las casas son muy parecidas a las rancherías de la alta Guajira, delimitadas por empalizadas, propias de la misma vegetación baldía de esta región del país. El Confuso es una vereda de la Guajira muy silenciosa, pero acogedora. Allí vive una mujer afro, alta y estilizada, que tiene una voz inconfundible, porque entre el grosor de ella, se esconden palabras de una belleza incomparable, firmes, pero también llenas de ilusión. Ella es Dalia Molina, una mujer que ha dedicado su vida a luchar por la defensa de los derechos de su comunidad, de su pueblo y de Colombia entera.
Es una mujer orgullosamente Guajira, nació en Fonseca y desde ese día no ha dejado sus raíces ni a su pueblo, porque en ellos está su vida. Es lideresa social, cultural y comunitaria, una mujer campesina que sin importar las adversidades ama lo que es: una mujer rural. Es defensora de los derechos humanos y de los derechos de las mujeres, pero su liderazgo le ha costado su tranquilidad y la esperanza de tener una Colombia mejor.
Para su comunidad no ha sido fácil enfrentar el conflicto armado, que por mucho tiempo se llevó familias completas y que sólo trajo destrucción y miseria, producto de la barbarie. Con ese historial, no es fácil encontrar a personas que sobrevivan a estas dinámicas y aún así sigan de pie, luchando por aquellos ideales que muchas veces los hicieron salir corriendo de sus pueblos. “Hemos tenido muchos asesinatos, hemos tenido una vida muy, muy dura, difícil, y lo más fuerte es tener que desarraigarse de nuestras tierras, de nuestra comunidad, de nuestro pueblo, de la cotidianidad en que hemos crecido y nacido”, menciona Dalia.
Como mujer afrodescendiente, como colombiana y como campesina, lo único que Dalia ha querido es tener un país lleno de paz, con oportunidades para todas las personas. Ella tiene muy presente su vida antes de los Acuerdos de Paz, pues en la lucha constante que ha tenido que sobrellevar, las adversidades la han puesto entre la espada y la pared, y la han hecho pensar si realmente arriesgar su vida es necesario, y con ella, la de su familia y la de su comunidad.
El 10 de julio de 2019 esta lideresa social fue declarada objetivo militar por las Águilas Negras, por defender el proceso de paz. Siempre deseó que este proceso se diera en el país, pues para ella las cosas se están haciendo bien, “hay muchos que son enemigos a este proceso de paz y esos son los que nos atormentan la vida, esos son los que nos asesinan día a día, noche a noche, a esos que les molesta porque vivían de eso, del conflicto”, menciona. Esta situación actualmente la sigue acechando, pues constantemente se siente insegura e intranquila, porque presiente que en cualquier momento pueden pasar “los de la moto”, asesinarla o secuestrarla, y así apagar los sueños de la lucha que lleva consigo.
Esta mujer resiliente le apuesta al proceso de paz, pues, para ella, los excombatientes llevan un proceso difícil. Desde su liderazgo ha sido testigo de los retos a los que estas personas se han enfrentado, dado que, según dice, no es fácil para ellos dejar de lado la vida a la que estaban acostumbrados. No desconoce los errores cometidos por ellos, pero tampoco respalda el odio y los atentados en su contra, y eso le ha ocasionado problemas. “Yo escuchaba hablar de la guerrilla y para mí eran los más terribles del mundo”, reconoce; sin embargo, también afirma que ha creído mucho en su reincorporación: “A todo este proceso le aposté el todo por el todo, a compartir con ellos. Hoy en día los veo que son iguales que yo, porque ellos emprendieron una lucha, un conflicto por la tierra, por los derechos de nosotros como colombianos, y yo en ellos me veo reflejada a mí misma, y hoy en día yo los veo a ellos como un ser humano igual que yo”.
Sobre su rol de lideresa, Dalia reconoce que en Colombia es una tarea difícil defender las libertades de las mujeres y luchar por los derechos de un pueblo, porque en cualquier momento la pueden silenciar, olvidar y abandonar. “A mí me mataron en vida”, dice, y habla con dolor, porque no puede salir a la calle tranquila ni alzar su voz sin sentir temor y zozobra. Hoy ya no le teme a los excombatientes, sino a otros grupos armados que la tienen amedrentada.
A pesar de eso, lleva toda su vida luchando por darle visibilidad, no solo a su comunidad, sino a toda la Guajira. Desde su labor, ella busca que los colombianos de todo el país vean cómo estos sitios tan olvidados pasan por procesos tan crueles como la violencia, y cómo aquellos que tratan de defender el territorio son amenazados y se les vulneran sus derechos fundamentales.
“Hemos estado en rezago, en olvido total por parte del Estado, esto es pura lucha, las poquitas cosas que tú ves”, menciona. Esta mujer rural ha organizado, junto a diferentes líderes sociales, campesinos y excombatientes, luchas para la defensa de las libertades, las tradiciones y la cultura de su territorio. La situación que actualmente se vive en esta zona del país es preocupante y Dalia no es ajena a la situación de su territorio. Lo único que ella quiere es seguir apostándole a esa paz duradera y de reconciliación que ha buscado por años. A veces, desearía poder alzar la voz sin sentir miedo, sin embargo, en medio del dolor, dice con orgullo que es una mujer afro, campesina y eso nadie se lo va a quitar.
Elkin Sepúlveda
Las memorias de una vida en el monte y la esperanza de un porvenir distinto, que apenas está construyendo al lado de su familia, es todo lo que tiene Elkin Sepúlveda después de dejar las armas. Vive en el Antiguo Espacio Territorial para la Capacitación y la Reincorporación (AETCR) de Pondores, Guajira, y es el representante de las personas con discapacidad, adultos mayores y personas con enfermedades de alto costo entre la población excombatiente de la zona. Asumió este liderazgo debido a su condición: una mina antipersona le recortó el brazo derecho a la altura del codo y le afectó los dedos de su mano izquierda. “Por motivos del conflicto armado el tema de las minas anti personales no solamente afectó a la policía o a miembros del Ejército, sino que también nos afectó a nosotros”, afirma.
Su don de gentes hace que, por momentos, a uno se le olvide que antes del Acuerdo de Paz tenía la vida de cualquier excombatiente de base y entre sus múltiples funciones estaba ubicar las minas o retirarlas, cuando eran de otros grupos armados, de los territorios de incidencia guerrillera. Esta labor ocasionó que perdiera compañeros o que otros también resultaron gravemente heridos, en circunstancias de la guerra similares a la suya.
Un día, el turno fue para él: “A mí me tocó retirar una parte que estaba minada de otra gente. En el proceso de la guerra muchas veces se le ordenaba a alguien minar un sitio. (…) La misión era, con un téster, probar que las minas estuvieran bien. En uno de esos momentos el téster me detonó la mina que tenía en las manos. Se detonaron como cuatro minas por reacción paralela… Ahí ocurrió el momento en el que perdí la mano”, recuerda.
La violencia estuvo siempre muy cerca de él, porque su madre también fue combatiente; de manera que las filas constituyeron el único lugar posible para soñar un futuro distinto, porque afuera lo seguían el estigma y la falta de oportunidades.
Mientras estuvo en la guerra, nunca se imaginó que un día recibiría en su casa, en el antiguo ETCR, a los carabineros de la Unidad Policial Para la Edificación de la Paz (UNIPEP), como si se tratara de viejos vecinos. “Uno antes diría: Yo cuándo voy a ser amigo de un policía”, reconoce; sin embargo, con las asperezas limadas por la convivencia de estos 5 años, los uniformados ya no son para él solo miembros de la institución que representan, sino otros seres humanos que comparten su deseo de una Colombia en paz.
“Cuando tú ya ves más allá de eso, más allá de la institución y te encuentras con la persona con el que está ahí, con Juan, con Pedro, con Carlos, ya tú no dices: llegó la policía, ya tú empiezas a ver más allá del tema de la guerra entre las instituciones y empiezas a ver la persona que está ahí también”, dice. Los uniformados también han apartado de su vista cualquier sesgo sobre él y lo reconocen como lo que es: un líder nato.
A las comunidades cercanas la reconciliación les ha caído como un bálsamo, a pesar de que las veredas y las cabeceras municipales cercanas a Pondores estuvieron sitiadas por los frentes 19, 35, 37, 41 y 59 del Bloque Caribe de las FARC-EP. El Conejo es uno de los corregimientos de Fonseca, Guajira, donde la población experimentó con más fuerza el fragor de los fusiles. “El pueblo era prácticamente un pueblo fantasma, por la presencia de grupos al margen de la ley”, cuenta uno de los líderes comunitarios. Pero, después del histórico acercamiento de 2016, entre las FARC y las víctimas, se dieron espacios para que la fuerza pública, la comunidad reincorporada y los habitantes de la zona empezaran a estrechar lazos.
Contra todo pronóstico, han hecho torneos deportivos y han compartido plaza en actividades comunitarias. Un día, en esas planicies cercanas a la Serranía del Perijá, en Elkin se formó un sueño:“Yo anhelo el momento en el que no se hable de comunidad Farc, de comunidad Conejo, sino de una sola comunidad, sin distingos”.
Ahora, desde su liderazgo, Elkin ha recuperado otra cosa que la guerra le quitó por muchos años: “Personalmente, en mi caso, yo me siento cómodo con la decisión tomada, porque me ha permitido retomar muchas cosas que había perdido dentro de mi vida, como el entorno familiar, volver a retomar el contacto con mi familia y sentir la libertad de tomar decisiones y, por decirlo así, tomar las riendas de mi propia vida”, reconoce. En sus ojos rasgados, producto de una sonrisa, se pinta la alegría de reconocerse parte de un futuro distinto, que apenas se está sembrando y que tiene, todavía, mucho por reconstruir.
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Estas cuatro historias ejemplifican muy bien lo que millones de colombianos han vivido por más de sesenta años. Que hoy se puedan conocer sus relatos, le otorga a todos los sectores de la sociedad la responsabilidad de evitar que el ciclo de violencia continúe. Sus historias son, por sí mismas, actos de valentía y de resiliencia, porque se anteponen al dolor de lo vivido, aunque muchas de ellas salgan entre lágrimas y con el nerviosismo propio de recordar los vejámenes del conflicto. Sobreponer al discurso hegemónico la pluralidad de voces de las víctimas hacen posible un encuentro, una confrontación y, a su vez, una conexión con el otro, que permite entender que todos, por diversas circunstancias, hemos vivido la guerra.
Jazmín Torres, Dalia del Carmen Molina, Ulises Tamayo y Elkin Sepulveda, a la luz del valor de la vida, modifican todo preconcepto y eliminan el sesgo del bueno y el malo, porque ya no se trata de buscar a quién lanzar juicios, sino de aceptar que, medio del conflicto armado colombiano, las víctimas se encuentran, para infortunio de nuestra historia, alrededor de un dolor común. En esa medida, aunque los Acuerdos de Paz hayan marcado un precedente, es evidente que todavía hay mucho por hacer para reparar a las víctimas y darle visibilidad a sus historias. Ese debe ser el norte.
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